THEOSOPHY

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Theosophy House

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Cardiff, Wales, UK. CF24 – 1DL

 

Obras Teosoficas en Espanol - La Sabiduria Antigua – Annie Besant

 

LA SABIDURÍA

ANTIGUA

The Ancient Wisdom

Annie Besant

(1897)

 

 

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The Secret Doctrine by H P Blavatsky

 

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Ingles The Ancient Wisdom

 

 

LA SABIDURIA ANTIGUA

INTRODUCCION

LA UNIDAD FUNDAMENTAL DE TODAS LAS RELIGIONES

 

El pensamiento recto es condición necesaria de la vida recta. La rectitud de juicio es

indispensable para la rectitud de conducta. Ya se nos presente con el nom bre sánscrito,

Brahm a-Vidya, o con el de Teosofía, deriva do del griego, la Sabiduría Divina viene en

nuestro auxilio para realizar ese doble obj eto presentándose a la vez com o filosofía

racional entre todas y com o religión y éti ca universales. Hablando de las Santas

Escrituras, un cristiano devotísim o decía una vez que había en ellas fondos que podrían

pasar a nado un niño y abism os donde se hundiría un gigante. Podem os decir otro tanto

de la Teosof ía, pues entre sus enseñanzas , las hay tan sencillas y prácticas, que una

inteligencia vulgar puede com prenderlas y ap licarlas, m ientras otras son tan profundas

que la m á s vigorosa inteligencia desm aya en el esfuerzo de conocer todo su alcance.

El presente volum en está destinado a of recer al lector una exposición sencilla y clara

de la doctrina teosófica, a m ostrar que sus pr incipios generales y sus enseñanzas form an

una concepción coherente del universo, y a su ministrar los porm enores necesarios para

poner de m anifiesto el encadenam iento recí proco de esos principios y de esas

enseñanzas. Una obra clásica elem ental no puede tener la pretensión de exponer toda la

ciencia acopiada en obras de m á s abstrusa didáctica; pero debe presentar claram ente y

de una ojeada los datos fundam entales del asunto, de m odo que si bien haya m ucho que

añadir, haya poco que quitar. En el cuadro que form a un libro sem ejante, el estudiante

podrá colocar los detalles que le sugieran sus estudios ulteriores.

Echando una ojeada sobre las grandes religiones de la hum anidad, se ve cuánto tienen

de com ún en ideas dogm áticas, m orales y f ilosóficas. El hecho está universalm ente

reconocido; pero su explicación se discut e de m odo m uy diverso. Pretenden unos que

las religiones han germ inado en el cam po de la ignorancia hum ana, donde la

imaginación las cultivó, elaborándolas gradualm ente desde las form as má s groseras

como el animismo y el fetichism o. Sus analogías se deben así a los fenóm enos

universales de la naturaleza, im perfectam ente observados y explicados a capricho.

Sem ejante escuela da com o clave universal el culto del sol y de los astros. Para otra

escuela, la clave no m enos universal está en el culto fálico. El m iedo, el deseo, la

ignorancia y la adm iración llevaron al salvaje a personificar los poderes de la

naturaleza, y luego los sacerdotes se aprovecharon de esos terrores y esperanzas,

transform ando los m itos en Biblias y lo s símbolos en hechos, m ediante sus

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imaginaciones m elancólicas y sus inquietantes c ontiendas; com o la base era en am bas la

misma, la sem ejanza en los resultados era inevitable. Así hablan los doctores de la

Mitología com parada, y bajo el peso de ta l cúm ulo de pruebas, las gentes sencillas

callan, aunque no queden convencidas por com pleto. No pueden, en efecto, negar las

analogías; pero se preguntan con vaga inquietud: Las concepciones m á s sublim es de los

hom bres, sus m á s halagüeñas esperanzas, ¿ sólo son el resultado de los sueños del

salvaje o de las adivinaciones de los ignorante s? Los grandes héroes y m á rtires de la

hum anidad, todos los que han vivido, trabaj ado y sufrido, ¿ murieron en la ilusión

forjada por los hechos astronóm icos o por las disim uladas obscenidades de los

bárbaros?

La segunda explicación de la base común a las varias religiones hum anas, postula la

doctrina de una enseñanza original, que indi ca una fraternidad de grandes instructores

espirituales. Sem ejantes m aestros, fruto de los ciclos pasados de la evolución, tuvieron

por m isión instruir y guiar a la hum anidad nacida sobre nuestro planeta. Ellos

transm itieron a las razas y a las naciones, a su vez, las verdades fundam entales de la

religión bajo la form a má s adecuada a las neces idades especiales de aquellos que debían

recibirlas. Según este sistem a, los fundadores de las grandes religiones son m iembros

de la fraternidad única, y fueron ayudados en su misión por una pleyade de individuos

un poco menos elevados que ellos, iniciados y discípulos de grados diversos, em inentes

por su intuición espiritual, por su saber filo sófico o por la pureza de su m oral. Tales

hom bres son los que han dirigido a los pueblos nacientes, los que los civilizaron y

dieron leyes (Com o monarcas los gobernaron; como filósofos los instruyeron; y com o

sacerdotes los guiaron). Así es que todos lo s pueblos de la antigüedad se arrogan

hom bres em inentes, sem idioses y héroes de los que se descubren vestigios en las

respectivas literaturas, códigos y m onumentos.

Muy difícil parece negar la existencia de sem ejantes hom bres, en presencia de la

tradición universal de los docum entos escr itos aun subsistentes, y de las ruinas

prehistóricas, para no citar otros testim onios que recusaría el ignorante. Los libros

sagrados de Oriente son los m á s fidedignos testim onios de la grandeza de quienes los

escribieron. ¿ Q ué puede com pararse con la sublim idad espiritual de su pensam iento

religioso, con el esplendor intelectual de su filosofía, con la am plitud y pureza de su

moral? Ahora bien; cuando hallam os que cu anto esos libros contienen sobre Dios,

sobre el hom bre y el universo, son enseñanzas substancialm ente idénticas, bajo m ú ltiple

variedad aparente, no será tem erario refe rirlas a un cuerpo céntrico y original de

doctrina. A este cuerpo doctrinal le dam os el nombre de Sabiduría Di vina, que es lo que

significa la palabra griega Teosofía.

Como origen y base de todas las relig iones, a la Teosofía no se le puede oponer

ninguna otra. La Teosofía purifica y revela el alto significado interno de tanta doctrina

adulterada por el error en su exposición exotérica y pervertida por la ignorancia y la

superstición. En cada una de esas form as se reconoce y defiende la Teosofía, tratando

tam b ién de m ostrar la sabiduría que oculta.

Para ser teósofo no hay necesidad de de jar de ser cristiano, budista o indo. Basta con

que el hom bre sondee profundam ente en el corazón de su propia fe, que abrace las

verdades espirituales con gran firm eza, y que com prenda sus enseñanzas sagradas con

má s amplio espíritu. Después de haber dado origen a las religiones, la Teosof ía las

justifica y defiende; pues roca y cantera es de donde se sacaron y extrajeron. Ante el

tribunal de la crítica intelectual viene a justificar la Teosofía las m á s profundas

aspiraciones y los m á s nobles sentim ient os del corazón hum ano. Comprueba las

esperanzas que nos forjam os sobre el hom bre y ennoblece m á s nuestra fe en Dios.

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La verdad de esta aserción se eviden cia má s cuanto m á s estudiam os las diversas

Escrituras santas del m undo. Algunas seleccione s operadas en el conjunto de m ateriales

disponibles bastarán para establecer el hecho y guiar al investigador en la búsqueda de

nuevas pruebas.

Las verdades fundam entales de la religión pueden resum irse así:

1º- La Existencia real, única, eterna, infinita e Incognoscible.

2º- De ella procede el Dios m anifesta do que desenvuelve su unidad en dualidad, y

ésta en trinidad.

3º- De la Trinidad m anifestada proceden las innum erables inteligencias

Espirituales, guías de la actividad cósm ica.

4º- El hom bre, reflejo de Dios m anifest ado, es, por lo tanto, fundam entalm ente

trino; y su “Yo” interno y real es eterno y uno con el “Yo” universal.

5º- Evoluciona por encarnaciones repetidas, a las cuales le impele e deseo y de las

que se liberta por el conocim iento y el sacr ificio, llegando a ser divino en acto com o lo

ha sido siem pre en potencia.

La China, cuya civilización está reducid a a estado fósil, fue poblada en otros tiem pos

por los Turanios, cuarta subdivisión de la cuar ta Raza Raíz que habitó el continente de

la desaparecida Atlántida y que cubrió con sus ram ificaciones la superficie del globo.

Los Mongoles, séptim a y últim a subdivisión de la m isma raza, reforzaron m á s tarde la

población de esa com arca, de suerte que en China encontram os tradiciones de la m ayor

antigüedad, anteriores a establecim iento en la India, de la quinta raza, la raza Aria. En

el Ching Chang Ching o Clásico de la Pur eza, encontram os un fragm ento de Escritura

antigua de singular belleza, donde se percibe ese espíritu de calm a característico de la

“enseñanza original”. En el prólogo de su traducción Mr. Legge dice de este tratado:

Este libro se atribuye a Ko Yuan (o Hsua n), un Taoísta de la dinastía de W u (222 –

227 J.C.). Se cuenta que este sabio alcan zó la condición de inm ortal y se la da

generalm ente este título. Se le representa realizando m ilagros, entregado a la tem planza

y m uy excéntrico en sus procedim ientos.

Al naufragar cierta vez, surgió de las aguas con los vestidos enjutos y anduvo

tranquilam ente sobre las olas. Ascendió a los cielos en pleno día. Estos relatos pueden

quizás atribuirse a invenciones de época m uy posterior.

Hechos sem ejantes se atribuyen con frecuen cia a los iniciados de diferentes grados y

no son necesariam ente puras fantasías. Lo que Ko Yuan dice a este propósito en su

libro nos interesará sin duda m ucho m á s:

“Cuando alcancé el verdadero Tao, había rec itado ya este Ching (libro) diez m il veces.

Es lo que practican los espíritus celestes, y jam á s fue comunicado a los sabios de este

mundo inferior. Se m e dio por el Jefe Divi no del Hwa Oriental quien lo había recibido

del Jefe Divino de la Puerta de Oro y éste de la Madre Real de Occidente.”

Ahora bien; el título de Jef e Divino de la Puerta de Oro era el de un iniciado que

gobierna el im perio tolteca en la Atlántida, y su empleo parece indicar que el Clásico de

la Pureza fue llevado de la Atlántida a China cuando los turanios se separaron de los

toltecas. Esta idea la corrobora el contenido de este tratadito que tiene por asunto el

Tao, literalm ente “la Vía”, nom bre que designa la Realidad una en la antigua religión

turania y m ongola. Así leem os:

“El Gran Tao no tiene form a corporal, pues El es quien ha engendrado y nutrido el

cielo y la tierra. El Gran Ta o no tiene pasiones, pero El es la causa de las revoluciones

del Sol y de la Luna. El Gran Tao no tie ne nombre, pero es el que asegura el

crecim iento y conservación de todas las cosas.”

Tal es el Dios m anifestado com o unidad; pero la dualidad aparece enseguida:

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“El Tao (aparece bajo dos form as: el Pu ro y el Confuso) posee (las dos condiciones

de) m ovim iento y reposo. El ci elo es puro y la tierra es confusa; el cielo se m ueve y la

tierra está quieta. Lo m asculino es puro y lo femenino es confuso; lo m asculino se

mueve y lo fem enino está quieto. Lo ra dical (Pureza) desciende, y el producto

(Confuso) se extiende en todo sentido, y así fueron engendradas todas las cosas.”

Este pasaje es interesantísim o, porque ev idencia los dos aspectos activo y receptivo de

la naturaleza, estableciendo la diferencia entre el Espíritu generador y la Materia

criadora; distinción f amiliarizada posteriorm ente.

En el Tao Teh Ching, la doctrina tradiciona l sobre lo Inm anifestado y lo m anifiesto se

expresa claram ente:

“El Tao que puede suceder no es el Tao eterno e inm utable. El nom bre que puede ser

nombrado no es el nom bre eterno e inm utable. El que no tiene nom bre es El que ha

engendrado el cielo y la tierra; el que no posee nombre es la Madre de todas las cosas...

Bajo estos dos aspectos es idéntico en rea lidad; pero a m edida que el desarrollo se

produce, recibe diferentes nom bres. Al conjunto lo llam amos Misterio.”

Los que estudian la Cábala recordarán uno de los Nom b res Divinos: “El Misterio

oculto”. Más adelante leem os:

“Hubo algo indefinido y com pleto que vino a la existencia antes que el cielo y la

tierra. Com o Eso era tranquilo y sin form a, aislado y sin cam bio, se extendió por todos

sitios sin peligro (de ser agotado). Eso puede considerarse com o la Madre de todas las

cosas. Eso cuyo nom bre ignoro, lo llam o el Tao. Haciendo un esfuerzo para darle un

nombre, lo llam o el Grande. Eso Grande pasa (en un oleaje continuo). Pasando, Eso se

aleja. Alejado, Eso vuelve.”

Es interesante encontrar aquí esta noc ión de fusión y reabsorción de la Vida-Una,

noción tan f amiliar en la literatura inda. El versículo siguiente nos parece, por lo tanto,

muy f amiliar:

“Todas las cosas bajo el cielo han salido de Eso considerado com o existente

(innominado). Esa existencia, ella m ima ha salido de Eso considerado com o no

existente (e innom inado).”

A fin de que el Universo pueda llegar a ser, lo Inm anifestado debe engendrar lo

Único, de donde proceden la Dualidad y la Trinidad:

“El Tao produjo el Uno; el Uno produjo el Dos; el Dos produjo el tres; los Tres

produjeron todas las cosas. Todas las cosas dejan tras sí la obscuridad (de donde han

salido) y avanzan para abrazar la luz (de la que em ergen) en tanto que se arm onizan por

el soplo de vida.”

El “Soplo del Espacio” estaría m ejor traducido. Habiendo salido Todo de Eso, Eso

existe en Todo:

“El Gran Tao penetra todas las cosas. Se le encuentra a la derecha y a la izquierda...

envuelve todas las cosas com o en un traje y no tiene la pretensión de dom inarlas. Puede

nombrarse en las cosas m á s pequeñas. Todas las cosas retornan (a su raíz y

desaparecen) sin saber que es El quien presid e su vuelta. Puede nom brarse en las cosas

má s grandes.”

Chwang-ze (400 a J.C.) en su exposición de enseñanzas antiguas, alude a las

inteligencias espirituales procedentes del Tao:

“Tiene en sí mismo su raíz y razón de ser. Antes que hubiera cielo y tierra, en los

má s rem otos tiem pos, existía con toda segur idad. De El proviene la m isteriosa

existencia de los espíritus y la m isteriosa existencia de Dios.”

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Sigue una lista de los nom bres de esas inteligencias. Com o el papel preponderante

que desem peñan tales seres en la religión china es m uy conocido, creo inútil m ultiplicar

las citas sobre el particular.

El hom bre es considerado com o una trinidad, y el Taoísm o, según Mr. Legge,

reconoce en él, espíritu, inteligencia y cuerpo; división que aparece clara en el Clásico

de la Pureza, cuando se dice que el hom bre de be libertarse del deseo para unirse con el

Único:

“El Espíritu del hom bre am a la pureza, pero su pensam iento le trastorna. El

pensamiento del hom bre am a la tranquilidad, pe ro sus deseos le arrastran. Si pudiera

deshacerse constantem ente de sus deseos, su pensamiento se tranquilizaría. Si su

pensamiento queda lim pio, su espíritu se pur ifica........ La razón por la cual los hom bres

son incapaces de llegar a ese estado, estrib a en que no lim pian su pensamiento ni

abandonan sus deseos. Si el hom bre llega a exim irse de sus deseos, cuando m ira

interiorm ente su pensam iento no es él; cuando exteriorm ente su cuerpo no es él; y

cuando dirige sus ojos m á s lejos, hacia las co sas de fuera, nada hay de com ún entre ellas

y él.”

Tras la enum eración de las etapas que conducen al estado de tranquilidad perfecta se

pregunta:

“En ese estado de reposo independiente del lugar ocupado, ¿ cómo puede surgir el

deseo? Y cuando ningún deseo surge, entones nace la calma real y el verdadero reposo.

Esta, calm a real llega a ser una cualidad constante y responde (sin error) a las cosas

exteriores. Ciertam ente esa cualidad real y c onstante tiene en su posesión la naturaleza.

En este reposo y tranquilidad constantes se encuentra la pureza y el reposo verdaderos.

Quienquiera que posea esa absoluta pureza entra gradualm ente en el (la inspiración del)

verdadero Tao.”

Las palabras inspiración del , añadidas por el traductor, velan m á s bien que esclarecen

el sentido; porque entrar en el Tao está conf orm e con la idea expresada y con lo que se

dice en otras escrituras sagradas.

El Taoísmo insiste mucho en la abdicaci ón del deseo. Un com entador del Clásico de

la Pureza observa que la com prensión del Ta o depende de la absoluta pureza, y que “la

adquisición de esa pureza absoluta depende enteram ente de la abdicación del Deseo;

urgente lección práctica que surge de este tratado.”

El Tao Teh Ching dice: “Siem pre sin deseos hem os de hallarnos si querem os

profundizar todo el m isterio, pues poseídos por el deseo, sólo podrem os conocer lo

externo.”

No parece que la reencarnación se en señara de m odo que pudiera com prenderse,

aunque se encuentran pasajes que im plican una adm isión tácita de la idea fundam ental,

considerando al ser a través de sucesivos n acimientos, así anim ales como hum anos.

Chwang-ze nos refiere la historia original e instructiva de un m oribundo al que su am igo

dice:

“El Creador es grande en verdad” ¿ Q ué hará de ti ahora? ¿ D ónde te llevará? ¿ H ará de

ti el hígado de un ratón o la pata de un in secto? Szelai respondió: Dondequiera que un

Padre diga a su hijo que vaya, al este, al oe ste, al sur o al norte, el hijo obedece... He

aquí un gran fundidor ocupado en fundir el m eta l. Si el m etal se endereza de pronto (en

el crisol) y dice “yo quiero ser un (espad a parecida al) Moijsh”, el gran fundidor

encontraría la cosa seguram ente extraña. Pues del m ismo modo, si una form a en

camino de am oldarse gritara: “Yo quiero ser un hom bre, quiero ser un hom bre”, el

Creador encontraría la cosa con toda se guridad sorprendente. Una vez com prendido

que el cielo y la tierra no son sino un vasto cr isol y el Creador un gran fundidor, ¿ a qué

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parte podrá obligarnos ir que no nos convenga? Nacem os como de un sueño tranquilo y

morim os en calmoso despertar.”

Si pasam os a la quinta raza, la raza Aria, encontrarem os las mismas enseñanzas

incorporadas a las m á s antigua y grande de la s religiones arias: la religión Brahm á nica.

La Eterna Existencia se proclam a en el Chhâdogyopanishad com o "exclusivam ente una

y sin par”. Dice:

“Quiero eso: m ultiplicar para el bien del Universo.”

El suprem o Logos, Brahm an, es triple: ser, consciencia y bondad; y de él se dice:

“De Este procede la vida, la inteligencia y todos los sentidos; el ét er, el aire, el fuego,

la tierra que lo soporta todo.”

En ninguna arte se pueden encontrar desc ripciones m á s grandiosas del Ser Divino que

en las escrituras indas. Son tan fam iliares que bastarán para el caso breves indicaciones.

He aquí algunas m uestras de esas joyas preciosas que se encuentran con profusión:

“Manifestado, próxim o, m oviéndose en lo secreto, perm anece grave donde reposa

todo lo que se m ueve, todo lo que respira y cierra los ojos. Entiende que hay que

adorar. Esto, a la vez ser y no ser, lo m ejor, m á s allá del conocim iento de todas las

criaturas. Lum inoso, m á s sutil que lo sutil; de El han salido los m undos con sus

habitantes. Esto es el im perecedero Brahm an; Esto es tam b ién Vida, Voz y

Pensam iento... En la diadem a de oro m á s elevado, está el inm aculado, el invisible

Brahm an; es la pura luz de las Luces, conocida por los que conocen el yo... el

imperecedero Brahm an esta delante, detrás, a la derecha, a la izquierda, arriba y abajo,

penetrando todas las cosas. Brahm an es en verdad Todo y lo m ejor”.

“Más allá del Universo, Brahm an, el S uprem o, el Grande, está oculto en todos los

seres según sus cuerpos respectivos, soplo único de todo el Universo, el Señor;

conociéndole (los hom bres) se hacen inm ortales. Conozco ese Espíritu poderoso, Sol

que brilla m á s allá de las tinieblas... yo le conozco indestructible, antiguo, el alm a de

todos los seres, om nipresente por naturaleza, el que es llam ado Sin Nacim iento por los

que conocen a Brahm an, a quien llam an el Eterno.”

“Cuando no hay tinieblas ni día ni noche ni ser ni no ser, Shiva únicam ente (subsiste)

todavía. Es indestructible. Debe ser ador ado por Savitri; de El ha salido la Sabiduría

antigua. Ni en el principio ni en el fin, ni en su medio puede com prenderse. No hay

nada com parable a El, cuyo nom bre es gloria infinita. La m irada no puede determ inar

su form a, pues no pueden contem plarla los oj os. Los que le conocen por el corazón y

por la inteligencia, m oran en su corazón y se inm ortalizan.”

La idea de que el hom bre en su yo inte rior es idéntico al yo del universo (“Yo soy

Aquél”), esa idea, im pregna tan prof undam ente todo el pensam iento indo, que

comúnm ente se designa al hom bre com o: “la ciudad divina de Brahm a”, “la ciudad de

las nueve puertas”, y se dice “que Dios reside dentro de su corazón”.

“No hay m á s que una m anera de ver el Ser indem ostrable, eterno, inm aculado, m á s

elevado que el éter, sin nacim iento, la gran Alm a eterna... Esa gran Alm a, sin

nacimiento, es la m isma que reside com o alma inteligente en todas las criaturas vivas, la

misma que m ora com o el éter en el corazón. ¡En él duerm e! A ella están som etidas

todas las cosas; es el Soberano Señor de todas ellas. No puede acrecentarse por las

buenas obras ni dism inuirse por las m alas. Quien todo lo gobierna es el Soberano Señor

de todos los seres, el conservador de todos, el puente y el soporte de los m undos que les

impide caer y destruirse” (Brihadaranyakopa nishad, IV). iv. 20-22 Trad. Del Dr. E.

Roer).

Cuando se considera a Dios com o Aque l que desarrolla el universo, aparece con toda

claridad su triple carácter, en Shiva, Vi shnu y Brahm a, o tam b ién en Vishnu durm iendo

sobre las aguas. El Loto nace de su seno y en el Loto Brahm a. El hom bre es

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igualm ente triple según el Mundakopanisha d, el yo está condicionado por el cuerpo

físico, el cuerpo sutil y el cuerpo m ental, el evándose luego, fuera de todos esos m edios,

en el único sin dual. De la Trim urti (T rinidad) proceden los num erosos dioses

encargados de dirigir el universo, y de ella se dicen en él:

“Adorad, ¡OH dioses!, a Aquel que, im agen del año, cum ple el ciclo de sus días.

Adorad esa Luz de las luces, com o la eterna vida.” (VI –iv – 16.).

Es superfluo decir que el brahm anismo enseña la doctrina de la reencarnación, pues

toda su filosofía de la existencia descansa sobre la peregrinación del alm a a través de

sucesivas m uertes y nacim ientos. No hay un solo libro que no reconozca esta verdad.

El hom bre está unido por sus deseos a esa rueda de cam bio, y en consecuencia debe

librarse de ella por el conocim iento, la devoc ión y la extinción de los deseos. Cuando el

alma conoce a Dios se liberta. La inte ligencia purificada por el conocim iento le

contem pla. El conocim iento unido a la devoc ión halla la m orada de Brahm a. Quien

conoce a Brahm a, se convierte en Brahm an. Al cesar los deseos, el m ortal se hace

inmortal, y alcanza a Brahm a.

El budism o, en su m odalidad septentrional, está com pletam ente de acuerdo con las

religiones m á s antiguas, pero en su m oda lidad m eridional parece haber abandonado la

idea de la Trinidad Lógica, com o la Existenc ia Una de donde esa Trinidad procede. El

Logos en su triple m anifestación se designa como sigue: Am itabha, el prim er Logos, la

Luz sin lím ites; Avalokitershvara o Padm apani (Chenresi), el segundo; Mandjusri, el

tercero, representa la Sabiduría creadora y corresponde a Brahm a. El budism o chino

parece que no contiene la idea de una existencia prim era, m á s allá del Logos; pero el

budism o de Nepal postula a Adi-Buddha de qui en Am itabha procede. Eittel considera a

Padm apani como representación de la Providencia com pasiva, y com o correspondiente

en parte a Shiva, pero com o el aspecto de la Trinidad budista que produce las

encarnaciones. Parece m á s bien representa r la m isma idea de Vishnu, al que está

estrecham ente unido por el Loto que tiene en la mano (fuego y agua o Espíritu y

Materia com o elementos prim ordiales del universo).

En cuanto a la reencarnación y al Karm a, son en el budism o doctrinas tan

fundam entales, que no es preciso insistir en e llo sino para señalar la vía de la liberación,

y para observar que com o el Señor Buddha fue un indo que predicaba a los indos,

considera en todo m omento en sus enseñanzas que sus oyentes conocen y profesan las

doctrinas brahm á nicas. Fue purificador y reform ador, pero no iconoclasta; atacó los

errores introducidos por la ignorancia, m á s no las verdades fundam entales de la

Sabiduría Antigua.

“Los seres que siguen el sendero de la Ley, que ha sido bien enseñada, alcanzan la

otra orilla del gran m ar de los nacim ientos y de los m uertos, tan difícil de franquear.”

(Udanavarga. XXIX-37)

El deseo es lo que ata al hom bre, y debe desem b arazarse de él:

Para el preso en las cadenas del deseo es durísim o libertarse, dice el Bienaventurado.

Los hom bres constantes que no se preocupan de la dicha conseguida por los deseos,

rechazan sus lazos y se alejan enseguida (h acia el Nirvana)... La hum anidad no tiene

deseos duraderos: los deseos son transitorios en quienes los experim entan. Libertaos de

lo perecedero y no os detengáis en el lugar de la m uerte.” (Ibíd. II-6-8.)

“El que ha extinguido el deseo de los bien es terrenos, el estado de pecado, los lazos de

la vista y de la carne, que ha descuajado el deseo, ése, digo que es un Brahm an.” (Ibíd.

XXXIII-68)

Y el Brahm an es el hom bre “que está en su últim o cuerpo”. Y se dice que está en él,

quien “conoce sus m oradas (existencias) anteri ores; que ve el ciel o y el infierno; el

Muni que ha encontrado el m edio de pone r fin al nacim iento.” (Ibíd. XXXIII-55.)

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En los exotéricos libros santos hebreos, la idea de la Trinidad no surge claram ente,

aunque la dualidad sea evidente, y el Dios de que se habla en ellos sea sin duda alguna

el Logos y no el único Inm anifestado:

“Yo Soy el Señor y no hay otro; Yo he fo rm ado la luz y he creado la obscuridad; he

hecho la paz y he creado el m al; Yo soy el Señor que ha hecho todas esas cosas.” (Is.

XLVII-7.)

Filón, sin em bargo, expone claram ente la doctrina del Logos; y se la encuentra

tam b ién en el cuarto Evangelio:

“En el principio era el Verbo (Logos), y el Verbo era con Dios, y el Verbo era Dios...

Todas las cosas fueron hechas por él; y nada de lo que fue hecho, se hizo sin él.” (San

Juan I-i-3.)

En la Cábala está claram ente enseñada la doctrina del Uno, de los Tres, de los Siete y

de los m ú ltiples:

“El Anciano de los ancianos, el Desc onocido de los desconocidos, tiene form a y al

mismo tiem po no la tiene. Tiene una form a sobre la que sostiene el m undo. Al m ismo

tiem po, no tiene form a, puesto que no puede comprenderse. Cuando revistió en el

principio esta form a (Kether, la Corona, el Prim er Logos), dejó proceder de sí nueve

luces brillantes (La Sabiduría y la Voz, que con Kether f orm aron la Tríada; luego los

siete Sephiroh inferiores...). Es el Anciano de los ancianos, el Misterio de los m isterios,

el Desconocido de los desconocidos. Tiene una form a que le pertenece, puesto que se

manifiesta a nosotros (a través de ella) co mo el Hom b re Anciano sobre todos, com o el

Anciano de los ancianos, y com o el Suprem o Desconocido entre todos los

desconocidos. Pero bajo esa form a en la que se da a conocer sigue aún desconocido.”

(Zohar— La Cábala, por Isaac Myer, Págs. 274-275.)

Myer indica que la “form a” no es el An ciano de todos los ancianos, que es el Ain

Soph.

Más adelante dice:

“Hay en el Santo de Arriba tres luces que se unen en una, y son la base de la Torah, y

ésta abre la puerta a todos... ¡Venid y ved el misterio de la palabra! Aquí hay tres

grados y cada uno existe por sí m ismo, y, si n embargo, todos son Uno y están unidos en

Uno y no están separados entre sí... Los Tres pr oceden de Uno, Uno existe en tres, es la

fuerza entre Dos, Dos alim entan Uno, Uno nut re m ú ltiples lados, y así Todo es Uno.”

(Ibíd. 373-375-376.)

Es evidente que los hebreos enseñaron la doctrina de la pluralidad de dioses. “¿ Quién

es parecido a ti, ¡OH Señor!, entre los dios es? ” (Éxodo. XV-II.). Consideraban tam b ién

multitud de seres servidores y subordinados: los “hijos de Dios”, los “Ángeles del

Señor”, las “diez cohortes angélicas”.

Sobre el com ienzo del universo el Zohar enseña:

“En el com ienzo era la Voluntad del Rey anterior a toda existencia m anifestada por

emanación fuera de esta Voluntad. Ella dibujó y grabó en la luz suprem a y

resplandeciente del Cuadrante (Tétrada sagrada), las form as todas de las cosas que,

ocultas, debían aparecer m anifestar se.” (Myer.__ La Cábala, Págs. 194-195.)

Nada puede existir en donde la Divinidad no está inm anente. En lo que respecta a la

reencarnación, se enseña que el alm a esta presen te en la m ente divina antes de venir a la

tierra. Si el alm a perm aneciese pura durante su prueba, escaparía el renacim iento; pero

esto parece que sólo fue una posibilidad teórica, porque se dice:

“Todas las alm as están sujetas a la revol ución (metem psicosis); pero los hom bres no

conocen los caminos del Señor, ¡bendito sea! Ignoran la m anera cóm o fueron juzgados

en todo tiem po: antes de haber venido a es te m undo y después de dejarlo.” (Ibíd.,

página 198).

9.

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En las Escrituras exotéricas, así hebraicas com o cristianas, se encuentran rastros de

esta doctrina, com o, por ejem plo, en la creenci a de la vuelta de Elías, y m á s tarde en su

reaparición en la persona de Juan Bautista.

Si m iram os a Egipto, encontrarem os allí desde la antigüedad m á s rem ota, la Trinidad

conocidísim a de Ra (el Padre); Osiris-Isis, com o dualidad o Segundo Logos; y Horus.

Recuérdese el grandioso him no a Am ón-Ra:

“Los Dioses se inclinan ante Tu m ajestad exaltando las alm as del que las ha

engendrado... y te dicen: Paz a todas las em anaciones del Padre inconsciente de los

padres conscientes de los dioses... ¡OH Tú, productor de los seres!, adoram os las almas

que em anan de Ti. Tú nos engendras, ¡OH Desconocido!, y te saludam os adorándote en

cada alm a dios que desciende de Ti y vive en nosotros.” (Citado en La Doctrina Secreta,

Vol. III, Pág. 486, Edic. Inglesa.)

Los “Padres conscientes de los dioses” s on los Tres Logos; el “Padre inconsciente” es

la Existencia Una, llam ada inconsciente por que es infinitam ente m á s y no m enos que la

limitación a la que atribuim os el nombre de conciencia.

En los fragm entos del Libro de los m uer tos, podem os estudiar las concepciones de la

reencarnación del alm a hum ana, de su pe regrinación hacia el Logos y de su unión

fidelísim a con El. El fam oso papiro del “escr iba Ani triunfante en la paz” está lleno de

rasgos que recuerdan al lector las Escrituras de otras creencias. Tales son su viaje a

través del m undo inferior, la esperanza de re stituirse a su cuerpo (form a que tom a la

reencarnación en los egipcios), y en fin su identificación con el Logos:

“Osiris Ani dice: Yo soy el Gran Uno, h ijo del Gran Uno. Yo soy el fuego, hijo del

fuego... He unido m is propios hueso s y m e he hecho entero, sano y joven una vez m á s.

Yo soy Osiris, el Señor de la eternidad.” (XLIII, i, 4.)

En el exam en crítico del libro de los m uertos por Pierret encontram os este

sorprendente pasaje:

“Yo soy el Ser de los nom bres m isteriosos, que se prepara a sí m ismo las moradas para

millones de años” (Pág. 22). “Corazón, que me viene de m i madre, m i corazón es

necesario a m i existencia sobre la tierra... Corazón, que m e viene de m i madre, corazón

que m e es necesario para m i transform ación” (Págs. 113-114).

En la religión de Zoroastro encontram os la concepción de la Existencia Una, figurada

por el espacio ilim itado de donde surge el Logos, Ahura-Mazda el creador:

“Suprem o en omnisciencia y en bondad, sin rival en esplendor, la región de la luz es

la residencia de Ahura-Mazda.” (The B undahis. __Sacred Books of the. East V.3-

4__V.2)

A él se rinde hom enaje en prim er lugar en el Yasna, la principal obra litúrgica de los

zoroastrinos:

“Yo proclam o y cumpliré mi Yasna (culto) hacia Ahura-Mazda, el Creador, el

radiante, el m á s grande y el m ejor, el m á s herm oso (? ) (Para nuestra concepción), el m á s

firm e, el m á s sabio y aquel entre todos los seres cuyo cuerpo es el m á s perfecto, el que

cumple sus fines mas infaliblem ente por el or den equitativo que ha establecido; hacia el

que pone nuestras alm as en la vía recta, el que irradia a lo lejos su gracia creadora de

alegría, que nos ha hecho y form ado, alim entado y protegido, el Espíritu bienhechor

entre todos...” (S. B. of the E. XXXI, Págs. 195-196.)

El adorador rinde luego hom enaje a los Ah meshaspends y a otros dioses; pero el Dios

suprem o manifestado, el Logos, no se represen ta aquel com o Tri-Unidad. Com o entre

los hebreos, hubo en el culto exotérico la tendencia a perder de vista esta verdad

fundam ental. Felizm ente podem os encontrar la huella de su enseñanza originaria,

aunque desapareciera de las creencias popular es. El Dr. Haug, en su Ensayo sobre los

Parsis (Vol. V de Trübner´s Oriental se ries), dice que Ahura-Mazda (Aubarm azd u

10.

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Horm azd) es el Ser Suprem o y que de él fueron engendradas “dos causas prim ordiales,

que, aunque diferentes, estaban unidas y pr odujeron el m undo de las cosas m ateriales,

así como el mundo del espíritu” (página 303).

Esos dos principios fueron llamados gem elos y están presentes en todas las cosas, así

en Ahura-Mazda com o en el hom bre. El uno e ngendra lo real, el otro lo no real, y estos

dos aspectos se convirtieron posteriorm ente en los genios antagonistas del Bien y del

Mal; pero en la enseñanza prim itiva form aban evidentem ente el Segundo Logos, cuyo

signo característico es la dualidad.

Lo bueno y lo Malo son sencillam ente la Luz y las Tinieblas, el Espíritu y la Materia,

los gem elos esencialmente de universo, los Dos procedentes del Uno.

Criticando la idea posterior de los dos ge nios, dice el Dr. Haug: “Tal es la noción

zoroastriana original de los Espíritus creadores, que f orm an sencillamente dos partes del

Ser Divino. Pero ulteriorm ente, a consecuencia de errores y falsas interpretaciones, esta

doctrina del gran fundador fue adulterada y llegó a corrom perse. Spentom ainyush (El

Espíritu Bueno) fue considerado com o uno de los nom bres del m ismo Ahura-Mazda, y

como razón Angrom ainyush (El Espíritu Malo) estaba separado por com pleto de Ahura-Mazda,

se consideró com o su perpetuo enem igo. Así nació el dualism o de Dios y del

Diablo” (Pág. 205).

La opinión de Dr. Haug parece corroborad a por el Gatha Ahunavaiti dado a Zoroastro

o Zaratushtra por los arcángeles el m ismo tiem po que otros Gathas.

En el principio había una pareja gem ela, dos Espíritus, cada uno de actividad

particular, a saber: el bien y el m al... Y es os dos espíritus unidos crearon la prim era cosa

(las cosas materiales): uno la realidad, otro la no-realidad... Y para socorrer esta vida

(para acrecentarla) Arm aiti acudió con sus riquezas , la inteligencia buena y verdadera.

Ella, la eterna, creó el m undo m aterial...

Todas las cosas perfectas, reconocidas com o los seres m ejores, se recogen en la

morada m agnífica de la Buena inteligencia, la Sabia y la Justa.” (Yasna, Págs. 149-151.)

Aquí encontram os los tres Logos. Ahura- Mazda, el prim ero (el principio), la Vida

Suprem a; en El y por El los dos gem elos, el Segundo Logos; luego Arm aiti, la

inteligencia, Creador del Universo, el Ter cer Logos. Mas tarde aparece Mithra y viene

a obscurecer hasta cierto punto, en la religión exotérica la verdad prim itiva. De ella se

ha dicho: “Ahura Mazda la estableció para conservar y velar todo este universo. Nunca

dorm ida, siem pre en vela, guarda la cr eación de Mazda.” (Mihir. Yast. XXVII.

103.__S.b. of the East, XVIII.)

Mithra era un dios subordinado, la Luz del Cielo, com o Varuna era el cielo m ismo,

una de las grandes inteligencias directoras. Las m á s elevadas de esas inteligencias

fueron los seis Ahm eshaspends, presididos por Vohum an, el Buen Pensam iento de

Ahura-Mazda. Ellos son los “que adm inistra n toda la creación m aterial”. (S. B. of the

East, V. Pág. 10, nota.)

La reencarnación no se consigna en las obr as que se han traducido hasta el presente, y

tal creencia no se encuentra tam poco en los países modernos. Pero encontram os en

ellos la idea de que el Espíritu, en el hom b r e, es una chispa cuyo fin es ser un día llam a

y reunirse con el Fuego Suprem o; lo cual implica un desarrollo para el cual es

indispensable el renacim iento. El Zoroastrism o quedará incom prendido m ientras no se

hallen los Oráculos Caldeos y los escritos que a ellos se refieren, porque realm ente de

ahí procede su origen.

Yendo hacia Occidente, hacia Grecia, en contram os el sistem a Órfico, del que Mr. G.

R. S. Mead nos habla en su obra titulada Or pheus. La inefable obscuridad, Tres veces

desconocida, tal era el nom bre dado a la Existencia Una.

11.

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“Según la teología de Orfeo, todas las co sas proceden de un principio inm enso, al que

la pobre y débil concepción hum ana nos obliga a designar con un nom bre, aunque sea

completam ente inefable. Ese principio es, según el lenguaje referente de los egipcios,

una obscuridad tres veces desconocida, en c uya contem plación toda ciencia se convierte

en ignorancia.” (Thom as Taylor, citado en Orpheus, Pág. 94.)

De ahí procede la Trinidad Prim ordial: el Bien universal el Alm a universal y la Mente

universal. He aquí, pues, nuevam ente la Trin idad Lógica, Mr. Mead se expresa en los

siguientes térm inos:

“La prim era tríada que se puede m anifestar al intelecto no es sino una reflexión o

representación de lo que no puede m anifestarse . Sus hipóstasis son: a) el Bien que es

supra-esencial; b) el Alm a (el alma del m undo), esencia auto-determ inante; c) El

Intelecto (o la Inteligencia), que es una es encia indivisible e inm utable.” (Ibíd., Pág. 94.)

Luego viene una serie de Triadas si empre descendentes, que con decreciente

esplendor reproducen las características de la prim era hasta llegar al hom bre, que

contiene en sí m ismo potencialm ente la sum a y la substancia del universo... la raza de

los hom bres y de los dioses es una”. (Pinda r, que era uno de los pitagóricos, citado por

San Clem ente, Strom , v, 709.) “Por eso se ha llam ado al hom bre m icrocosm os o mundo

pequeño, para distinguirle del m acrocosm os, universo o m undo grande”. (Ibíd., Pág.

271.)

El hom bre posee el vodg (Nous) o inteligencia real, el soloy (Logos) o parte racional y

el akoyoc (alogos) o parte irracional; las dos prim eras form an cada una Triada nueva, y

presentan así la división septenaria m á s elaborada. El hom bre era considerado tam b ién

como poseedor de tres vehículos: el cuerpo físico, el cuerpo sutil y el cuerpo crucif orm e

o auyoelong (Augoeides), que “es el cuerpo causal o vestido Kárm ico del alm a, donde

se acumula su destino, o m as bien todos los gérm enes de la causalidad pasada. Esta es

aquí el “alm a hilo”, com o se le llama a veces, el cuerpo que pasa de encarnación en

encarnación”. (Ibíd., Pág. 284.)

En cuanto a la reencarnación: “de acuer do con todos los adeptos a los m isterios en

todos los países, los órficos creían en ella”. (Ibíd., Pág. 292.)

Mr. Mead cita en apoyo de su aserto numerosos testim onios y dem uestra que Platón,

Em pédocles, Pitágoras y otros enseñaron tal doctrina. Únicam ente por la virtud podían

los hom bres ligarse de la “Rueda de las vidas”.

Taylor, en las notas a sus “Obras Selectas de Plotino”, cita un pasaje de Dam ascio a

propósito de las enseñanzas de Platón sobre lo que hay m á s allá del Uno, la Existencia

In-m anifestada:

“Parece, en verdad, que Platón nos lle va inefablem ente a través del Uno com o

interm ediario hasta lo Inefable m á s allá del Uno, que es actual objeto de nuestra

discusión. Llega por una ablación del Uno, co mo llega al Uno por una ablación de las

dem á s cosas... Lo que está m á s allá del U no debe honrarse con perfectísim o silencio...

El Uno, en verdad, quiere existir por sí mismo sin ningún otro. Pero lo Desconocido

má s allá del Uno es absolutam ente inefable , y confesam os que no podem os conocerle ni

ignorarle, aunque está recubierto por nosotro s de un velo de súper ignorancia. Por

consecuencia, estando próxim o de Eso, el Uno está por sí obscurecido: pues estando

próxim o del principio inm enso, si se m e perm ite decirlo así, está en cierto m odo en el

santuario de ese silencio verdaderam ente m ístico... El principio está por encim a del Uno

y de todas las cosas, porque es m á s sencillo que cada uno de ellos” (páginas 341 – 343).

Las escuelas pitagóricas, platónica y ne oplatónica tienen tantos puntos de contacto

con el pensamiento indo y budista que es eviden te su derivación de una fuente única. R.

Garbe, en su obra Die Sam khya Philosophie (III. Págs. 85-105) señala esos puntos, y su

opinión puede resum irse así:

12.

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Lo m á s sorprendente es la sem ejanza __o m ejor dicho, la identidad— de la doctrina

del Uno o del Único en los Upanishads y en la escuela de Elea. La doctrina de

Xenóf anes sobre la unidad de Dios y del Co smos y sobre la inm utabilidad del Único, y

s aún la de Parm énides, que consideraba la realidad com o atributo exclusivo del

Único increado, indestructible y om nipotente , m ientras que todo lo que es m ú ltiple y

está sujeto a cam bio sólo es apariencia, y enseña adem ás que ser y pensar no son sino

una misma cosa; sem ejantes doctrinas son com pletam ente idénticas a la enseñanza

esencial de los Upanishads y a la filosofía Vedanta de donde se derivan. En época m á s

rem ota todavía, la opinión de Tales, de que todo lo existente ha salido del agua, se

parece sorprendentem ente a la doctrina védica, según la cual el universo salió del seno

de las aguas. Más tarde Anaxim andro a doptó com o origen de todas las cosas una

Substancia eterna, infinita e indefinida de donde proceden todas las substancias

definidas y a la que vuelven; hipótesis idénti ca a la que se encuentra en el fondo de la

filosofía Sankhya, a saber, la Prakriti, fuer a de la cual se desarrolla todo el aspecto

material del Universo. Y la frase célebre expresa la opinión característica de la doctrina

Sankhya de que todas las cosas se m odifican continuam ente, sin cesar, bajo la actividad

incesante de las tres gunas. Em pédocles, a su vez, ense ño un sistem a de trasm igración y

evolución idéntico en sum a al Sankhya, y así su teoría de que nada puede venir a la

existencia si de antem ano no existe, presenta una identidad aun m á s estrecha con una de

las doctrinas características de la citada f ilosofía.

Las doctrinas de Anaxágoras y de Dem ócrito están en m uchísim os puntos en íntim a

conform idad con las doctrinas indas, es pecialmente las ideas del segundo sobre la

naturaleza y el papel de los dioses. Lo mismo puede decirse de Epicuro, sobre todo

respecto de algunos detalles. Pero sobre todo en las doctrinas de Pitágoras encontram os

má s íntim a y frecuente identidad en la ense ñanza y en la argum entación, y la tradición

explica esas analogías diciendo que el m ismo P itágoras visitó la India y aprendió en ella

su filosofía.

En tiem pos má s recientes vem os que algunas ideas notoriam ente sankhyas y budistas

juegan un papel preponderante en el pensam iento gnóstico. El extracto siguiente de

Lausen, citado por Garbe (Pág. 97), nos ofrece un ejem plo:

“El budism o, en general, establece una distinción clarísim a entre el Espíritu y la Luz,

no considerando a esta últim a como inmaterial . Sin em bargo, se encuentra tam b ién en

esta religión una enseñanza que se aproxi ma mucho a la doctrina gnóstica. Según esa

enseñanza, la Luz es la m anifestación del Espír itu en la m ateria, en la que la Luz puede

aminorarse y totalm ente obscurecerse. En este últim o caso la Inteligencia acaba por

caer en com pleta inconsciencia. De la S uprem a Inteligencia se dice que no es Luz ni

No-luz, ni Obscuridad ni No-obscuridad, puesto que todas esas expresiones indican

relaciones entre la Inteligencia y la Luz, relaciones que no existen desde el origen; y

únicam ente cuando m á s tarde la Luz envuelve a la Inteligencia, le sirve de interm ediaria

en sus relaciones con la Materia. Síguese de ahí que la Teoría budista atribuye a la

Suprem a Inteligencia el poder de engendrar la Luz fuera de sí, y en esto están tam b ién

de acuerdo el budism o y el gnosticism o.”

Garbe observa aquí, que la concordancia entre los puntos exam inados del gnosticism o

con los de la filosofía Sankhya, es m á s completa todavía que con el budism o. Así,

mientras esa m anera de ver las relaciones entr e la Luz y el Espíritu pertenece a una fase

muy reciente del budism o, y no form a el car ácter esencial del m ismo, la filosofía

Sankhya, por el contrario, enseña con precisión y claridad que el Espíritu es Luz. Más

recientem ente aún, la influencia del pens amiento Sankhya se encuentra claram ente

notada en los neoplatónicos, hasta el punto de que la doctrina del Logos o del Verbo,

aunque no de origen Sankhya, revela en sus de talles que fue tom ada de la India, donde

13.

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tan preponderante papel en el sistem a brahm á nico desem peña la concepción de Vach, el

Verbo divino.

Pasando a la religión cristiana, contem poránea de los sistem as gnóstico y

neoplatónico, encontrarem os sin esfuerzo la m ayoría de las básicas enseñanzas que nos

son familiares.

El triple Logos aparece en la Trinidad. El prim er Logos, fuente de toda vida, es el

Padre; el segundo, dualístico, es el Hijo, el Dios-hom bre; y el tercero, la Inteligencia

creadora, él es Espíritu Santo, que al m overs e en las aguas del caos da existencia a los

mundos. Luego vienen los “siete espíritus de Dios” y las cohortes de ángeles y

arcángeles.

Es indiscutible la Existencia Una de donde todo procede y a donde todo vuelve, cuya

naturaleza nadie puede descubrir. Pero lo s grandes doctores de la iglesia católica

postulan siem pre la insondable Divinidad in comprensible, infinita, y, por lo tanto,

necesariam ente Una e indivisible. El hom bre está hecho a “im agen de Dios”. Es, pues,

triple en su naturaleza: espíritu, alm a y cuerpo. Es la m orada de Dios, el tem plo de

Dios, el tem plo del Espíritu Santo; frases que son eco fiel de la enseñanza inda. En el

Nuevo Testam ento la doctrina de la reen carnación está m á s fácilm ente adm itida que

claram ente enseñada. Así, Jesús, al hablar de San Juan Bautista, declara que es Elías

“que debe venir”, haciendo alusión a las pala bras de Malaquias: “Yo os enviaré a Elías

el profeta”. Y m á s adelante, en otro luga r, a una pregunta acerca de que la venida de

Elías había de preceder a la del Mesías, contesta: “Elías ha venido ya y ellos no le han

conocido”. Vem os a los discípulos sobrentender una vez m á s la reencarnación cuando

preguntan si un hom bre nace ciego en castigo de sus pecados, Jesús, en su respuesta, no

rechaza la posibilidad del pecado prenatal; se contenta con no considerarlo com o causa

de la ceguera en aquel caso. La frase ta n notable del Apocalipsis (III. 12): “A quien

venciere, le haré colum na en el Templo de m i Dios, y no saldrá jam á s fuera”, se ha

considerado com o significativa de la liber ación de la reencarnación. Los escritos de

algunos Padres de la Iglesia abogan con m ucha claridad a favor de una corriente

creencia en la reencarnación. Algunos pretenden que enseñan únicam ente la

preexistencia del alm a; pero sem ejante opinión no m e parece corroborada por los textos.

La unidad de enseñanza m oral no es m enos sorprendente que la identidad de las

concepciones del universo y los testim onios de todos los que, fuera de su prisión de

carne, llegan a la libertad de las esperas superiores. Es claro que ese cuerpo de

enseñanza prim ordial fue confiado a guardas inteligentes que lo enseñaron en las

escuelas y form aron los discípulos. La iden tidad de esas escuelas y su disciplina se

evidencia al estudiar su enseñanza m oral, las condiciones im puestas a los discípulos y

los estados m entales y m orales a que llegaban.

En el Tao Teh Ching encontram os una di stinción m ordaz entre las diversas categorías

de estudiantes:

“Los estudiantes de la clase m á s elevada, cuando oyen hablar del Tao, lo practican

sinceram ente. Los de la clase m edia, ta nto parecen seguirle com o abandonarle; y los

estudiantes de la clase inferior, cuando oyen ha blar de él, se ríen grandem ente.” (S. B.

of East, XXXIX. Op. cit. XLI-i).

En el m ismo leemos:

El sabio pone su propia persona la últim a, hallándola, sin em bargo, la prim era. La

trata com o extraña, y sin em bargo la preser va. ¿ N o es por carencia de fin personal y

privado por lo que tales fines se realizan? (VIII. 2.). Está desprovisto de vanidad y por

eso brilla; no tiene presunción y por eso se le distingue; no se vanagloria y se le

reconoce m é rito; no se m uestra suficiente y por eso adquiere superioridad; y porque está

libre de toda lucha, nadie puede luchar cont ra él. (XXII.2.) No hay crim en mayor que

14.

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alimentar la am bición; ni calam idad m á s gr ande que estar descontento de la propia

suerte; ni falta m á s gravísim a que el dese o de obtener. (XLVI.2.) Para los que son

buenos (conm igo), soy bueno, y tam b ién para los que no lo son; así (todos), por ser

sinceros. (XLIX.I.) El que posee abundant emente todos los atributos (del Tao)

aseméjase a un niño. Los insectos venenos os no le morderán, las fieras no le

acometerán y las aves de rapiña no le tocará n. (LV.I.). Tengo tres cosas preciosas que

estim o y guardo con el m ayor cuidado. La prim era es la dulzura; la segunda, la

economía; y la tercera, no codiciar lo de otr o... La dulzura está segura de vencer aún en

el comb ate, m anteniéndose con firm eza. El cielo salvará al que la posee, pues

(precisam ente) su dulzura le protegerá (LXVII.2-4.)

En los indos había discípulos escogidos , considerados com o dignos de instrucción

especial, a quienes el “Gurú” transm itía la enseñanza secreta, m ientras que las reglas

generales de la vida m oral pueden recopilars e en las Leyes de Manu. Los Upanishads, el

Mahabharata y m uchos otros tratados:

“Que se diga lo que es verdad y lo que agrada; que no se profiera ni verdad

desagradable ni falsedad agradable: tal es la ley eterna. (Manu, IV. i38.) No haciendo

mal a ningún ser se acum ulan poco a poco mé ritos espirituales (IV.238.) Para ese

hom bre dos veces nacido que no ocasiona el menor daño a los dem á s seres creados, no

habrá daño alguno (de ninguna parte) el día en que se liberte de su cuerpo. (VI.40.)

Aquel que sufre con paciencia las injurias, no insulta a nadie ni se hace a consecuencia

de su cuerpo (perecedero) enem igo de ni nguno. El que no responde con cólera a la

cólera, con su pensam iento fijo en el Yo buscando en el Yo su refugio, purificados por

el fuego de la sabiduría, m uchos entran en m i Ser. (Bhagavad Gita, IV. io) El suprem o

gozo para el yogui, cuyo m anas (la inteligencia) está en calm a, cuya naturaleza pasional

está apaciguada, es estar sin pecado y ser como un Brahm an. (VI.27.). El hom bre que

no tiene resentim ientos con ningún ser, el hom bre am igo y com pasivo, sin apegos, sin

egoísm os, equilibrado en el placer y en el dolor, am ante de perdón, que siem pre está

atento, es arm onioso, y dueño de sí. Y el que ha consagrado su pensam iento (m anas) y

su corazón (buddhi), ese am igo m ío, m e es querido en verdad.” (XII. 13-14.)

Pasem os a Buda. Le encontram os rodea do de arhats a quienes transm ite enseñanzas

secretas. Su doctrina pública nos enseña que:

El sabio, por la sinceridad, la virtud y la pureza, se transform a en una isla que m area

alguna puede sepultar. (Udanavarga, IV. 5) El sabio en este m undo conserva

preciosam ente la fe y la sabiduría, que s on sus grandes tesoros, y rechaza toda otra

riqueza. (X.9.) Quien alim ente rencor cont ra los que le quieren m al, jam á s podrá ser

puro; y en cam bio, quien no lo alim enta, paci fica a los que le odian. Com o el odio es

fuente de m iseria para la hum anidad, el sa bio no conoce el odio. (XIII.12.). Triunfad de

la ira no encolerizándonos, triunfad del m al por el bien, triunfad de la m entira por la

verdad (XX.18.)

El Zoroastrism o enseña a loar a Ahura-Mazda. Dice:

“¿ Lo herm osísimo, lo puro, lo inm ortal, lo brillante, todo esto es bueno. Honrem os al

espíritu bueno, al reino bueno, la ley buena, y la buena sabiduría. (Yasna, XXXVII.)

Que el contento, la bendición, la inocencia y la sabiduría de los puros descienda a este

lugar. (Ibíd., LIX.) La pureza es el m ejor bien. Los dichosos son los m á s puros en

pureza (Ashem vohu.) Todos los buenos pensam ientos, las buenas palabras, las buenas

acciones se realizan con conocim iento. T odos los m alos pensamientos, las m alas

palabras, y las m alas acciones se realizan sin conocim iento. (Mispa Kum ata.)”

(Extractos del Avesta en Ancient Iranian and Azoroastrian Morals, por Dhunjibhoy

Jam setji Medhora.)

15.

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Los hebreos tuvieron sus “escuelas de pr ofetas” y en su Cábala y obras exotéricas

encontram os las enseñanzas m orales aceptadas:

“¿ Quién subirá la cuesta del Señor y se m antendrá en su santo lugar? El que tenga

limpios el corazón y las m anos, el que no esté henchido de vanidad ni jure en falso (PS.

XXIV.3, 4.) ¿ Q ué exige de ti el Señor, sino obrar justam ente, ser m isericordioso e ir

hum ildem ente con tu Dios? (Mich VI.8.) Los labios de la verdad se afirm arán para

siempre, pero una lengua em bustera sólo durará un instante. (Prov. XII. 19.) ¿ P or

ventura no es ésta la abstinencia que escogí ? : rom pe las ataduras de im piedad, desata

los pesados haces, despacha libres a aquello s que están quebrantados y quebranta todo

yugo. Parte con el ham b riento tu pan y a lo s pobres y peregrinos m é telos en tu casa;

cuando vieres al desnudo cúbrelo y no desperdicies su carne (Is. LVIII. 6,7.)”

Tamb ién el m aestro cristiano tenía enseñanzas secretas para los discípulos y les hacia

esta recom endación: “No arrojéis a los perro s lo que es sagrado, ni echéis m argaritas a

los puercos.” (Mat.VII.6.) Para la enseñanza pública podem os tom ar las

bienaventuranzas del Serm ón de la Montaña así com o los siguientes preceptos:

“Más yo os digo: Am ad a vuestros enem igos; haced bien a los que os aborrecen, y

rogad por los que os persiguen y calum nian... Sed, pues, perfectos, así com o vuestro

Padre celestial es perfecto. (Mat.V. 44, 48.) El que halle su alm a la perderá, y el que

perdiere su alm a por m í la hallará. (X.39.). Cualquiera, pues, que se hum illare com o

este niño éste es el m ayor en el reino de lo s cielos. (XVIII.4.) Mas el fruto del espíritu

es: caridad, gozo, paz, paciencia benigni dad, bondad, longanim idad, m ansedum bre, fe,

modestia, continencia, castidad. Contra esas cosas no hay ley. (Galátas. V.22, 23.)

Am aos los unos a los otros, porque el am or viene de Dios y quien am a nace de Dios y le

conoce. (Juan, IV.7.)

La escuela de Pitágoras y la de los neopl atónicos perpetuaron la tradición en Grecia.

Sabem os que Pitágoras adquirió parte de su sa ber en la India, así com o Platón estudió y

fue iniciado en las escuelas de Egipto. De las escuelas griegas tenem os inform aciones

muy precisas, m á s que de otra alguna de la an tigüedad. La de Pitágoras tenía discípulos

juram entados de una parte, y de otra una disc iplina externa. El círculo interior pasaba

por tres grados en cinco años de prueba. (P ara m á s detalles, véase Orpheus, de G. R S.

Mead, Págs. 263 y siguientes) La disciplina externa se describe así:

“Es menester ante todo entregarnos a Dios por com pleto. Cuando un hom bre reza, no

debe pedir ningún beneficio particular, plenam ente convencido de que recibirá lo que es

justo y conveniente, según la sabiduría divi na y no según el interés egoísta de sus

deseos. (Diod. Sic. IX.4i.) Únicam ente por su virtud llega el hom bre a la

bienaventuranza, y esto es privilegio ex clusivo del ser racional. (Hippodam o, De

Felicitate, II.284) En sí, por su propia na turaleza, el hom bre no es bueno ni dichoso,

pero puede serlo por la enseñanza de la verdadera doctrina ( mathesios cai pronaias

potideetai ). (Hippo. Ibid.) El deber m á s sagrado es la piedad filial. “Dios derram a sus

bendiciones sobre quien honra y reverencia al autor de sus días”, dice Pam pelus. (De

Parentibus, Orelli. Op. Cit., II.345.) La i ngratitud con los padres es el m ayor y m á s

abom inable crim en, escribe Perictiona (Ibid, 350), que se supone fue la m adre de

Platón. La pureza y delicadeza de todas las obr as pitagóricas eran notables. (Oelian,

Hist., Var. XIV.19) En lo que respecta a la castidad y al m atrim onio sus principios son

de absoluta pureza. Al m ismo tiem po, el gr an maestro recom ienda la castidad y la

continencia, pero pide que los casados e ngendren antes de entregarse al celibato

absoluto, a fin de que los hijos se procreen en condiciones de perpetuar la vida santa y la

transm isión de la ciencia sagrada. (Jám b lico, Vit. Pythag.; y Hierocles AP. Stob. Serm .

XLV.14.) Esto es en extrem o interesante, porque encontram os la misma recom endación

en el Manava Dharm a Sastra, el fam oso código indo... El adulterio se condenaba con

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gran severidad. (Jám b., Ibid.) Se prevenía adem ás al m arido que tratase a la m ujer con

extrem a dulzura, porque la había tom ado por compañera ante los dioses. (Véase

Lascaulz. Zur Geschichte der Ehe bei de n Griechen en las MEM. de l´Acad. De

Baviere, VII.107 y siguientes).

El m atrim onio no era unión anim al, sino lazos espirituales. Por eso, a su vez, la m ujer

debía am ar al esposo m á s que a sí m isma y obedecerle en todo. Es interesante hacer

notar que los m ejores caracteres de m ujer que nos presenta la Grecia antigua, fueron

form ados en la escuela de Pitágoras, los mismos que los del hom bre. Los autores

antiguos dicen que esta disciplina logró form ar , no sólo m ejores ejem plos de castidad de

pureza y de sentim iento, sino tam b ién de se ncillez de m odales, perfecta delicadeza y

gusto sin precedentes para las cosas m á s serias . Esto está adm itido hasta por los autores

cristianos. (Véase Justino, XX.4...) Entre lo s miembros de la escuela, la idea de

justicia presidía todas las acciones, observaban la m á s estricta tolerancia y la m á s

perfecta com pasión en sus mutuas relaciones; por que la justicia es el principio de toda

virtud, según Polo (ap. Stob. Serm . VIII, edi. Schow, p.232.) La justicia m antiene el

alma en paz y en equilibrio. Es la m adre de l orden arm ónico en todas las com unidades,

y la que engendra la concordia entre el esposo y la esposa, y el am or entre el am o y el

siervo.

Todo pitagórico estaba ligado por su pala bra, debiendo, en fin, vivir el hom bre de tal

modo que estuviese dispuesto a m orir en cualqui er instante (Hipólito. Filos, VI. — Ibid.

P. 263-267.)

Interesante es la m anera cóm o se consideran las virtudes en las escuelas

neoplatónicas. Se establece en ellas clara di stinción entre la sim ple moralidad y el

desarrollo espiritual. En otros térm inos, como dice Plotino, “el fin no está en ser

inmaculado, sino en llegar a Dios”. El prim er grado consistía en hallarse sin pecado al

adquirir las “virtudes cívicas”, que hacen al hom bre perfecto en su conducta (las

virtudes físicas y éticas form aban los grados inferiores); la razón dirigía y em bellecí

entonces a la naturaleza irracional. Luego ve nían las “virtudes catárticas” propias de la

razón pura, libertadoras de los lazos de la generación; después las “virtudes teóricas”,

que elevaban el alm a al contacto de las natu ralezas superiores a la suya; y finalm ente

las “virtudes paradigm áticas”, que le dan a conocer el verdadero ser.

“Síguese de ahí que el que obra según la s virtudes cívicas es un hom bre justo, pero el

que obra por las virtudes catárticas únicam ente es un hom bre dem oníaco, o m ejor un

buen dem onio. El que obra por las virtudes te óricas, ése es un Dios; y el que lo hace

según las virtudes paradigm áticas, ése es el Padr e de los dioses”. (N ota en La Prudencia

intelectual, p.325-332.)

Gracias a diversas prácticas, los discípulos aprendían a abandonar su cuerpo para

elevarse a regiones superiores. Com o una hier ba se saca de su vaina, el hom bre interior

debía deslizarse de su cubierta exterior o corporal. El “cuerpo lum inoso” o “cuerpo

radiante” de los indos es el “cuerpo fusifo rm e” de los neoplatónicos, el en que el

hom bre se eleva para encontrar el yo, “que no puede percibirse ni por el ojo ni por la

palabra ni por los dem á s sentidos (literalm ente , Dioses), ni por la autoridad ni por los

ritos religiosos. Sólo por la sabiduría serena, por la pura ciencia, se puede ver, en la

meditación, al Único Indivisible. Ese yo sutil lo conocerá la inteligencia en que la

quíntuple vía (los sentidos) esté dorm ida. La inteligencia de toda criatura está invadida

por esas vías, pero en cuanto se purifi ca, se m anifiesta el Yo en ella”.

(Mundakopanishad, III. II, 8, 9.)

Sólo entonces puede entrar el hom bre en la región donde la separación no existe, donde

las “esferas han cesado”. G. R. S. Mead, en su introducción a Plotino de Taylor, cita un

pasaje de Plotino en que describe una región que es evidentem ente el Turîya de los indos.

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“Ven igualm ente todas las cosas, no la s sometidas a la generación, sino aquellas en

que reside la esencia. Se ven a sí m ismos en las dem á s. Todo es diáfano en ese lugar,

nada obscuro ni resistente, y todo se ve por cada uno interiorm ente y de parte a parte.

Como la luz encuentra en todas partes la lu z, pues cada cosa contiene en sí todas las

cosas, ve igualm ente todo en cada una. De suerte que todas las cosas están en todas

pares y que todo es todo. Del m ismo modo cada una es todas. El esplendor en ese lugar

es infinito. Porque todo allí es grande, incl uso lo pequeño. El sol en ese sitio es al

mismo tiem po todas las estrellas y cada una es a su vez el sol y todas las dem á s. En

cada una, sin em bargo, predom ina una cualidad diferente, pues al m ismo tiem po todas las

cosas son visibles en cada una. Igualm ente, en ese lugar, el m ovim iento es puro, porque

el movim iento no esta trastornado por un m otor que difiera de él m ismo” (p. LXXIII).

Descripción totalm ente insuficiente, por que ésa es una región que ningún idiom a hum ano

puede describir. Únicam ente quien tuvo los ojos abiertos, pudo trazar esas líneas.

Las concordancias que existen entre las religiones del m undo llenarían seguram ente

un gran volum en; pero el im perfecto esbozo que precede debe bastar com o prefacio al

estudio de la Teosofía, y com o introducción a esta nueva y com pleta exposición de las

verdades antiguas que alim entaron al m undo. Todas esas sem ejanzas revelan una fuente

única, y esa fuente es la Herm andad de la L ogia Blanca, la Jerarquía de los Adeptos que

velan por la hum anidad y la guían en su evolución. Ellas han conservado

constantem ente intactas esas verdades, y de cuando en cuando, según las necesidades de

las épocas, las revelaron a los hom bres. Frutos de m undos m á s elevados, de

hum anidades anteriores, productos de una e volución análoga a la nuestra __evolución

que nos parecerá m á s inteligible a com pletar nuestro estudio— han venido en auxilio de

nuestro globo, y desde los prim eros tiem pos hast a el presente, asistidos por la flor de

nuestra hum anidad, le han prodigado sus cuida dos. Hoy tam b ién instruyen a discípulos

ardorosos y los guían por el estrecho sender o. Hoy tam b ién puede hallarlos quien los

busque, llevando en la m ano, com o ofrenda inic ial, la caridad, la devoción, el deseo

desinteresado de saber a fin de servir. Hoy tam b ién ordenan la antigua disciplina y

descubren los antiguos m isterios. Las dos colum nas de la Logia Blanca son el Am or y

la Sabiduría, y a través de su angosta puerta pueden pasar únicam ente los que han

desem b arazado sus espaldas del fardo del deseo y del egoísm o.

Larga tarea nos aguarda. Com enzando por el plano físico, subirem os lentam ente la

escala del m undo; pero antes de entrar en este porm enorizado estudio, nos podrá ser útil

echar una ojeada a vista de pájaro sobre la evolución y su objeto.

Antes que com enzara a existir nuestro sistem a, un Logos lo concibió todo en su

inteligencia. Todas las fuerzas, todas las form as, todas las cosas que, cada cual a su

hora, surgirán a la vida objetiva, todo está prim eram ente com o idea en el pensam iento

divino.

El Logos trazó entonces la esfera de manifestación en cuyo interior quería desplegar

su energía; y se lim itó a sí m ismo para ser la vida de su Universo.

A m edida que observam os, vem os dibujar se gradualm ente siete zonas sucesivas de

diferente densidad. Siete grandes regione s aparentes, en cada una de las cuales

nacen centros de energía, torbellinos de subs tancia cósm ica que se separan entre sí. En

fin, la separación y a condensación se efectúa n, al m enos en lo que respecta a nuestro

sistem a actual, y vem os ante los ojos un so l central, sím bolo físico del Logos, y siete

grandes cadenas planetarias, com puestas cad a una de siete globos. Si lim itam os ahora

el campo de observación a la cadena de que form a parte nuestro m undo, la verem os

recorrer oleadas sucesivas de vida, form ando los reinos de la naturaleza: prim ero los tres

reinos elem entales; luego los reinos m ineral, vegetal, anim al y hum ano. Lim itando

nuestra m irada al globo terrestre y a las regiones que le rodean, observarem os la

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evolución hum ana, y verem os al hom bre dese nvolver su sí m ismo su propia conciencia

por m edio de larga serie de ciclos vitales.

Concentrando, en fin, nuestra m irada en un solo individuo, podem os seguir su

crecim iento. Verem os que cada ciclo de vida contiene una triple división, y que está

unido a todos los ciclos pasados cuyos resultados cosecha, y a todos los ciclos futuros,

cuyos gérm enes siembra, por ley ineludible. De suerte que el hom bre puede subir la

pendiente en cada ciclo vital contribuyendo a elevarse en m ayor grado de pureza, de

devoción, de inteligencia y de utilidad, hast a llegar donde están los que llam amos Maestro,

prontos a satisfacer a sus herm anos menores la deuda contraída con los Mayores.

Acabam os de ver que la fuente de que todo universo procede es un Ser Divino

manifestado, al que la Sabiduría Antigua, ba jo su form a moderna, da el nom bre de

Logos o Verbo. Este nom bre está tom ado de la filosofía griega; pero expresa

perfectam ente la idea antigua:

La palabra salida del Silencio,

La Voz, el Sonido por el que los m undos surgen a la existencia...

Echem os desde luego una ojeada sobre la evolución del “espíritu—m ateria”, a fin de

comprender m ejor la naturaleza de los m ate riales que nos ofrece el plano del m undo

físico. La posibilidad m isma de la evoluci ón yace en las potencialidades sum ergidas y

ocultas en el espíritu—m ateria de ese m undo físico. Todo el proceso de la evolución es

un desarrollo gradual, espontáneam ente im pelido desde el interior y solicitado

exteriorm ente por seres inteligentes que pue den retardar o acelerar la evolución, sin

sobrepujar nunca la norm a de las capacites inherentes a los m ateriales. Es, pues,

necesario que nos form emos idea de esas etapas prim ordiales de llegar a Ser universal;

pero com o la tentativa de una dilucidación detallada nos llevaría m á s allá de los lím ites

que nos im pone este tratado elem ental, debem os contentarnos con una breve exposición.

Saliendo de las profundidades de la Existe ncia Una, del inconcebible e inefable Uno,

un Logos se im pone a sí mismo un límite , circunscribiendo voluntariam ente la

extensión de su propio ser, para determ inar se en el Dios Manifestado. Al trazarse el

límite de su esf era de actividad, delim ita tam b ién el área de su universo; y en esta esf era

nace, evoluciona y m uere este universo que en el Logos vive, se m ueve y encuentra su

ser. La m ateria del universo es la em anación del Logos, y las fuerzas y las energías del

universo son las corrientes de su vida. Es inmanente y penetrante en cada átom o, y

sostén donde se desarrollan todas las cosas. Es el principio y el fin, la causa y el objeto,

el centro y la circunferencia. Es el fundam ento inquebrantable sobre lo que todo respira.

Esta en todas las cosas y todas están en él. Él. He aquí lo que los guardianes de la

Sabiduría Antigua nos han enseñado sobre el origen de los m undos m anifestados.

Por la m isma fuente sabem os que el Logos se desarrolla en sí m ismo, de sí m ismo, en

una triple form a.

El prim er Logos, fuente del ser.

De el procede el segundo Logos, m anifestando un doble aspecto, vida y form a, principio

de dualidad; los dos polos de la naturaleza ante la cual se tejerá la tram a del universo:

VIDA- FORMA, ESPIRITU- MATERIA, PO SITIVO-NEGATIVO, ACTIVO RECEPTIVO,

PADRE-MADRE DE LOS MUNDOS.

En fin, el tercer Logos, inteligencia universal, en la que existe el arquetipo de toda cosa

y es fuente de los seres, m anantial de las energías form adoras y tesoro donde están

almacenadas todas las form as ideales que se han m anifestado y elaborado en la m ateria

en los planos inferiores durante la evolución del universo.

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Estos arquetipos son fruto de los universos pasados, transm itidos para servir de germ en

al universo presente.

La m anifestación fenom énica de un universo cualqui era, en espíritu y m ateria, es finita

como extensión y transitoria com o duración. Pero las raíces del espíritu y la m ateria son

eternas.

Un profundo escritor ha dicho que el L ogos percibe la raíz de la m ateria

(MULAPRAKRITI) com o velo que cubre la Existencia Una, el Suprem o Brahm an

(Parabrahm an) según la denom inación antigua.

El Logos se reviste de ese velo para producir la m anifestación.

Se sirve del com o de lim ite voluntariam ente im puesto únicam ente para hacer posible su

actividad y del tom a la materia para elabor ar esos universos, siendo la vida anim ación

que guía y rige toda form a. (Por esto ciertos libros sagrados de Oriente le llam an El

Señor de Maya, porque Maya o ilusión es el principio de la Form a. La form a se

considera com o ilusión a consecuencia de su naturaleza transitoria y de sus perpetuas

transform aciones. La vida expresada bajo el velo de la form a es, al contrario, la

realidad.)

De lo que pasa en los planos m á s eleva dos del universo, el séptim o y el sexto, no

podem os tener sino m uy vaga idea. La energí a del Logos, al m overse en un torbellino

de inconcebible rapidez, “abre agujeros en el espacio”, en la raíz de la m ateria; y ese

rem olino de vida lim itado por una envoltura perteneciente a Mulaprakriti, f orm a el

átom o prim ordial. Los átom os prim ordiales y sus agrupaciones diversas, disem inados en

todo el universo, form an todas las subdivisi ones del espíritu—m ateria del sétim o plano,

una parte de esos innum erables átom os prim ordiales determ inan torbellinos en el seno

de agregados m á s densos de su propio plano. El átom o prim ordial, revestido así de una

cubierta de espirales constituidas por com b inaciones má s densas del séptim o plano,

viene a ser el últim o elemento de espíritu—m ateria, es decir, el átom o del sexto plano.

Los átom os del sexto plano, con la infinita variedad d com b inaciones que form an entre

, constituyen las diversas subdivisiones del espíritu—m ateria del sexto plano cósm ico.

Y el átom o del sexto plano, a su vez, de term ina un torbellino en el seno de los

agregados m á s densos de su propio plano, y con esos agregados m á s densos com o

envoltura, viene a ser lo m á s sutil de espír itu—m ateria, es decir, el átom o del quinto

plano. El m ismo proceso se repite luego para form ar sucesivam ente el espíritu—m ateria

de los planos cuarto, tercero, segundo y prim ero. Tales son las siete grandes regiones

del universo, al m enos en lo que conciern e a su constitución m aterial. Por analogía,

podrem os form arnos una idea m á s clara de ello, cuando com prendam os perfectam ente

las modificaciones del espíritu—m ateria de nuestro propio m undo físico. (El estudiante

encontrará esta concepción m á s clara si considera los átom os del quinto plano com o

Atm a, los del cuarto com o Atm a envuelta en la substancia de Buddhi, los del tercero

como Atm a envuelto en la substancia de Buddhi Manas y Kam a; y los del segundo

plano como Atm a envuelta en la substancia de Buddhi Manas Kam a y Sthula. Sólo la

cubierta externa es activa en cada plano; pe ro los principios internos, aunque latentes,

no dejan de estar presentes y prontos a desper tar a la vida activa en el arco ascendente

del ciclo de la evolución)

Él térm ino espíritu- m ateria se em plea con objeto de significar que no hay m ateria

muerta.

Toda m ateria es viva y las partículas m á s pequeñas tienen vida.

La ciencia afirm a con verdad al decir “no hay fuerza sin m ateria ni m ateria sin fuerza”

La fuerza y la m ateria están unidas por indisol uble lazo a través de todas las edades de

la vida del universo y nada puede separarlas.

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La m ateria es la form a y no hay form a que no exprese vida; el espíritu es vida, y no hay

vida que no este lim itada por una form a.

TAMBIEN EL LOGOS,

EL SEÑOR SUPREMO, TIENE EL UNIVERSO POR FORMA,

MIENTRAS DURA LA MANIFESTACION.

La involución de la vida del Logos com o fuerza anim adora de cada partícula y su

envolvim iento sucesivo en el espíritu- m ateria de los diferentes planos, de suerte que los

materiales de cada uno, adem ás de las energí as que le son propias, contienen en estado

latente u oculto todas las posibilidades de f orm a y de f uerza pertenecientes a los planos

superiores, esos dos hechos evidencian la evolución cierta y dan a la m as ínfima

partícula las potencias que, gradualm ente tr ansform adas en poderes activos la capacitan

para entrar en las form as de seres m as elevados. La evolución puede resum irse así en

una sola frase, diciendo que”:

Es el tránsito de las potencias latentes al estado de poderes activos”.

La segunda gran oleada de evolución, la e volución de la form a del yo—conciencia, se

exam inarán m á s adelante.

Estas tres corrientes de evolución que pueden observarse en la tierra con relación a la

hum anidad; fabricación de m ateriales, constr ucción de la casa y desarrollo del ser que

vive en ella, o m ejor, según los térm inos antes em pleados, evolución del espíritu –

materia, evolución de la form a y evolución del yo – conciencia.

Si el lector puede fijarse puede en esta idea, se obtendrá una indicación precisa y útil

para guiarse a través del laberinto de los hechos.

Podem os pasar ahora al exam en detallado de l plano físico, en el que nuestro m undo

existe y al que pertenece nuestro cuerpo carnal.

Lo que ante todo nos llam a má s la atención cuando exam inamos los materiales de este

plano, es su inm ensa diversidad.

Los objetos que nos rodean son de variedad infinita, m inerales, vegetales, anim ales,

todos difieren en su constitución.

Adem ás la m ateria dura o blanda, transparente u opaca, tenaz o m aleable, dulce o

amarga, agradable o nauseabunda, coloreada o incolora. De esa conjunción surgen,

como clasificación fundam ental los tres grande s estados generales de la m ateria: sólido,

líquido y gaseoso.

Un exam en má s atento nos m uestra que los sólidos, líquidos y gases están constituidos

por com b inaciones de cuerpos sim plicísimos, llam ados por los quím icos elementos, que

tam b ién pueden existir en estado sólido, líquido y gaseoso sin intercam biar de

naturaleza.

Así el elem ento quím ico oxigeno entra en la composición de la m adera form ando con

algunos otros elem entos las fibras leñosas só lidas; existe igualm ente en la savia,

form ando con otros elem entos una com b inación líquida, el agua; y finalm ente subsiste

por sí m ismo como gas.

Bajo estas tres condiciones es siem pre oxi geno, y puede adem ás reducirse de estado

gaseoso a liquido y de este al sólido sin de jar de ser oxigeno puro; y lo m ismo ocurre

con los dem á s elementos.

Obtenem os así tres subdivisiones o estados de la materia en explano físico: los sólidos,

los líquidos y los gases. Obtenem os así tres subdivisiones o estados de la m ateria en el

plano físico: los sólidos, los líquidos y lo s gases. Prosiguiendo nuestra indagación

encontram os un curto estado, el éter; e i nvestigaciones todavía m á s minuciosas nos

enseñan que el éter existe bajo cuatro esta dos tan claram ente definidos com o los estados

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sólido, líquido y gaseoso. Tom emos el oxí geno com o ejem plo. Así com o puede

reducirse del estado gaseoso al líquido, y de esta al sólido, tam b ién puede elevarse a

partir del estado gaseoso, a través de los cuatro estados etéreos, de los que el últim o está

constituido por el últim o átom o físico. Cuando este átom o físico se descom pone, la

materia abandona por com pleto el plano físico y pasa al plano superior inm ediato. La

lám ina adjunta presenta tres cuerpos en el estado gaseoso y en los cuatro estados

etéreos. Se observará que la estructura del últim o átom o físico es la misma para todos, y

que la diversidad de los elem entos quím icos se debe a la diversidad de com b inaciones

que form an entre sí esos últim os átom os físicos. La séptim a subdivisión del espíritu—

materia física está form ada, pues, por átom os hom ogéneos. La sexta, por com b inaciones

heterogéneas m uy sencillísim as de esos átom os, cada una de los cuales se conduce

como unidad nueva. La quinta y la cuarta lo están por com b inaciones de creciente

complejidad, condiciéndose cada una tam b ién como unidad. La tercera, en fin, se

compone de organizaciones todavía m á s complicadas, consideradas por los quím icos

como los átom os gaseosos de los elem ento s. En esta subdivisión, gran núm ero de las

comb inaciones consideradas ha tom ado nom bres especiales: oxígeno, nitrógeno, cloro,

etc., y cada com b inación nuevam ente descubier ta otro nom bre a su vez. La segunda

subdivisión se com pone de com b inaciones en estado líquido; unas consideradas com o

elementos, com o el brom o; otras com o compuestos, com o el agua. En fin, la prim era

subdivisión contiene los sólidos que se c onsideran com o elementos: yodo, oro, plom o

etc; o com o compuestos: m adera, piedra, creta, etc.

El plano físico puede servir de m odelo al estudiante, según ese tipo general, podrá por

analogía form arse idea de las subdivisiones de l espíritu—m ateria de los dem á s planos.

Cuando el teósofo habla de un plano, entiende una región com pletam ente com puesta del

espíritu—m ateria en todas las com b inaciones que se derivan de un tipo especial de

átom o. Tales átom os fundam entales son a su vez unidades com plejas organizadas de

materia análoga. Su vida es la vida del Logos, velada bajo m ayor o m enor núm ero de

envolturas, según el plano considerado. Su fo rm a se compone de la m ateria m á s grosera

o materia sólida del plano inm ediato superior. Un plano no es, pues, sólo una idea

metafísica, sino una subdivisión de la naturaleza.

Hasta ahora hem os estudiado los resultados de la evolución del espíritu—m ateria en

nuestro m undo físico, subdivisión la m á s inferior del sistem a a que pertenecem os.

Durante edades sin cuento la corriente de evolución del espíritu—m ateria form ó la

substancia cósm ica, y en los m ateriales de nuestro globo vem os el resultado de ese

trabajo de elaboración.

Pero cuando estudiam os los seres que habitan este m undo físico, tenem os que

considerar la evolución de las form as constituyentes de los organism os aparte de los

materiales.

Cuando la evolución de los m ateriales alcanzó un grado suficiente, la segunda gran

oleada de vida procedente del Logos dio el im pulso a la evolución de la form a y fue la

fuerza organizadora (En tanto que Atm a-buddhi es indivisible en acción, y por esto

denom inada la Mónada, todas las form as tienen Atm a-Buddhi com o vida reguladora.)

de su universo, ayudado en la construcción de form as por m edio de com b inaciones de

espíritu—m ateria, por innum erables cohortes de seres llam ados constructores ( Algunos

de estos Constructores son inteligencias espirituales de orden elevadísim o; pero el

nombre se aplica tam b ién a los elem entos o espíritus de la naturaleza. —V. m á s

adelante el capítulo XII.)

La vida del Logos que reside en el corazón de cada form a es la energía central directora

y regente.

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Es im posible estudiar aquí al porm enor esa construcción de las form as sobre los

planos superiores. Baste decir que todas las form as existen com o idea en la inteligencia

del Logos, y que por esa segunda oleada de vida se manifiesten para servir de m odelos a

los constructores. En el tercero y el segundo plano, las prim eras com b inaciones de

espíritu—m ateria están organizadas de m anera que pueden fácilm ente agruparse en

form as para desem peñar m omentáneam ente el papel de unidades independientes y

encargarse de dar poco hábito de estabilidad al espíritu—m ateria cuando se encuentra

bajo form a de organism o. Este proceso de term ina en el tercero y segundo plano la

existencia de tres reinos llam ados elem entales, y las de substancia que se form a en ellos

llevan generalm ente el nom bre de esencia elem ental. Esta esencia se m oldea, por

agregaciones, en form as que subsisten cier to tiem po para dispersarse en seguida. La

vida expansiva del Logos, o Mónada, evoluci ona descendiendo a través de esos tres

reinos, y alcanza fácilm ente el plano físic o, donde com ienza a agrupar en torno de ella

las partículas de éter que m antiene en form as diáfanas atravesadas por corrientes vitales.

En esas form as se congregan los m ateriales m á s densos, constituyendo los prim eros

minerales. Estos evidencian adm irablem ente, com o puede com probarse viendo

cualquier obra de cristalografía, los datos num éricos y geom étricos que sirven para la

construcción de las form as. Igualm ente nos aseguram os por m uchísim os testim onios, de

que la vida obra en todos los cuerpos m inerales, aunque se encuentre en ellos

verdaderam ente aprisionada, lim itada y reduc ida en sum o grado. El fenóm eno de la

“fatiga de los m etales” m uestra que son tam b ién cosas vivas. Pero baste decir aquí que

la doctrina oculta los considera com o tales, puesto que sabe, según acabam os de ver,

como la vida se encuentra involucionada en ellos.

Habiendo adquirido una gran estabilidad de form a en muchos de los m inerales, La

Mónada evolutiva elabora una plasticidad m á s grande en el reino vegetal, continuando

esa plasticidad con estabilidad provista de organización. Estos caracteres de estabilidad

y plasticidad com b inados, adquieren todaví a expresión m á s equilibrada en el reino

animal y alcanzan finalm ente el sum o equilibrio en el hom bre, cuyo cuerpo físico está

constituido por com puestos m á s instables, que perm iten una gran adaptación, pero que

se unen por una fuerza central de com b inación que resiste a la disgregación general

hasta en las condiciones m á s diversas.

El cuerpo físico del hom bre contiene dos divisiones esenciales; el cuerpo denso, cuyos

elementos están form ados de las tres s ubdivisiones del plano físico, sólido, liquido y

gaseoso; y del doble etéreo, de un gris vi oleta o azulado com penetrado con el cuerpo

material com puesto de m ateriales tom ados de las cuatro subdivisiones superiores del

mismo plano.

La función general del cuerpo físico consiste en recibir los contactos del m undo

exterior y transm itirles al interior com o efectos m ateriales para trabajar sobre ellos, a

fin de allegar conocim iento al ser consciente que reside en el cuerpo.

El doble etéreo llena, adem ás del papel especial de interm ediario, el de agente

transform ador, gracias al cual la energía vita l irradiada por el sol pueda adaptarse al uso

de las partículas m á s densas.

El sol separa nuestro sistem a el gran observatorio de fuerzas eléctricas, m agnéticas y

vitales, que derram a con abundancia.

Estas corrientes vivificadoras se asim ilan por el doble etéreo de los m inerales, los

vegetales y los hom bres y se transform an en las diversas energías vitales necesarias para

cada ser. (La vida solar así apropiada r ecibe el nom bre de PRANA y viene a ser el

soplo de vida de cada criatu ra. PRANA es el nom bre que sirve para designar la vida

universal asim ilada por una entidad de la que esta separada)

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El doble etéreo las absorbe, las especia liza y las distribuye por el cuerpo m aterial. Se

ha observado que, en estado de buena sal ud, el doble etéreo transm ite tam b ién una

cantidad de energía vital m ucho m ayor que la exigida por el cuerpo físico para su

mantenim iento.

El excedente irradia en todos sentidos y puede utilizarse por los organism os má s

débiles.

Se da el nom bre de aura de salud a la porción de doble etéreo que se desborda del

cuerpo físico y que lo rodea algunos centím etros en todos los sentidos.

Se le puede observa sobre toda la superficie del cuerpo en líneas que irradian com o

los radios de una esfera.

Estas líneas se inclinan hacia el suelo cuando hay poca vitalidad y la salud esta

debilitada; pero cuando las fuerzas reviven, i rradian de nuevo perpendicularm ente a la

superficie del cuerpo.

Esta es la energía vital, especializad a por el doble etéreo, que el m agnetizador gesta

para restaurar las fuerzas o curar la enferm edad, y a la que se m ezclan com únm ente

otras corrientes m á s sutiles.

Tal es la causa de la depresión de la energía vital que atestigua el agotam iento del

magnetizador cuando prolonga el exceso de trabajo.

El cuerpo hum ano es sutil o denso en su contextura, según los m ateriales tom ados del

plano físico para su com posición.

Cada subdivisión de la m ateria sum inistra substancias m á s sutiles o m á s densas.

Compárese, por ejem plo, el cuerpo de un carnicero con el delicado sabio. Am bos

contienen sólidos; pero cuanto difiere su cualidad.

Sabem os tam b ién que se puede refinar un cuerpo grosero y hacerse m á s basto uno

delicado.

El cuerpo cam bia sin cesar.

Cada partícula es una vida y las vidas van y vienen.

Un cuerpo vibrante las atrae al m ismo diapasón que ellas y la rechaza un cuerpo de

naturaleza opuesta.

Todas las cosas viven en vibraciones rítm icas, se atraen por la arm onía y se separan

por la disonancia.

Un cuerpo puro rechaza las partícul as impuras porque tienen una vibración

incompatible con la suya; y al contrario, un cuerpo grosero las atrae por el acuerdo de

esas vibraciones.

De lo que se infiere que si el cuerpo cam bia su ritm o de vibración arroja gradualm ente

de su seno los elem entos constituyent es que no pueden vibrar al unísono,

reem plazándolos con otros tom ados de la naturaleza externa m as en arm onía con él.

La naturaleza sum inistra los m ateriales vibrando según todos los m odos posibles y

cada cuerpo ejerce su selección m as adecuada.

En la construcción prim itiva de los cuerpos hum anos, la selección debiese a la

Monada de la Form a; pero ahora el hom bre es un ser consciente y preside, por lo tanto,

su propia construcción.

Por su pensam iento hace resonar la tónica de su arm onía individual y determ ina los

ritm os que son los factores m á s poderosos en las modificaciones continuas de su cuerpo

físico y sus dem á s cuerpos.

A m edida que aum enta su conocim iento, ap rende a edificar su cuerpo físico con ayuda

de una nutrición pura, facilitando él ponerle a diapasón. Aprende así a vivir según el

axiom a de la pureza: “Alim ento puro, pe nsamiento puro y un continuo recuerdo de

Dios”.

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La criatura m á s elevada, si vive sobre el plano físico, es sobre este plano el virrey del

Logos, responsable según la extensión de su s poderes, del orden, paz, y buena arm onía

que debe reinar en dicho plano.

Y ese deber no pude cum plirse sin la triple condición que acabam os de enunciar.

El cuerpo físico, al tom ar sus elem entos de todas las subdivisiones del plano físico, es

apto para recibir im presiones de toda clase y responder a ellas.

Los prim eros contactos serán las má s sencillas y groseras clases, y com o la vibración

emitida por la vida interior en respuesta a la excitación externa suscita entre las

moléculas del cuerpo m ovim ientos correspondien tes, poco a poco el sentido del tacto se

desarrolla sobre la superficie del organism o perm itiendo reconocer la presencia de

objetos.

A m edida que se form an los órganos especiales, para recibir las vibraciones de

determ inados géneros, el valor del cuerpo aum enta y se prepara para ser un dic en

explano físico el vehículo de una entidad propiam ente consciente.

Cuantas m as impresiones diversas puede recibir, m ayor Será su utilidad, porque solo

las impresiones a que pueda responder llegaran a la conciencia de ser encarnado.

Aun ahora, a nuestro alrededor, en la naturaleza física, hay una infinidad de

vibraciones que se nos escapan por com plet o, porque nuestro cuerpo físico es incapaz

de recibirlas, es decir, de vibrar al unísono.

Bellezas inimaginables, sonidos arm oniosos y sutilidades delicadas chocan contra los

muros de nuestra prisión y pasan inadvertidas.

Aun no se ha desarrollado el cuerpo perf ecto que vibrara respondiendo a todos los

estrem ecimientos de la naturaleza com o arpa cólica al soplo del céfiro.

Cuando el cuerpo puede recibir las vibracione s las trasm ite a los centros físicos de su

sistem a nervioso sum amente com plejo. Igualm ente las vibraciones etéreas que

acompañan a todas las vibraciones de los m ate riales m á s densos, se reciben por el doble

etéreo y se transm iten a los centros correspondientes.

La m ayoría de las vibraciones de la m ateria densa se transform an en energía quím ica,

en calor o en otras form as de energía física.

Las vibraciones etéreas ocasionan acciones magnéticas y eléctricas y se transm iten al

cuerpo astral, donde alcanzan la inteligencia.

Así es com o las inform aciones del m undo exterior llegan al ser consciente que habita

en él cuerpo o al “Señor del cuerpo” com o se le llama a veces.

A m edida que las vías de inform ación se perfeccionan por el ejercicio del ser

consciente se desarrolla gracias a los m ateriales que sum inistran a su pensam iento.

Ahora bien:

El bien: hom bre de nuestros días ha e volucionado todavía poco y su doble etéreo no es

suficientem ente arm ónico para transm itirle regularm ente las im presiones recibidas

independientem ente del cuerpo m aterial, así com o tam poco, para fijarlas en el cerebro.

A veces sin em bargo, la transm isión se efectúa y tenem os entonces la clarividencia en

su form a má s inferior, visión por el doble et éreo de los objetos cuya envoltura m á s

material es un cuerpo etéreo.

Como verem os hom bre anim a una serie de vehículos: físico, astral y m ental, y es

importante saber y recordar que, en nuestra e volución ascendente, el vehículo inferior,

el cuerpo físico denso, es el prim ero que rige y racionaliza la conciencia.

El cerebro f ísico es el instrum ento de la conciencia en estado de vigilia sobre el plano

físico, y en el hom bre puro evolucionado la conciencia funciona aquí de un m odo m á s

efectivo que en cualquier otro vehículo. Su s potencias son inferiores a las de los

vehículos m á s sutiles, pero sus realizacione s son má s grandes, y el hom bre se conoce

como “yo” en el cuerpo físico antes de descubrirse en los dem á s.

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Pero si esta m as evolucionado que el prom edio de su raza, no se revelara aquí abajo

sino en los limites perm itidos por su organism o físico, porque de conciencia únicam ente

puede m anifestar sobre el plano físico lo que el vehículo físico es capaz de recibir.

En general el cuerpo denso y el cuerpo etéreo no se separan jam á s en la vida terrestre.

Funcionan juntam ente, en el estado norm al, com o las cuerdas altas y bajas de un

mismo instrum ento cuando se efectúa un aco rde; pero ejercen adem ás funciones

distintas, aunque coordinadas. En condi ciones de poca salud o de sobreexcitación

nerviosa el doble etéreo puede proyectarse anorm almente en gran parte fuera del cuerpo

denso.

Este ultim o tiene entonces una concienc ia muy vaga o se haya en estado de trance

según sea la m ayor o m enor proporción de substancia etérea exteriorizada. Los

anestésicos del cuerpo la m ayor parte del dobl e etéreo, de suerte que la conciencia no

puede afectar su vehículo m aterial ni se r afectada por él, rom piéndose el lazo de

comunicación.

En las personas de organización ahora llamadas MEDIUMS, la separación del cuerpo

etéreo y del cuerpo denso se efectúa fác ilmente, y el doble etéreo exteriorizado

suministra en gran m edida la base física necesaria a las “m aterializaciones”.

Al dorm ir, cuando la conciencia deja el vehículo físico que utiliza en estado de vigilia,

el cuerpo denso y el cuerpo etéreo descansan conjuntam ente.

Pero en la vida del sueño físico funciona independientem ente uno del otro hasta

cierto punto.

Las im presiones recibidas en la vigilia se producen autom á ticam ente en el cuerpo, y el

cerebro m aterial y el cerebro etéreo se llenan ambos de im ágenes fragm entarias e

incoherentes, donde las vibraciones se atrope llan, por decirlo así, entre ellas m ismas,

produciendo las com b inaciones má s grotescas.

Las vibraciones externas vienen igualm ente a afectar esos dos vehículos, y las

comb inaciones (asociaciones) fr ecuentem ente repetidas en estado de vigilia son traídas

nuevam ente a la actividad por corrientes astrales de la naturaleza análoga.

Las imágenes producidas en nuestro sueño engendradas espontáneam ente o

suscitadas por una fuerza externa, se hallan determ inadas en gran parte por la pureza o

impureza de nuestros pensam ientos en estado de vigilia.

Al acaecer el fenóm eno que se llam a muer te, la conciencia se evade y despoja al

cuerpo etéreo de la envoltura densa.

Rom pe así el lazo m agnético que unía esas dos partes del cuerpo físico en la vida

terrestre, y el ser consciente perm anece envuelto por algunas horas, en su vestido etéreo.

A veces se m anifiesta en tal estado a las personas que están cerca del. Bajo una

form a nebulosa, vagam ente consciente y m uda; el fantasm a.

El doble puede igualm ente verse después que el ser consciente se ha evadido del,

flotando sobre la tum b a donde el cadáver m ateri al yace, y se disgrega lentam ente con el

tiem po.

Cuando llega el m omento de renacer, el cuerpo denso, en su desarrollo prenatal, sigue

paso a paso al doble etéreo que esta c onstituido gradualm ente con anticipación. Puede

decirse que esos dos cuerpos determ inan los límites en que el ser consciente ha de

vivir y trabajar durante su vida terrestre. Este asunto se esclarecerá m á s completam ente

en el capítulo IX, que tiene por objeto el Karm a.

El plano astral es la región del universo vecina, si podem os emplear esta palabra, del

plano físico.

En el plano astral la vida es m á s activa y la form a má s plástica que en él físico.

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El espíritu –m ateria se encuentra allí, por lo tanto, m á s altam ente vitalizado y m á s sutil

que en todos los grados del m undo físico.

En efecto: según hem os visto ya, el últim o átom o físico que constituye el éter m á s sutil,

tiene com o envoltura innum erables agregados de la m ateria astral m á s grosera.

Se dice la palabra vecino la cual es m uy impropia, porque sugiere la idea de que los

planos del universo están dispuestos en zona s concéntricas de m odo que al térm ino de

uno señale el principio del otro; cuando m á s bien son esferas concéntricas penetradas

mutuam ente y separadas entre sí, no por opos ición, sino por diferencia de constitución;

lo mismo que el aire y el agua y el éter en el sólido m á s denso, la m ateria astral penetra

en toda la sustancia física.

El m undo astral está sobre nosotros, bajo nos otros, alrededor de nosotros y tam b ién nos

atraviesa.

Vivim os y nos m ovem os en él, pero es intangi ble, invisible, silencioso e im perceptible,

porque estam os separados de él por la presi ón del cuerpo físico, y las partículas físicas

son dem asiado densas para vibrar bajo la acción de la m ateria astral.

En este capítulo vam os a estudiar el aspecto general del plano astral, dejando a un

lado, para considerarlas separadam ente, las condiciones especiales que presenta la vida

de ese plano con relación a los seres hum anos que lo atraviesan llenándolo de la tierra al

cielo.

El espíritu—m ateria del plano astral tiene subdivisiones análogas a las del plano

físico que acabam os de describir en el capítulo dedicado a dicho plano.

Encontrarem os aquí, com o en el plano físico, innum erables com b inaciones que form an

los sólidos, los líquidos, los gases y los éteres astrales.

Pero en este plano la m ayoría de las form as materiales tienen, cuando se las com para

con las form as del plano f ísico, un brillo y una traslucidez que les ha valido el epíteto

impropio, pero que aceptado por el uso no hem os de cam biarlo.

Como no hay nom bres especiales para las subdivisiones del espíritu—m ateria astral,

podem os emplear las designaciones terrestres.

La idea esencial que hem os de fijar, es lo que los objetos astrales son com b inaciones de

materia física, y que la disposición del m undo astral se asem eja m uchísim o a la de la

tierra, estando constituida en gran cantidad por los dobles astrales de los objetos físicos.

Una particularidad, sin em bargo, detiene y desconcierta al observador poco

acostum brado, en parte, a causa de la traslu cidez de los objetos astrales, y en parte

tam b ién a consecuencia de la naturaleza m isma de la visión astral (la conciencia está

menos sujeta en la m ateria astral sutil que en su prisión terrestre); toda cosa es

transparente: en anverso y el reverso, lo inte rior y lo exterior, son visibles al m ismo

tiem po.

Hace falta m ucha experiencia para ver co rrectam ente los objetos, y aquel que ha

desarrollado la visión astral sin estar todavía al corriente de su em pleo, se expone a ver

todas las cosas trastocadas y a com eter los m á s disparatados yerros.

Otra característica sorprendente, que desconc ierta a veces al principiante, es la rapidez

con que cam bian de contornos las form as astrales, sobre todo las que no se relacionan

con ninguna m atriz terrestre.

Una entidad astral puede m odificar su aspecto por com pleto con pasm osa rapidez,

porque la m ateria astral tom a form a bajo cad a impulso del pensam iento, y la vida retoca

constantem ente esa form a para darse nueva expresión.

Cuando la gran oleada de vida de la evolución de la form a atraviesa de alto a bajo el

plano astral, constituyendo sobre este plano el tercer reino elem ental, la Mónada atrae a

su alrededor com b inaciones de m ateria astral, y da esas com b inaciones, conocidas con

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el nombre de esencia elem ental, una vitalidad particular y la propiedad característica de

tom ar form a instantáneam ente bajo el im pulso de las vibraciones m entales.

Esa esencia elem ental form a muchísim as variedades en cada subdivisión del plano

astral.

Podem os form arnos una idea de ello s uponiendo el aire visibl e; fenóm eno producido

por un gran calor que hiciese la atm ósfera pe rceptible bajo la form a de ondas vibrantes,

y que nos pareciera anim ado de un m ovi miento ondulatorio continuo ilum inando de

cambiantes colores com o los del nácar.

Esa misma atm ósfera elemental responde sin cesar a las vibraciones del pensam iento,

del sentim iento y del deseo.

Las form as surgen en ella bajo el im pulso de esas fuerzas com o las burbujas en el agua

hirviente.

La duración de la form a así engendrada depende de la fuerza de im pulsión que la

origina; la nitidez de sus contornos, de la precisión del pensam iento; y su coloración, de

la cualidad del m ismo. (Intelectual, religioso, pasional, etc.)

Los pensam ientos vagos e inconsis tentes que engendran con frecuencia las

inteligencias poco desarrolladas, reúnen en torno de ellos, cuando llegan al m undo

astral, nubes difusas de esencia elem ental que van de aquí para allá atraídas por otras

nubes de análoga naturaleza, se detienen en el cuerpo astral de las personas cuyo

magnetism o bueno o m alo los atrae y se disuel ven al fin después de cierto tiem po para

reintegrarse en la atm ósfera general de esencia elem ental.

Mientras conservan su existencia separada, son entidades vivas que tienen por cuerpo la

esencia elemental y por vida anim adora un pensam iento.

Se les da entonces el nom bre de elem entales artificiales o pensam ientos—form as.

Los pensamientos claros y precisos tie nen form a definida, un contorno firm e y lim pio

y su aspecto varía al infinito.

Están m odeladas por la vibraciones del pe nsamiento de un m odo análogo al de las

figuras que encontram os en el plano físico determ inadas por las vibraciones del sonido.

Las figuras vocales y las figuras m entales ofrecen gran analogía entre sí, porque la

naturaleza, a pesar de su infinita variedad, es en cuanto a sus principios m uy económ ica

y reproduce los m ismos procedim ientos operatorios en todos los planos sucesivos a su

imperio.

Esos elem entales artif iciales, claram ente delim itados, tienen una vida m á s larga y m á s

activa que sus herm anos nebulares, y ejercen una acción m uchísim o má s poderosa sobre

el cuerpo astral, y a través de él sobre el m ental, de aquellos de donde han salido.

Originan por su contacto vibraciones análoga s a ellos y los pensam ientos se extienden

así de inteligencia a inteligencia sin necesidad de expresión física.

Adem ás pueden dirigirse por el pensador hacia la persona que desea alcanzar, y su

potencia depende de la fuerza de su voluntad y de la intensidad de su potencia m ental.

En los hom bres de cultura m edia, lo s elementales artif iciales creados por el

sentim iento o el deseo son m á s vigorosos y precisos que los creados por el pensam iento.

Así, una explosión de ira dará una potente fulguración roja, claram ente dibujada, y una

cólera sostenida engendrará un peligroso elem ental de color rojo, puntiagudo,

dentellado, pero bien organizado para dañar.

El am or, según su cualidad, determ inará form as má s o menos adm irables de color y de

dibujo, que podrá ofrecer todos los tonos desde el carm ín hasta los m atices m á s

exquisitos y delicados del rosa, sem ejantes a los pálidos reflejos de la aurora o del

crepúsculo, en nubes difusas o en form as protectoras de vigorosa ternura.

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Comúnm ente las am antes oraciones de una m adre afectan form as angélicas cerca del

hijo, que apartan de él las influencias perniciosas que sus propios pensam ientos

pudieran atraer.

Un rasgo característico de esos elem enta les, es que dirigidos por la voluntad hacia

determ inada persona, están anim ados de la tendencia a cum plir la voluntad del ser que

los crea.

Un elem ental protector se colocará cerca de su objeto, buscando todas las oportunidades

de alejar el m al, de atraer el bien, no c onscientem ente, sino por espontáneo im pulso que

lleva por la línea de m enor resistencia.

Del m ismo modo, un elem ental anim ado por un pensamiento m alo, gravitará alrededor

de su víctim a espiando la ocasión para dañarle.

Pero ni uno ni otro pueden pr oducir im presión, a m enos que haya en el cuerpo astral de

la persona a quien se dirigen algún elem ento susceptible de vibrar acorde con ellos

facilitando su fijación.

Si no encuentra en esa persona m ateria análoga para ello, entonces, por una ley de su

misma naturaleza, vuelven a lo largo de la trayectoria que han recorrido, siguiendo la

estela m agnética que han dejado tras si y caen sobre su propio creador con una fuerza

proporcional a la de su proyección.

Conocidos son los casos en que un pensam ient o de odio m ortal, im potente para alcanzar

a quien iba dirigido, a causado la m uerte de su proyector.

En cam bio los pensam ientos saludables, di rigidos a una persona indigna, recaen com o

bendiciones sobre aquel que los engendra.

La comprensión, siquiera rudim entaria, del mundo astral, obrará como poderoso

estím ulo del buen pensam iento.

Hará nacer en nosotros la noción de una gran responsabilidad respecto a los

pensamientos, las em ociones y los deseos que hem os desencadenado en esa región.

Hay m uchas fieras, que desgarran y devoran, entre los pensam ientos de que el hom bre

puebla el plano astral.

Pero por ignorancia y no sabe lo que hace.

Uno de los fines que se propone la enseñanza teosófica levantando parcialm ente el velo

del m undo desconocido, es dar a los hom bres una base m á s firm e de conducta, una

apreciación m á s racional de las causas sólo visibles por sus efectos en el m undo

terrestre.

Pocas doctrinas hay m á s importantes por su alcance moral que esta doctrina de la

creación y dirección de los pensam ientos—form as, o elem entales artificiales.

Por ella aprende el hom bre que el pensam iento no le afecta exclusivam ente, que sus

pensamientos no le afectan a él solo, sino que en cada instante de su vida pone en

libertad, en el am biente, ángeles y dem onios de cuya creación es responsable y de cuya

influencia se le pedirá cuenta.

Al conocer la ley regularán los hom bres su pensam iento en concordancia de la m isma.

Si en vez de considerar los elem enta les artif iciales separadam ente, los tom amos en

conjunto, com prenderem os sin dificultad la importante acción que ejercen en la

producción de los sentim ientos nacionales y de la raza, y por lo tanto en la form ación de

los prejuicios.

Todos crecem os en una atm ósfera en que pul ulan elementales acopiadores de ciertas

ideas.

Los prejuicios nacionales, la m anera naci onal de considerar las cosas, los tipos

nacionales de sentim iento y de pensam iento, todo eso obra sobre nosotros desde que

nacemos y aun antes de nacer.

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Todo lo vem os a través de esa atm ósfera que refracta m á s o menos los pensamientos y

en la que vibra nuestro propio cuerpo astral acordonándose con ella.

De ahí que la m isma idea sea apreciada diferentem ente por un indo, un inglés, un

español o un ruso.

Las concepciones fáciles para uno son casi inabordables para otro.

Estam os todos dom inados por nuestra atm ósfer a nacional, es decir, por esa porción del

mundo astral que m á s inmediatam ente nos rodea.

Los pensam ientos de los dem á s, vaciados as í en el mismo molde, obran sobre nosotros

y provocan vibraciones sincrónicas, refuerzan los puntos de concordancia que nos

rodean y afinan y suavizan las divergencias.

Esa influencia continua, sufrida por m edio de nuestro cuerpo astral, nos im prim e el sello

nacional y traza en nuestras energías m entales los canales por donde se deslizarán m á s

fácilm ente.

Día y noche esas corrientes influyen sobre nos otros y la m isma inconsciencia en que nos

hallam os sobre su acción nos la hace m á s afectiva.

Como la mayoría de las gentes tiene m á s receptividad que iniciativa, reproduce así

autom á ticam ente los pensam ientos que hasta ellos llegan.

Y de esa m anera se alim enta y refuerza la atm ósfera nacional.

Cuando el hom bre comienza a ser sensib le a las influencias astrales ocurre, a veces

que se abate de pronto, o se siente por lo menos exaltado por un terror com pletam ente

inexplicable y casi irracional, que arroja sobre él una fuerza capaz de paralizarle.

Toda resistencia es inútil contra ello y no puede por lo m enos de indignarse quien la

sufre.

La m ayoría de los hom bres han debido e xperim entar m á s o menos, en tal caso, ese

tem or indefinible, ese dolor, al aproxim ars e un invisible no sé qué, el sentim iento de

una presencia m isteriosa, de no estar solo.

Este sentim iento procede, en parte, de una hostilidad que anim a al mundo elem ental

natural contra la raza hum ana, hostilidad debida a la reacción sobre el astral de las

fuerzas destructoras puestas en juego por la hum anidad en el plano físico.

Pero es tam b ién atribuible a la presencia de elem entales artificiales de naturaleza hostil,

engendrados por el pensam iento del hom bre.

Los pensam ientos de odio, envidia, venganza, rencor, m ala intención y descontento se

producen por m illones, de suerte que el plano astral esta lleno de elem entales artif iciales

cuya vida consiste en tales sentim ientos.

¡Qué oleadas de desconfianza y de suspicacia nos encontram os tam b ién, com o veneno

arrojado por el ignorante contra todos los que por su m aneras o su aspecto tienen para él

algo raro y poco com ún!

La ciega desconfianza respecto de todo forastero, el desdeñoso m enosprecio hacia

naturales de otras com arcas, contribuyen tam b ién a las m alas influencias del m undo

astral.

Tales pensamientos crean día y noche en el plano astral legiones ciegam ente hostiles, y

el choque sobre nuestro propio cuerpo astral engendra ese sentim iento de terror vago,

resultante de las vibraciones antagónicas que se sienten sin poder com prenderlas.

Adem ás de los elem entales artificiales, el mundo astral contiene una población densa,

en la que se om iten, com o lo hacem os aquí, los seres hum anos desem b arazados de su

cuerpo físico por la m uerte.

Encontram os aquí innum erables legiones de elem entales naturales o espíritus de la

naturaleza, divididos en cinco clases: del éter, del fuego, del aire, del agua y de la tierra.

Los cuatro últim os fueron llam ados por los oc ultistas de la Edad Media: salam andras,

silfos, ondinas y gnom os.

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Es inútil decir que otras dos clases com plementan el septenario; pero no nos interesan

por ahora, puesto que aun no se m anifiestan.

Estos son los verdaderos elem entales o criaturas de los elem entos tierra, agua, aire,

fuego y éter.

Estos seres tienen por m isión realizar las actividades que se refieren a sus elem entos

respectivos.

Constituyen los canales a través de los que las energías divinas operan en m edios

diversos; y son en cada elem ento la expresión viva de la ley.

A la cabeza de cada una de esas divisiones se encuentra un Ser superior (I) (llam ados

deva o dios por los indos. —El estudian te querrá conocer, sin duda, los nom bres

sánscritos de los cinco dioses de los elem entos m anifestados. Helos aquí: Indra, señor

del Akasha o éter del espacio. Agni, señor del fuego. Pavana, señor del aire. Varuna,

señor del agua. Kshiti, señor de la tierra), jefe de un ejército poderoso, inteligencia

suprem a y directora de la dem arcación de la naturaleza que los elem entales de la clase

considerada adm inistran y en donde realizan sus energías.

Agni, el dios del fuego, es, por lo tanto, una entidad espiritual superior que preside las

manifestaciones del fuego en todos los pla nos del universo y ejerce su adm inistración

por m edio de las legiones de elem entales del fuego.

Una vez conocida la naturaleza de esos seres y los m é todos que perm iten dirigirles, se

hacen posibles y com prensibles los llam ados m ilagros u obras m á gicas, que atraen de

cuando en cuando la atención de la prensa.

El procedim iento es el m ismo, ya se adm ita f r ancamente com o resultado de las artes

má gicas, ya se atribuya a los espíritus.

Existen personas que pueden tom ar en sus m anos una braza de carbón encendido sin

experim entar daño alguno.

El fenóm eno de la levitación (suspensión de un cuerpo grave en el aire sin sostén

visible) y el que consiste en andar sobre el agua, pueden ef ectuarse con el auxilio de los

elementales del aire y del agua respectivam ente, aunque se em plee con frecuencia otro

mé todo.

Como los elementos entran en la constitución del cuerpo hum ano y uno de ellos

predom ina en él según la naturaleza de la persona, todo ser está relación con los

elementales, y aquellos que particularm ente le son favorables predom inan en el mismo.

Las, consecuencias de este hecho, frecuente mente observable, se atribuyen por el vulgo

a la “suerte”.

Se dice que una persona “tiene buena m ano” para los cuidados de las plantas, para

encender el fuego o para encontrar m anantiales, etc.

La naturaleza, con sus fuerzas ocultas, nos advierten a cada paso; pero som os muy

tardos en recibir sus indicaciones.

La tradición oculta m uchas veces una verd ad en un proverbio o en una fábula; pero

nosotros hem os pasado ya, según parece, la edad de todas esas “supersticiones”.

Encontram os igualm ente en el plano astr al espíritus de la naturaleza—este nom bre les

cuadra m ejor que el de elem entales—que se ocupan de la construcción de form as en los

reinos m ineral, vegetal, anim al y hum ano.

Hay espíritus de la naturaleza que dirigen las energías vitales en las plantas, que

construyen los cuerpos, m olécula por m olécula , en el reino anim al, y que presiden la

construcción del cuerpo astral de los m inerale s, las plantas y los anim ales, así com o de

la construcción del cuerpo físico hum ano.

Tales son la hadas y los silfos de las leyendas, “los seres pequeños” que juegan tan gran

papel en la dem ótica o folklore en cada n ación, los niños encantadores e irresponsables

de la naturaleza, fríam ente relegados por la ciencia en m anos de las nodrizas.

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Día vendrá en que los sabios m á s esclarecidos de futuras épocas los restituyan al lugar

que les corresponde en el orden natural; pero en tre tanto el poeta y el ocultista creen en

su existencia, uno por la intuición de su ge nio y otro por la visión de sus sentidos

internos am pliamente desarrollada.

La m ultitud se burla de am bos, del segundo sobr e todo; pero no im porta: la sabiduría se

rehabilitará un día por sus hijos.

La circulación activa de las corrientes de vida en el doble etéreo de las form as

minerales, vegetales y anim ales, despierta poco a poco de su estado latente la m ateria

astral im plicada en su constitución atóm ica y m olecular.

Sem ejante m ateria em pieza a vibrar m uy débilm ente prim ero en los m inerales.

La Mónada de la Form a ejerce su poder orga nizador y atrae sobre sí algunos m ateriales

con cuya ayuda los espíritus de la natural eza construyen el cuerpo astral m ineral, m asa

difusa sin organización precisa.

En el reino vegetal, el cuerpo astr al se encuentra m á s organizado y com ienza a

manifestarse su característica especial: la sensación; así pueden observarse en la

mayoría de las plantas, sensaciones sordas y difusas de bienestar o de enferm edad, que

son el resultado de la actividad creciente del cuerpo astral.

Las plantas gozan vagam ente del aire, del sol y de la lluvia, que buscan com o a tientas,

mientras se alejan cuando esas condiciones son nocivas.

Unas buscan la luz, otras la oscuridad, responden a las excitaciones y se adaptan a las

condiciones externas; en fin, en algunos tipos má s elevados, aparece definido el sentido

del tacto.

En el reino anim al, el cuerpo astral está m á s desarrollado, y en los individuos

superiores alcanza una organización bastante clara para m antener su conexión durante

cierto tiem po después de la m uerte del cuerpo físico, y para tener existencia

independiente en el plano astral.

Los espíritus de la naturaleza que presiden la construcción del cuerpo astral anim al y

hum ano han recibido el nom bre especial de elementales del deseo (I) (Se les llam a

kamadevas, dioses del deseo) Porque están poderosam ente anim ados por deseos de toda

clase que introducen continuam ente en la constitución de los cuerpos astrales del

hom bre y de los anim ales, las variedades de esencia elemental análogas a las de que su

propia form a está com puesta, de suerte que esos cuerpos adquieren, com o parte

integrante de su estructura, los centros sensoriales y las diversas actividades pasionales.

Esos centros se excitan a la actividad por los impulsos que reciben de los órganos

físicos densos y se trasm iten a través de los órganos físicos etéreos hasta el cuerpo

astral, y m ientras los centros astrales no son atacados, el anim al no experim enta ni

placer ni dolor.

Herid una piedra y no expresará dolor; contiene moléculas físicas densas y etéreas, pero

no tiene cuerpo astral organizado.

El anim al, en cam bio, siente dolor inm ediatam ente al choque, porque posee centros

astrales de sensación, que los elem entales del deseo han tejido con su propia naturaleza.

Como en la obra de esos elementale s sobre el cuerpo astral interviene una nueva

consideración, term inarem os desde luego la revi sta de habitantes del plano astral, antes

de pasar al exam en de la form a astral hum ana má s compleja.

Según acabam os de decir, el cuerpo del deseo (I) (Kam arupa es el nombre

teosófico del cuerpo astral, de Kam a, deseo, y rupa, form a.), O cuerpo astral de los

animales lleva en el plano astral existenc ia independiente, aunque efím era, así que la

muerte destruye su envoltura física.

En los países “civilizados” esos cuerpos as trales anim ales contribuyen m uchísim o al

sentim iento general de hostilidad de que se ha hablado m á s arriba.

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La m atanza organizada en los m ataderos y la afición al deporte de la caza, lanzan todos

los años al m undo astral m illones de seres lle nos de horror, de tem or y de aversión hacia

el hom bre.

El núm ero com parativam ente m ínimo de los seres a quienes se deja m orir en paz, se

pierde entre las innum eras legiones de los asesinados; y las corrientes que engendran,

arrojan del m undo astral sobre las razas hum anas y anim ales influencias que tienden a

acrecentar su división porque de un lado suscitan el tem or y la desconfianza

“instintivas” y de otro la propensión a la crueldad.

Sem ejantes sentim ientos se han excitado sobrem anera hace algunos años por los

mé todos fríam ente m editados de tortura científica, conocidos con el nom bre de

vivisección; m é todos cuyas crueldades sin cu ento han introducido nuevos horrores en el

mundo astral por su reacción sobre los culpables, agregando al m ismo tiem po el abism o

que separa al hom bre de sus “pobres parientes”.

Independientem ente de lo que podem os llamar la población norm al del m undo

astral, encuéntrense en él transeúntes llevados por su trabajo y que no podem os por

menos de m encionar.

Algunos de ellos vienen de nuestro propio mundo terrestre, m ientras otros vienen de

regiones elevadas.

Entre los prim eros, muchos son In iciados de diversos grados, algunos de ellos

miembros de la Gran Logia Blanca, la Herm andad del Thibet o del Him alaya, com o se

la llama frecuentem ente (I) (Algunos m iembros de esta Logia han dado origen a la

Sociedad Teosófica), m ientras que otros pertenecen a diferentes logias ocultas

extendidas por el m undo, cuyo color característic o varía desde el blanco hasta el negro

pasando por todos los m atices del gris (II) (Los ocultistas desinteresados, consagrados por

completo al cum plimiento de la voluntad divina, o que trabajan por adquirir esas virtudes,

se llaman blancos. Los egoístas que trabaj an contra el fin divino se llam an negros.

La abnegación que irradian el am or y la devoción caracterizan a los prim eros; y el

egoísm o, el odio y la arrogancia son los signos de los segundos.

Entre am bos hay clases cuyo m otivo es m ixto, que no han com prendido claram ente la

necesidad de evolucionar hacia el Ser Ún ico o hacia el Yo separado. A estos les

llamamos grises, y se dirigen a uno u otro de am bos grupos indicados.)

Todos son hom bres que viven en un cuerpo fí sico y que han aprendido a despojarse a

voluntad de su envoltura corpórea para obrar, en plena conciencia, en su astral.

Los hay de todos los grados de saber y virtud; benéficos y m alhechores, fuertes y

débiles, pacíficos y terribles.

Encontram os aquí adem ás m uchos aspirantes jóvenes, no iniciados todavía, que

aprenden a servirse de su vehículo astral y que se ocupan en obras de beneficencia o de

maleficio, según el sendero que se disponen seguir.

Se encuentran igualm ente en este plano si mples psíquicos y otros soñolientos, errando a

la ventura m ientras sus cuerpos físicos duerm en o se hallan en trance.

Viene, en f in, la m ultitud de hom bres ordinarios.

Millones de cuerpos astrales flotan así in conscientes del m undo que los envuelve, a una

distancia m ayor o m enor de los cuerpos físicos profundam ente dorm idos.

En cada una de esas form as astrales, la c onciencia hum ana se repliega sobre sí m isma

absorta en sus pensam ientos, retirada, por decirlo así. En lo íntim o de su seno astral.

Como verem os muy pronto, el ser consciente de su vehículo astral, se escapa cuando

el cuerpo duerm e, y pasa al cuerpo astral; pero perm anece inconsciente de lo que le

rodea hasta que el cuerpo astral está bastante desarrollado para funcionar

independientem ente del cuerpo físico.

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Alguna vez se puede ver en este pl ano a un discípulo (Chela ) que ha franqueado el

umbral de la m uerte, y se prepara a una reen carnación inm ediata bajo la dirección de su

Maestro.

Goza evidentem ente de plena conciencia, y tr abaja com o los dem á s discípulos que tan

sólo se separan de su cuerpo físico dorm ido.

Verem os que en cierto grado le esta perm itido al discípulo reencarnar inm ediatam ente

después de la m uerte.

Debe entonces esperar en el m undo astral una ocasión favorable para renacer.

Los seres hum anos ordinarios, en vías de reencarnación, pasan igualm ente a través

del plano astral com o se indicará luego.

No tiene ninguna relación consciente con la vi da general del plano; pero las actividades

pasionales y sensorias de su pasado determ inaron una afinidad entre ellos y algunos

elementales del deseo, y estos últim os se agrupan a su alrededor favoreciendo la

construcción del nuevo cuerpo astral para la existencia terrestre que se prepara.

Pasem os al exam en del cuerpo astral hum ano durante el período de existencia física.

Estudiarem os su naturaleza y su constitución al mismo tiem po que sus relaciones con el

mundo astral; y para ello considerarem os sucesivam ente: A) el cuerpo astral de un

hom bre poco evolucionado; B) el de un hom bre medianam ente evolucionado; y C) el de

un hom bre espiritualm ente desarrollado.

A) —El cuerpo astral de un hom bre poco evolucionado form a una masa nebulosa m al

organizada e im precisa.

Contiene m ateriales (m ateria astral y esencia elemental) tom ados de todas las

subdivisiones del plano astral, pero con pre dom inio de los elem entos procedentes del

astral inferior; de suerte que es denso y de textura gruesa, a propósito para responder a

todas las excitaciones relativas a las pasiones y a los apetitos.

Los colores engendrados por los ritm os vibr atorios de esos m ateriales son com pactos,

cenagosos y som b ríos.

Los m atices dom inantes son: rojo oscuro y verde sucio.

Ningún cam biante, ni chispazo alguno hay en esos cuerpos astrales.

Las diversas pasiones se m anifiestan en fo rm a de vagas oleadas pesadísim as, o m uy

violentas, com o relám pagos.

Así la pasión sexual producirá una oleada de carm ín sucio, y la ira un relám pago rojo

siniestro.

El cuerpo astral es mayor que el físico, y se extiende 25 a 30 centím etros alrededor

de aquél, en el caso que consideram os.

Los centros de los órganos sensorios clar amente señalados, actúan cuando les afecta

desde fuera; pero en reposo, las corrientes vitales son apáticas, y el cuerpo astral

perm anece inerte e indiferente porque no recibe excitación de los m undos físico ni del

mundo mental (I) (El estudiante reconocerá aquí el predom inio de la guna Tâm asica, la

cualidad de tinieblas o inercia de la naturaleza)

Característica constante del estado prim itivo es que la actividad se determ ina má s bien

por excitación externa que por iniciativa interna del ser consciente.

Para que una piedra se m ueva es preciso em puj arla; una planta crece bajo la acción de la

luz y de la hum edad; y un anim al se hace m á s activo cuando le aguijonea el ham b re.

El hom bre poco desarrollado necesita excitarse de una m anera análoga.

Es m enester que la inteligencia haya e volucionado parcialm ente para que em piece a

tom ar la iniciativa de la acción.

Los centros de las facultades superiores (I) (Las siete ruedas. Estos centros se

llaman así por el aspecto giratorio que pr esentan, parecido a las ruedas de fuegos

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artificiales cuando se ponen en m ovim iento); emparentados con el funcionam iento

independiente de los sentidos astrales, apenas son visibles.

En este grado, el hom bre necesita toda suerte de sensaciones violentas para su

evolución, a fin de sacudir su naturaleza y ejercitarse en la actividad.

Los choques violentos, tanto de placer com o de dolor, procedentes del m undo externo,

son necesarios para despertar y aguijonear la acción que tanto m á s se acrecienta y

favorece, cuanto m á s numerosas y violentas sean las sensaciones.

En este estado prim itivo, la calidad im porta poco: la cantidad y el vigor son condiciones

esenciales.

La m oralidad del hom bre dim anará de sus pasiones.

Un leve m ovim iento de abnegación en sus re laciones con la esposa, con el hijo o el

amigo, constituirá el prim er paso en el cam ino ascendente.

Este m ovim iento provocará vibraciones en la materia m á s sutil del cuerpo astral, y

atraerá hacia él m ayor proporción de esencia elem ental de la m isma naturaleza.

El cuerpo astral renueva constantem ente sus materiales por influencia de las pasiones.

Apetitos, deseos y em ociones.

Todo buen im pulso fortifica las partes m á s sutiles de ese cuerpo, expulsa algunos

elementos groseros y perm ite la recepción de materiales m á s delicados, atrayendo sobre

sí elementales de naturaleza benéfica, que ayudan a favorecer el proceso de renovación.

Todo m al impulso produce en cam bio efectos contrarios; tiende a fortificar los

elementos groseros, a expulsar los elem entos sutiles, hace entrar en el cuerpo astral

materiales im puros y atrae elem entales que favorecen el proceso de deterioro.

En el caso que consideram os, las potencias morales e intelectuales del hom bre son

de tal m odo em brionarias, que podem os decir que la construcción de su cuerpo astral y

su modificación se cum ple má s bien en él que por él.

Esas operaciones dependen antes de circunsta ncias externas que de su propia voluntad;

pues como acaba de decir, el carácter distinti vo de su ínfim o grado de evolución estriba

en que el hom bre está m oviendo desde el exte rior por m edio de su cuerpo, y no desde el

interior m ediante su inteligencia,

Así denota considerable progreso el que el hom bre pueda m overse por su voluntad, por

su propia energía, por su iniciativa, en vez de m overse por el deseo, es decir, por la

respuesta a una atracción o a una repulsión externa.

Durante el sueño, el cuerpo astral, que sirve de envoltura al ser consciente, se

desliza fuera del organism o físico, dejando juntam ente dorm idos el cuerpo denso y al

etéreo.

Pero en este grado, la conciencia del hom bre no está despierta todavía en su cuerpo

astral, porque no puede encontrar nada pa recido a los contactos violentos que le

estim ulan cuando está en form a física.

Sólo los elem entales de naturaleza densa pueden afectarle, provocando en su envoltura

astral vibraciones difusas que se reflejan en el cerebro etéreo y denso, donde determ inan

los sueños de sexualidad bestial.

En el cuerpo astral flota inm ediato al cuer po físico, retenido por su poderosa atracción,

y no puede alejarse de él.

B) — En el hom bre m edianam ente desa rrollado desde el punto de vista m oral e

intelectual, el cuerpo astral m anifiesta in menso progreso respecto del tipo anterior. Sus

dim ensiones son má s considerables, sus materiales de naturaleza diversa m ejor

escogida, y las esencias, m á s sutiles, dan al conjunto cierta potencia lum inosa; m ientras

que la expresión de las em ociones superiores determ ina en él adm irables corrientes de

color.

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La form a del cuerpo es m enos vaga y ondulante que en el caso anterior; es clara,

precisa, y reproduce la im agen de su poseedor.

Este cuerpo astral está evidentem ente en cam ino de ser un vehículo práctico para uso

del hom bre interior, vehículo lím pido y esta blem ente organizado, apto al m ismo tiem po

para funcionar, prestar servicio y m antenerse independientem ente del cuerpo físico.

No obstante su gran plasticidad, tiene form a determ inada, a la que vuelve

invariablem ente así cesa el esfuerzo que ha modificado su aspecto. Su actividad es

constante y está en vibración perpetua, re vistiendo tonos cam biantes que varían al

infinito.

Las “ruedas” son m á s claram ente visibles , aunque no funcionen todavía (I) (Notarán

aquí la preponderancia de la guna rajásica o cualidad—pasional de la naturaleza.)

Esta form a astral responde vivam ente a todos los contactos que lleguen a ella a través

del cuerpo físico, y la afectan igualm ente la s influencias internas procedentes del ser

consciente.

La m emoria y la im aginación estim ulan, pues, el cuerpo astral, y éste, a su vez, pone el

cuerpo físico en actividad en vez de estar movido exclusivam ente por él com o en el

caso anterior.

La purificación sigue siempre la misma marcha: expulsión de elementos inferiores

por la producción de vibraciones contrarias, y asim ilación de m ateriales m á s sutiles en

reem plazo de los elim inados.

Pero en el caso presente, el desarrollo m oral e intelectual del hom bre coloca esta

construcción casi enteram ente en sus propias manos, puesto que las excitaciones de la

naturaleza exterior no le balancean de un lado para otro, sino que razona, juzga y resiste

o cede según lo que estim a bueno.

Por el ejercicio de su pensam iento conscientem ente dirigido puede afectar

profundam ente a su cuerpo astral, cuyo perfecci onamiento prosigue desde entonces con

rapidez creciente.

Y para llegar a ese resultado no es necesario que el hom bre com prenda con exactitud el

modus operandi, com o para ver tam poco necesita com prender las leyes de la luz.

Durante el sueño, ese cuerpo astral bien desarrollado, se desliza, com o

ordinariam ente, de su vestidura física, pues no está tan retenido cerca de él com o en el

caso precedente.

Va a lo lejos en el m undo astral, arrastrado por las corrientes astrales, en tanto que el ser

consciente, en el interior del cuerpo, incapaz de dirigir todavía sus m ovim ientos, aunque

despierto, se ocupa en gozar sus propias im ágenes y actividades m entales.

Puede igualm ente recibir a través de su envoltura astral im presiones que transform a

enseguida en im ágenes m entales.

De esta m anera el hom bre adquiere conocim ientos fuera del cuerpo físico y puede

trasm itirlos al cerebro bajo la form a de sueño o de visión.

Y aun cuando los lazos de la m emoria cereb ral faltaren, los conocim ientos adquiridos

podrán infiltrarse insensiblem ente hasta la conciencia en estado de vigilia.

C) —El cuerpo astral de un hom bre espiritu almente desarrollado está com puesto de las

partículas m á s sutiles de cada sub división de materia astral, con preponderancia de las

calidades m á s elevadas.

Ese cuerpo form a, pues, un objeto adm irable de luz y de color.

Tonos desconocidos en la tierra nacen en él bajo los im pulsos que preceden de la

inteligencia purif icad.

Las “ruedas de fuego” justifican ahora el nombre que se les da, y su m ovim iento

rotatorio denota la actividad de los sentidos superiores.

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Un cuerpo sem ejante es un vehículo de conc iencia en la má s amplia acepción de la

palabra.

En el curso de la evolución fue vivificado en cada uno de los órganos y dirigido bajo el

poder absoluto de su poseedor.

Cuando en esa envoltura, el hom bre deja su cuerpo físico, no experim enta la m enor

solución de continuidad en su estado consciente.

Deja sencillam ente su vestido m á s grueso y se liberta de un gran peso.

Se puede m over en todos los sentidos en los lím ites de la esfera astral con rapidez

increíble, no hallándose por las condicionantes de la vida terrestre.

Su cuerpo responde a su voluntad, refleja su pensamiento y le obedece; sus m edios de

servicio se centuplican y sus poderes están totalm ente guiados por su virtud.

Las ausencias de partículas densas en su cuerpo astral le exim en adem ás de responder a

las seducciones de objetos inferiores del deseo.

Sem ejantes tentaciones no pueden alcanzarle y se separan de él.

Todo el cuerpo vibra solam ente para responder a las má s elevadas em ociones; el am or

se derram a en abnegación y la energía se yugula por la paciencia.

Dulce, tranquilo, sereno, lleno de fuerza, pero sin agitación alguna, tal es el hom bre a

quién “todos los siddhis están prontos a servir” (I) (Aquí predom ina la guna sáttvica,

la cualidad de arm onía, felicidad y pureza. Los siddhis son los poderes hiperfísicos.)

El cuerpo astral es un puente tendido sobre el abism o que separa la conciencia

hum ana del cerebro físico.

Los im pulsos recibidos por los órganos sensoriales y trasm itidos, com o se ha visto, a los

centros densos y etéreos, pasan enseguida a los centros astrales correspondientes.

Una vez allí, los elabora la esencia elem ental y los transf orm a en sensaciones, para

presentarle finalm ente al hom bre interior , com o objetos de su conciencia, las

vibraciones correspondientes suscitadas por las vibraciones astrales en la m ateria del

cuerpo m ental.

Por m edio de estas sucesivas gradaciones de l espíritu—m ateria, de sutilidad creciente,

pueden transm itirse al ser consciente los groseros contactos de los objetos terrestres.

Del m ismo modo, las vibraciones determ inadas por su pensam iento pueden pasar por el

mismo puente hasta el cerebro físico pa ra suscitar en él vibraciones físicas

correspondientes a las vibraciones m entales.

Tal es la norm al y regular m anera cóm o la conciencia recibe las im presiones del exterior

y las devuelve a su vez al exterior.

En esa transm isión y paso de vibraciones en uno y otro sentido consiste principalm ente

la evolución del cuerpo astral.

Esa doble corriente obra sobre él a un tiem po en lo interior y exterior, determ ina su

organización y auxilia su general crecim iento.

A medida que el cuerpo astral se desa rrolla, se afina su contextura, su form a exterior

gana nitidez y se com pleta su organización interna.

Im pelido a responder a la conciencia con perfección creciente, gradualm ente se hace

apto para servirle de vehículo separado y trasm itirle con precisión las vibraciones

recibidas directam ente del m undo astral.

La m ayoría de los lectores tendrán, sin duda , alguna experiencia de esas im presiones

que proceden de fuente externa sin que puedan atribuirse a cont acto físico, y que no

tardan en confirm arse por algún hecho m aterial.

Así el cuerpo astral siente a m enudo las im pr esiones directam ente y las trasm ite a la

conciencia, m ostrándose m uchas veces bajo form a de previsiones com probadas a no

tardar.

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Cuando el hom bre está avanzado el grado varía según los individuos por una serie

de consideraciones que no son de este luga r) se establecen com unicaciones entre el

cuerpo físico y el astral, y entre éste y el m ental.

La conciencia pasa entonces sin interr upción de un estado a ot ro, y el recuerdo no

presenta esas lagunas que, en el hom bre ordi nario, interponen una fase de inconsciencia

al paso de un plano a otro.

El hom bre puede adem ás ejercer librem ente sus sentidos astrales m ientras su conciencia

funciona en el cuerpo físico.

Las m á s amplias vías de inform ación, abiertas por los sentidos hiperfísicos, vienen a ser

peculio de su conciencia en estado vigilia.

Los objetos que fueron antes para él m ate ria de fe, se convierten en m ateria de

conocimiento, y puede com probar personalm ente la exactitud de gran parte de las

enseñanzas teosóficas respecto de las regiones inferiores del m undo invisible.

.................................................

Cuando se divide el hom bre en “princip ios”, es decir, en m aneras de m anifestarse la

vida, los cuatro inferiores, designados con el nombre de “cuaternario inferior”, se

consideran funcionantes en los planos astral y físico.

El cuarto principio es entonces Kam a, el dese o, es decir, la vida en función en el cuerpo

astral y condicionada por él.

Sem ejante principio está caracterizado por el atributo de la sensibilidad, que se

manifiesta bajo la form a rudim entaria de sensación, o bajo la m á s compleja de la

emoción o cualquiera otra m anera m ediadora.

Todo esto se resum e en la palabra “deseo ”; es decir, lo atraído o rechazado por los

objetos según proporcionen gusto o disgusto al “yo” personal.

El tercer principio es Prana, la vida esp ecializada para el m antenim iento del organism o

físico.

El segundo principio es el doble etéreo, y el prim ero el cuerpo denso.

Estos tres principios actúan en el plano físico.

En clasificaciones ulteriores H. P. Bl avatsky descarto de la lista de los principios

prana y el cuerpo físico denso: prana, por se r la vida universal, y el cuerpo físico denso

por no ser sino el com plemento del cuerpo etéreo, form ado de m ateriales siem pre

cambiantes insertos en la m atriz etérica.

Adoptando esta m anera de ser, llegam os a la grandiosa concepción filosófica de la Vida

Una, del Yo Único, m anifestado com o Hom b re, con aspectos diversos y transitorios

según las condiciones que le im ponen las form as vivificadas.

La vida m isma perm anece idéntica en el centro, pero se m uestra bajo apariencias

diferentes, cuando se la m ira desde fuera, según el género de m ateria que contiene uno u

otro cuerpo.

En el cuerpo físico, es Prana, que vitaliza, ri ge y coordina; y en el astral es Kam a, que

siente, goza y sufre.

La encontrarem os todavía bajo otros aspectos al pasar a los planos m á s elevados; pero la

idea fundam ental es siem pre la m isma, y tam b ié n una de las ideas raíces de la Teosofía,

una de esas ideas que, claram ente fijadas, sirven de hilo conductor a través del

intrincado laberinto de nuestro m undo.

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EL KAMALOKA

Este térm ino signif ica literalm ente: lugar o s itio del deseo, y sirve, com o ya se ha

dicho, para designar una parte del plano astr al, una región separada del resto de ese

plano, no com o lugar distinto, sino com o el estado consciente especial en que se

encuentran los seres que hay en él (I) (Los indos llaman a este estado Pretaloka, el

lugar de los Pretas. Un preta es el ser hum ano que ha perdido su cuerpo físico, pero que

no se ha despojado del vestido de la natura leza anim al. No puede ir m uy lejos con ese

vestido, y queda preso en él hasta que sobreviene la disgregación.)

Contiene los seres hum anos privados de l cuerpo físico por el golpe de la m uerte,

destinados a sufrir ciertas transform aciones purificatorias antes de entrar en la vida

pacífica y feliz propia del hom bre verdaderam ente dicho, del alm a hum ana. (I) (El

alma es el intelecto hum ano, el lazo entr e el Espíritu Divino en el hom bre, y su

personalidad inferior. Es el Ego el individuo, el Yo que se desarrolla por la evolución.

En el lenguaje teosófico es Manas, el Pensa dor. La inteligencia, tal com o se concibe de

ordinario, es la energía del Manas que obr a a través de las lim itaciones del cerebro

físico.)

Esta región representa y engloba las condiciones atribuidas a los diferentes estados

interm edios, infiernos o purgatorios, que t odas las grandes religiones consideran com o

residencia tem poral del hom bre tras el abandono de su cuerpo físico y antes de su

entrada en el cielo.

No contiene lugar alguno de tortura externa, porque el infierno eterno, en el que creen

algunos sectarios de espíritu estrecho, no es si no una pesadilla de la ignorancia, del odio

y del m iedo.

Comprende sin em bargo, a decir verdad, c ondiciones de sufrim iento, tem porales y

purificadoras, efectos de causa que ha realizado el hom bre durante su vida terrestre.

Son así tan naturales y tan inevitables com o las consecuencias de nuestras derrotas en el

mundo, porque vivim os en un universo regido por leyes, según las cuales, todo germ en

debe fructificar según su especie.

La m uerte en nada cam bia la naturaleza m ental y m oral del hom bre, y el cam bio de

estado al pasar de un m undo a otro destruye su cuerpo físico pero deja al hom bre tal

cual era.

El estado Kam aloka se encuentra en cada una de las subdivisiones del plano astral,

de suerte que podem os considerar el Kam aloka como comprendido de siete regiones

que se designarán a continuación: prim era, segunda, y tercera región, y así hasta la

séptim a contando de abajo hacia arriba. (I) (Estas regiones se numeran

frecuentem ente de arriba abajo. Esto im porta poco, y aquí se num eran de abajo hacia

arriba según el m é todo adoptado en esta obra.)

Se ha visto ya que entran en la com posición del cuerpo astral m ateriales tom ados de

todas las subdivisiones del plano; pero la r ecomb inación especial de estos m ateriales es

lo que separa a los hom bres de una región de los de otra, aunque los de una m isma

región pueden com unicarse entre sí.

Las siete regiones de las subdivisiones corre spondientes al plano astral, difieren en

densidad, y la densidad de la form a exteri or de la entidad purgatorial determ ina la

región se encuentra lim itada.

Estas diferencias en el estado de la m ateria im piden el paso de una región a otra.

Las gentes de una región no pueden com unicarse con las de otra, com o el pez no puede

comunicarse con el águila.

El m edio necesario para la vida de uno sería fatal para la vida del otro.

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Al morir el cuerpo físico, el doble et éreo, con Prana y los dem á s principios, todo el

hom bre por consiguiente, m enos el cuerpo de nso, se retira del tabernáculo de carne

(térm ino que designa perfectam ente la envoltura exterior del ser.)

Todas las energías vitales que irradian al exte rior vuelven al interior reunidas con Prana;

su retirada se m anifiesta por el sopor que i nvade a los órganos físicos de los sentidos.

Los órganos están prestos a servir com o siempre; pero el ser interior que gobierna, el

que ve por ellos, él oye, toca, siente y gusta, se va; sin él, solo son los sentidos sim ples

agregados de m ateria, viva, es verdad, pero sin poder alguno de percepción.

Lentam ente el sueño del cuerpo se retira, e nvuelto en el doble etéreo y absorto en la

contem plación del panoram a de su vida pasada, que se desarrolla ante él, a la hora de la

muerte, hasta en sus m enores detalles.

En ese cuadro están todos los sucesos de su vida, grande y pequeños.

Ve sus am biciones realizadas o f allidas, sus esfuerzos, triunf os, derrotas, am ores y

odios.

La tendencia predom inante del conjunto surge claram ente; el pensam iento director de la

vida se afirm a y se im prim e profundam ente en el alm a, señalando la región en donde

pasará la m ayor parte de su existencia póstum a.

Solem ne es el instante en que el hom bre, frente a frente de su vida, oye salir de labios de

su pasado el augurio de su porvenir.

En breve espacio de tiem po se ve com o es, r econoce el fin de su vida y sabe que la ley

es poderosa, justa y buena.

Luego de roto el lazo m agnético entre el cu erpo denso y el etéreo, estos asociados de

toda una vida se separan, y salvo en cas os excepcionales, el hom bre cae en apacible

inconsciencia.

La calma y el respeto deben presidir la conducta de quienes rodean el lecho del

moribundo, a fin de que un silencio solem ne facilite el exam en de su pasado al alm a que

se va.

Los gritos y lam entos ruidosos producen sobr e ella penosa impresión y pueden perturbar

el mantenim iento de su im presión.

Es desde luego a la vez im pertinente y e goísta interrum pir por el disgusto de una

pérdida personal, la calm a que le debe ayudar y apaciguar.

La religión ha prescripto sabiam ente oraciones para los agonizantes, porque m antienen

la calma y provocan aspiraciones desinteresadas que ayudan al m oribundo.

Como todo pensam iento am ante, contribuyen a defender y proteger.

Algunas horas después de la m uerte, unas treinta y seis por regla general, el hom bre

se retira del cuerpo etéreo.

Este últim o, abandonado a su vez com o cadáver inerte, queda cerca del cadáver denso y

comparte con él su suerte.

Si el cuerpo denso se entierra, el doble et éreo flota sobre la tum b a, disgregándose

lentam ente; y la penosa im presión que m uch as personas experim entan al visitar los

cementerios, se debe en gran parte a la presencia de los cadáveres etéreos en

descom posición.

Por el contrario, cuando se quem a el cuerpo, el doble etéreo se dispersa rápidam ente,

porque pierde su punto de apoyo y su centro de atracción física.

Esta es una de las razones, entre otras muchas, para preferir la crem ación a la

inhum ación, com o medio de disponer de los cadáveres.

La retirada del hom bre de su doble et éreo va acom pañada de la retirada de Prana,

que vuelve desde entonces al gran depósito de la vida universal; m ientras que el ser

hum ano, presto a pasar a Kam aloka, sufre una recom posición de su cuerpo astral, por lo

que éste podrá som eterse a las transform aciones purificadoras que necesita la liberación

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del hom bre mismo. (I) (Esta recom posición determ ina lo que los indos llam an Yätanä o

cuerpo de sufrim iento; o bien en caso de hom bres perversos, que tengan en su cuerpo

astral preponderancia de elem entos densísim os, el Dhruvam , o cuerpo fuerte.)

Durante la vida terrestre, los diversos estados de la m ateria astral se m ezclan con la

form ación del cuerpo astral, com o hacen los sólidos, los líquidos y los gases en el

interior del cuerpo físico.

La recom posición del cuerpo astral después de la muerte, apareja la separación de esos

materiales por orden de densidad, en una se rie de envolturas o capas concéntricas, la

má s sutil dentro y la m á s densa fuera, esta ndo cada capa form ada por la m ateria de una

sola subdivisión del plano astral.

El cuerpo astral viene a ser, pues, un conj unto de siete capas superpuestas, un séptuple

estuche de sustancia astral, donde puede d ecirse m uy bien que el hom bre está preso,

pues solo la ruptura de esas capas le ha de libertar.

Se com prenderá ahora la im portancia capital de la purificación del cuerpo astral durante

la vida terrestre.

El hom bre queda detenido en cada una de esas subdivisiones del Kam aloka hasta que la

envoltura de m ateria de esa subdivisión esté suficientem ente disgregada para perm itirle

pasar a las subdivisiones siguientes.

Adem ás, según la actividad conscientem ente desp legada por el ser durante su vida en tal

o cual estado de la m ateria astral, se encont rará despierto y consciente en la región que

le corresponda después de su m uerte; o bien no hará sino pasar, inconscientem ente,

absorto por sueños agradables y quedar rete nido durante el tiem po que en aquel estado

exija la disgregación m ecánica de su envoltura.

El hom bre espiritualm ente desarrollado, que ha purificado su cuerpo astral hasta el

punto de que los elem entos estén tom ados ta n sólo de la m ateria m á s sutil de cada

subdivisión del plano, no hará sino atravesar el Kam aloka sin detenerse en él.

Su cuerpo astral se disgregará con rapidez extrem a y quedará sin disgusto en el lugar

que su destino le asigne, según el grado de evolución que haya alcanzado.

Un hom bre menos evolucionado, pero cuya vida haya si do pura y sobria, que no

haya estado apegado a las cosas de la tierra , atravesará el Kam aloka con vuelo m enos

rápido; soñará pacíficam ente, inconsciente de lo que lo rodee, m ientras su cuerpo

mental vaya desechando sucesivam ente las dive rsas capas astrales, y despertará por fin

al alcanzar las m oradas celestes.

Otros, m enos desarrollados todavía, despertarán después de haber atravesado las

regiones inferiores del plano astral, rea dquiriendo conciencia en la división que

corresponda a su actividad consciente durante la vida terrestre, pues el ser se despierta

al contacto de las im presiones fam iliares, aunque las reciba entonces directam ente por el

cuerpo astral sin auxilio del cuerpo f ísico.

Los que hayan vivido en el seno de las pasi ones animales despertarán en la región que

corresponda a esas pasiones, pues cada hom bre se coloca exactam ente en el sitio que él

mismo se asigna.

El caso de supresión brusca de la vida física por accidente, suicidio, asesinato o

muerte repentina bajo cualquier form a que sea, m erece atención especial, porque difiere

de la m uerte ordinaria que sigue al agotam iento de las energías vitales por vejez o

enferm edad.

Si la víctim a es pura y de tendencias espir ituales, será objeto de protección especial y

dorm irá tranquilam ente hasta el térm ino de su existencia física norm al.

Pero si es de otro m odo, quedará consciente , aunque incapaz de darse cuenta de que ha

perdido su cuerpo físico, y obsesionada a veces durante algún tiem po por la escena fatal

de horrores a que no puede sustraerse.

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En todo ese tiem po quedará en la región del pl ano astral con la que esté en relación por

la zona m á s externa de su cuerpo astral.

Para un alm a semejante, la vida regular del Kam aloka comienza cuando ha agotado la

tram a de su existencia terrestre norm al; y tiene conciencia m uy viva de los objetos

físicos astrales que la rodean.

Un asesino ejecutado por su crim en, con tinúa (según el testim onio de uno de los

Maestros que instruyeron a H. P. Blavats ky) viviendo y reviviendo en Kam aloka la

escena del crim en y los sucesos siguientes, repitiendo sin cesar su acto diabólico,

volviendo a pasar por todos los terrores de la prisión y del suplicio.

Del m ismo modo, un suicida repetirá autom á ticam ente los sentim ientos de

desesperación y tem or que precedieron a su crim en, y renovará casi indefinidam ente

con lúgubre persistencia el acto fatal y la lucha de la agonía.

Una m ujer m uerta el llam as, presa de terro r loco después de esfuerzos desesperados

para escaparse, creó tal tem pestad de em ociones tum ultuosas, que cinco días después

luchaba todavía desesperadam ente viéndose rodeada de llam as y rechazando

violentam ente todos los esfuerzos que se hacían para tranquilizarla.

Otra m ujer, en cam bio, ahogada en una tem pestad, m urió con el corazón tranquilo y

lleno de am or, teniendo a su niño en brazos, má s allá de la m uerte pudo ser observada,

durm iendo sosegadam ente y soñando con su m ari do y sus hijos que se le aparecían en

dichosas visiones tan lím pidas com o la realidad.

En los casos m á s comunes, la m uerte por accidente es un desventaja real, resultado

de alguna falta grave (1) (No es necesario por una falta com etida en la vida

presente. La ley de casualidad se estudiará c on detenim iento en el capítulo IX); pues el

hecho de tener plena conciencia en las regi ones inferiores del Kam aloka, estrecham ente

unidas a la tierra, entraña inconvenientes y hasta peligros.

El hom bre está absorto por proyectos e in tereses que han ocupado su vida y tiene

conciencia de la presencia de las gentes y de las cosas que a ello se refieren.

Se siente casi irresistiblem ente lanzado a ef ectuar todos sus esfuerzos para influir en

negocios a que sus pasiones y sentim ientos le atan todavía.

Se encuentra, pues, ligado por sus deseos al mundo físico, aunque ha perdido ya todos

los órganos habituales de actividad.

El único m edio para llegar a la paz en aparta r resueltam ente su pensam iento de la tierra

y fijarlo en cosas m á s altas; pero el núm ero de los que tienen valor para tal esfuerzo es

comparativam ente m uy reducido, a pesar de los auxilios que siem pre ofrecen los

trabajadores del plano astral, cuya tarea c onsiste en ayudar y guiar a los que han dejado

este m undo (I) (Estos trabajadores son discípulos de algunos de los Grandes

Maestros que guían y ayudan a la hum anidad y que tienen el deber especial de socorrer

a las almas necesitadas de asistencia.)

Con frecuencia esas alm as sufrientes, incapaces de soportar su inacción forzada, buscan

la ayuda de un sensitivo con el que puedan relacionarse para ocuparse una vez m á s en

los negocios terrestres.

A veces tam b ién, obsesionando a algún m é dium di sponible, se esfuerzan en em plear su

cuerpo para sus propios fines.

Contraen así grandes responsabilidades para lo por venir.

No sin razón oculta la Iglesia nos enseña es ta oración: “De guerra, de asesinato y m uerte

repentina, líbranos Señor:”

Podem os ahora considerar una a una las subdivisiones del Kam aloka para form arnos

idea de las condiciones que el hom bre separa, en este estado interm edio, por los deseos

que nutre durante su vida física.

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Porque es preciso recordar que la sum a de vitalidad en cualquiera de las capas, y por

consiguiente el período de la detención correspondiente, dependen de la sum a de

energía com unicada durante la vida terrestre al género de m ateria astral de la que esa

capa se compone.

Si las pasiones m á s bajas han sido activas, la materia astral m á s densa, fuertem ente

vitalizada predom inará en cantidad.

Este principio tiene aplicación a través de todas las regiones del Kam aloka, de suerte

que el hom bre, durante su m isma vida, pue de darse cuenta exactísim a del porvenir

inmediato que se prepara cada día siguiente a la m uerte.

La prim era división, la má s inferior, contiene las condiciones que responden a los

diferentes géneros de “infiernos” descritos por los libros santos indos y buddhistas.

Es preciso com prender que el hom bre, al pasa r de uno a otro de esos estados purgativos,

no se desem b araza realm ente de las pasiones y de los viles deseos que le han llevado

allí.

Sem ejantes elem entos persisten, porque son parte integrante de su carácter y quedan

latentes, com o en germ en, en la m ente, pa ra estallar y form ar su naturaleza pasional

cuando esté pronto a renacer en el m undo físico.

Su estancia en la m á s baja región del Kam aloka se debe exclusivam ente a la presencia,

en su cuerpo Kám ico, de gran proporción de m ateria perteneciente a esta región; y

queda prisionero en ella hasta que la cap a de que se com pone está suficientem ente

disgregada para perm itir al hom bre poners e en contacto con la región inm ediata

superior.

La atm ósfera de ese lugar es somb ría, pesada, triste, deprim ente en grado

inconcebible; parece im pregnada de todas las influencias m á s opuestas al bien.

Tal es su carácter esencial, engendrado por los mismos cuyas m alas pasiones le han

llevado a ella.

Todo deseo y sentim iento hórrido encuentra allí los m ateriales m á s adecuados para su

expresión.

No falta nada de lo que puede haber en un lugar m á s infecto, sin contar con que todos

los horrores que se ocultan a la vida f ísica se manifiestan allí en toda su espantosa

desnudez.

El carácter repugnante de esta región acrecen tase por el hecho de que, en el m undo

astral, la form a de adapta al carácter.

El hom bre presa de pasiones m alsanas tiene, pues, todo el aspecto de lo que es.

Los apetitos bestiales dan al cuerpo astral as pecto bestial, y las terribles f orm as, sem i—

hum anas, sem i—anim ales, son la vestidura má s adecuada a las alm as parecidas a las

bestias.

En el m undo astral nadie puede ser hipócrita ni disim ular sus m alos pensamientos bajo

el velo de apariencia virtuosas.

Todo lo que es un hom bre, se ofrece en su form a y en su aspecto exterior, irradiando

belleza cuando su pensam iento es noble, y infundiendo fealdad cuando es vil.

Se com prenderá, pues fácilm ente, cóm o los Maestros, tales com o Buddha, con la visión

infalible de aquellos a quienes todos los mundos están abiertos, pudieron describir lo

que veían en esos infiernos con un lenguaje de terrible realism o, que parece increíble a

los lectores de hoy, porque olvidan que las almas, una vez libertadas de la m ateria

grosera y poco plática del m undo físico, se aparecen bajo la form a que les corresponde,

teniendo exactam ente el aspecto de lo que son en verdad.

En este m ismo mundo de aquí abajo, un faci neroso envilecido tiene por lo general

aspecto repugnante.

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¿ Q ué habrá de esperar, pues, de la m ateri a astral plástica, que se adapta al m enor

impulso de los deseos crim inales?

Es com pletam ente natural, pues, que un hom bre tal revista form a horrible y que se

manifieste con verdadero lujo de odiosas transform aciones. Conviene recordar que la

población de ese abism o del Kam aloka se compone de la escoria de la hum anidad;

asesinos, bandidos, crim inales de todo géner o, borrachos, libertinos; en una palabra, de

todo lo m á s vil del género hum ano.

Nadie se encuentra allí, con la conciencia despierta a lo que le rodea a no ser un

culpable de un crim en brutal, de una crue ldad obstinada y persistente, o víctim a de

algún vicio abyecto.

Las únicas personas de carácter m á s elevado que sin em bargo se encuentran retenidas

allí por algún tiem po, son los suicidas que ponie ndo fin a sus días intentaron sustraerse a

los castigos terrestres.

No hacen sino agravar su situación.

No se encuentran allí, naturalm ente, todos lo s suicidas, porque el suicidio puede haberse

efectuado por m otivos m uy diversos; se en cuentran los que cobardem ente quisieron

evitar las consecuencias de sus propias acciones.

Aparte de la lobreguez del lugar y de las com pañías abyectas que encuentra, el

hom bre m ismo es allí el creador inm ediato de su propia m iseria.

Como no experim enta otro cam bio que la pérd ida de su velo corporal, m anifiesta sus

pasiones con toda su fealdad original y su brutal desnudez.

Llenos de apetitos f eroces e insaciables, inf lamados de venganza, odio y

concupiscencias que no pueden satisfacer, por fa lta de órganos, las alm as vagan furiosas

y ávidas a través de aquél lúgubre am biente.

Se congregan en los peores lugares de la tierra , cerca de las casas de lujuria, de los sitios

de em briaguez, excitando los concurrentes asi duos a esos lugares a la deshonestidad y a

la violencia, buscando el m omento de obsesionarlos y llevarlos a los m ayores excesos.

La sof ocante atm ósfera que se observa en esos sitios se debe en gran parte a la presencia

de esas entidades ligadas a la tierra, poseídas de pasiones abyectas y de infam es deseos.

Los m é dium , a m enos que no tengan carácter noble y puro, son principalm ente el objeto

de sus ataques.

Con frecuencia, faltos de voluntad, debilitados por el abandono pasivo de su cuerpo a la

ocupación tem poral de otras entidades desencarnadas, quedan poseídos por esos seres

malos y arrastrados a la intem perancia y a la locura.

Los asesinos ejecutados, llenos de terror, de odio y de venganza in—saciados, renuevan

sin cesar su crim en por im pulso maquina l y reproducen m entalm ente los terribles

sucesos, envolviéndose en una atm ósfera de pensamientos—form as (form as creadas) de

crim en.

Llevados hacia cualquiera, alim entan sentim ientos de odio o de venganza e incitan a

cometer el crim en que m editan.

Se verá a veces, en esta región, aun asesino constantem ente seguido por su víctim a, a

cuya angustiosa presencia no puede sustraerse, form a inerte que persigue sus pasos con

persistencia inquebrantable, a pesar de los esfuerzos que haga aquél para

desem b arazarse de ella.

Y la víctim a, a m enos que no tenga carácter vil, es inconsciente, y su propia

inconsciencia contribuye a acrecentar el horror en el culpable a quién persigue

maquinalm ente.

Aquí tam b ién encontram os el infier no del vivisector, pues la crueldad atrae el

cuerpo astral los m ateriales m á s densos y las com b inaciones má s repugnantes de la

materia astral.

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Vive entre las f orm as de sus m utiladas víctim as, gim ientes, trém ulas, aullantes,

vivificadas no por las alm as de los m ismos animales, sino por la vida elem ental

estrem ecida de odio contra el sacrificador.

Este m ismo, con regularidad autom á tica, rep ite sus nefastos experim entos, consciente

de su horror, im periosam ente lanzado a inf ligir de nuevo el torm ento por la costum bre

contraída en su vida terrestre.

Antes de abandonar esta triste región recordarem os que no hay en ella castigos

arbitrariam ente inf ligidos por lo exterior , sino que son inevitable efecto de las causas

que ha puesto en juego cada uno.

Durante su vida física, esos hom bres cedieron a los m á s viles im pulsos, atrajeron y

asimilaron a su cuerpo astral los m ateriales que únicam ente pueden vibrar en respuesta a

esos impulsos.

Ahora, pues, ese cuerpo que ellos m ismos construyeron, se convierte en prisión de su

alma y ha de caer arruinado antes de que logre evadirse de él.

¿ E l borracho no tiene forzosam ente que vivir aquí abajo, en su repugnante cuerpo físico,

abrazado por el alcohol?

Pues la m isma ley le obligará vivir en Kam aloka, en su cuerpo astral no m enos

repugnante.

La sem illa semb rada se recoge según su esp ecie; tal es la ley en todos los m undos y

nadie puede sustraerse a ella.

A decir verdad, el cuerpo astral no es a llí ni má s escandaloso ni m á s horrible que

cuando el hom bre vivía sobre la tierra y produc ía en torno a él una atm ósfera fétida por

sus emanaciones astrales; pero las gentes de la tierra no se daban cuenta de su fealdad,

porque astralm ente son ciegas.

Cuando consideram os, adem ás, a esos desgraciados que son nuestros herm anos,

podem os consolarnos pensando que sus sufrim ient os son tem porales y que dan a la vida

del alm a una lección sumamente necesaria.

Bajo la reacción de las leyes de la natural eza que violó, aprende la existencia de estas

leyes y la m iseria que inevitablem ente dim ana de no observarla en la vida y conducta

del hom bre.

La naturaleza no nos econom iza nada; pero en últim o térm ino sus lecciones son

elocuentes, porque aseguran nuestra evoluci ón y conducen al alm a a la conquista de la

inmortalidad.

Pasem os a una región m enos somb ría.

La segunda subdivisión del m undo astral puede considerarse com o reproducción astral

del m undo físico.

Con efecto, la m ateria de esta región predom ina en la composición en la composición

del cuerpo astral de los objetos m ateriales, así com o en la mayoría de los hom bres.

Ninguna región esta m á s estrecham ente relacionada con el m undo físico.

La m ayoría de los “m uertos” residen aquí dur ante cierto tiem po y gran núm ero de ellos

tienen aquí plena conciencia.

Se interesaron por la nim iedades y trivialidades de la existencia, se apegaron a las

fruslerías; m uchos se dejaron dom inar por su naturaleza inferior y m urieron llevados

vivos sus apetitos, deseos y goces f ísicos.

Cómo tal fué el em pleo de sus energías vitales, edificaron su cuerpo astral con

materiales que responden con facilidad a los contactos físicos.

Después de la m uerte, este cuerpo astral sólo puede retenerlos en la proxim idad de

objetos terrestres.

Estas gentes son, en su m ayoría, descontento s, am biciosos, inquietos, con m á s o menos

sufrim iento según su intensidad de los deseos que no pueden satisfacer.

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Algunos sufren de hecho una angustia real y en ella perm anecen largo tiem po hasta que

se limpian de sus concupiscencias terrenas.

Muchos de ellos prolongan inútilm ente su estancia tratando de com unicarse con la

tierra, de llevar a ella los intereses a que es tán ligados, a favor de los m é dium que les

prestan el cuerpo físico, supliendo así la carencia del suyo propio.

De esta región proviene, en general, la vana charlatanería, tan conocida del que haya

frecuentado las secciones espiritistas públicas—c harla de portera y m oralidad de la casa

de huéspedes.

El elem ento fem enino está en m ayoría.

Estas alm as, ligadas a la tierra, tienen por lo general escasa inteligencia, y sus

comunicaciones no revisten otro interés, para el que ya está convencido de la existencia

del alm a después de la m uerte, que el que tendría su conversación en la tierra.

Adem ás, com o aquí abajo, esos desgracia dos son tanto m á s afirm ativos cuanto m á s

ignorantes e im ponen a sus fieles, com o ú ltim a concepción del m undo invisible, el

conocimiento lim itado que ellos m ismos tienen.

Después de la m uerte, com o antes de ella,

Confunden las hablillas de su pueblo

con los grandes rum ores del universo.

Se encuentran tam b ién en esta región las gentes que m uertas con alguna

preocupación tratan de com unicarse con sus am igos a fin de arreglar el asunto terrestre

que les preocupa.

Si no logran m anifestarse, o trasm itir su de seo a algún am igo bajo la form a de sueño,

pueden ocasionar m uchas m olestias por golpe s u otros ruidos hechos para atraer la

atención o provocados inconscientem ente por sus im pacientes esfuerzos.

En tal caso, una persona com petente hará obra de caridad com unicando con la entidad

angustiada para saber lo que desea.

Esta intervención bastará en ocasiones para devolver la quietud am enazada.

En esta región, el alm a está fácilm ente e xpuesta a fijar su atención en la tierra, aunque

no lo solicite espontáneam ente.

Sem ejante flaco servicio lo hacen con dem asiado frecuencia los tristem ente apasionados

y el ardiente deseo que de su querida presencia sienten los am igos que dejó en la tierra.

Los pensam ientos—form as engendrados por estos sentim ientos, se posan alrededor del

alma y la despiertan de pronto cuando duerm e apasiblem ente.

Otras veces, cuando tiene conciencia, su aten ción queda violentam ente atraída hacia la

tierra de que debe alejarse.

En el prim er caso, sobre todo, el egoísm o inconsciente de los am igos que hay en la

tierra, perjudica a los m uertos am ados, de tal modo, que esos m ismos amigos serían los

prim eros en lam entarlo si fueran conscientes.

Quizá la com prensión de los sufrim ientos infligidos sin necesidad por esta causa a los

que abandonaron la tierra, ayude a algunos a reconocer la autoridad de los preceptos

religiosos que ordenan la sum isión a la ley divina y la represión del dolor excesivo y

tum ultuoso.

La tercera y la cuarta región del Kam aloka difieren poco de la segunda y pueden

considerarse casi com o etéreas.

La cuarta es m á s sutil que la tercera, pero las características generales de las tres

regiones son las m ismas.

Encontram os aquí alm as de un tipo m á s evol ucionado, y aunque estén retenidas en este

lugar por la envoltura debida a la actividad de los interese terrestres, su atención se

dirige por lo general hacia adelante y no hacia atrás.

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Mientras no se les llam a por fuerzas a lo s negocios de la vida física, pasan sin

preocuparse de ellos.

Perm anecen, sin em bargo, accesibles todavía a la s impresiones terrestres, y el interés

cada día m á s débil que tienen por los asuntos m undanos puede despertarse por los

clamores de aquí abajo.

Un gran núm ero de personas instruidas y reflexivas que , no obstante, se dejaron

absorber por los cuidados del m undo, tienen conciencia en esas regiones.

Se les puede obligar a com unicarse por los mé dium , pero es raro que busquen por sí

mismos tal com unicación.

Sus palabras tienen con toda evidencia m ayor valor que las que preceden de los de la

segunda región.

No ofrecen, sin em bargo, m á s interés que la conversación de esas m ismas personas en

su vida.

La ilum inación espiritual no procede, por lo dem á s, del Kam aloka.

La quinta subdivisión del Kam aloka ofrece m uchas características nuevas.

Su aspecto es claram ente lum inoso o radian te y m uy atractivo para quien sólo está

acostum brado a los som b ríos colores de la tierra, justificando el epíteto de astral,

estrellado, que se da al conjunto del plano.

Aquí se encuentran todos los cielos m aterializados que tan im portantes papel

desem peñan en las religiones del m undo.

Las cacerías celestes del piel roja; en el W alhalla del escandinavo; el paraíso lleno de

Huríes, del m usulmán; la Nueva Jerusalén de oro y puertas de piedras preciosas, del

cristiano; el cielo lleno de liceos, del reform ador m aterialista; todos tienen aquí su sitio.

Los rígidos devotos que se apegan desesperad amente a la “letra que m ata”, encuentran

aquí la satisfacción literal de sus deseos.

Gracias a su `potencia im aginativa, alim entada por la corteza estéril de los libros santos

del m undo, construyen inconscientem ente con m ateria astral los castillos en el aire en

que sueñan.

Las creencias religiosas m á s extrañas encuentran aquí su realización inform e y

tem poral, y los sectarios de las letras de t odas las religiones, deseosos de su exclusiva

salvación en el cielo m á s materialista que pueda im aginarse, encuentran satisfacción en

este lugar que les conviene perfectam ente, rodeados com o se hallan de las m ismas

condiciones a las que ajustaron su fe.

Los religiosos y filántropos que no tuvier on otro propósito que ejecutar sus propios

caprichos e im poner al prójim o su manera de ver, en vez de trabajar desinteresadam ente

por el acrecentam iento de la virtud y de la dicha hum anas, se encuentran aquí a sus

anchas y organizan reform atorios, asilos y escuelas con plena satisfacción personal; y en

ocasiones se regocijan al m eter m ano astral en cualquier asunto terreno, a favor de un

mé dium dócil al que dirigen con la m ayor condescendencia.

Edifican astralm ente iglesias, casas escuel as, reproduciendo los cielos m ateriales que

ambicionaron, y aunque a la m irada clariv idente puedan parecer sus construcciones

imperfectas, y con algo dolorosam ente grotesco, para ellos nada dejan de desear.

Los sectarios de una m isma religión se reúnen y cooperan de m aneras diferentes,

form ando com unidades que difieren entre sí tanto com o las comunidades análogas de

aquí abajo.

Cuando se les atrae hacia la tierra, buscan en general, correligionarios y com patriotas,

no por afinidad natural, sino porque las ba rreras del idiom a persisten en Kam aloka,

como denotan los m ensajes recibidos en los círculos espiritistas.

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Las alm as de esta región tom an a veces vivo interés por las tentativas efectuadas para

establecer com unicaciones entre este m undo y el suyo; y de ahí que de la religión

inmediatam ente superior provengan los espíritus guías de gran núm ero de m é dium .

Esas alm as saben generalm ente que hay ante ellas una posibilidad de existencia m á s

elevada, y que están destinadas a pa sar, tarde o tem prano, a m undos donde la

comunicación con esta tierra no les será posible.

La sexta región del Kam aloka asemejase a la quinta, pero es m ucho m á s sutil.

Se encuentra poblada principalm ente de alm as má s evolucionadas, que acaban de gastar

la envoltura astral, a través de la cual su s energías m entales se m anifestaron en gran

parte durante la vida física.

Su detención se debe al preponderante pape l desem peñado por el egoísm o de su vida

intelectual y artística, y a que prostituye ron sus talentos, de un m odo refinado y

delicado, en pro de la naturaleza sensible.

Les rodea todo cuanto de m á s bello en Kam aloka, porque su pensam iento creador

modela la sustancia lum inosa de su estancia pasajera en paisajes adm irables, en

palpitantes océanos de luz, en m ontañas con picos de nieve, en f é rtiles llanuras y en

escenas de hechizante belleza, aun com paradas con lo m á s exquisito de la tierra.

Se encuentran igualm ente aquí los devotos de las religiones, pero de tipo m á s elevado

que de la subdivisión precedente, con se ntim ientos m á s justo de sus propias

limitaciones.

Todos confían seguram ente en dejar su estancia actual para pasar a m á s elevada esfera.

La séptim a y superior subdivisión de l Kam aloka, está ocupada casi exclusivam ente

por los intelectuales, hom bres y m ujeres, que tuvieron sobre la tierra vigorosos

materialism o o estuvieron de tal m odo sujeto s a los medios por los cuales el m ental

inferior adquiere conocim ientos en el cuer po físico, que continúan persiguiendo esos

conocimientos según el antiguo m é todo, aunque con facultades m á s desarrolladas.

Recuerda uno instintivam ente cuan hostil era Carlos Lam b a quién la idea de que en el

cielo había de adquirir el conocim iento por “ no sé que raro procedim iento de intuición”

en vez de adquirirlo en “sus queridos libros”.

Más de un sabio vive durante años, y siglos a veces (según H. P. Blavatsky) en una

verdadera biblioteca astral, recorriendo ávidam ente todas las obras que tratan de su tem a

favorito, perfectam ente satisfecho de su suerte.

Quienes concentraron toda su energía en una dirección cualquiera de investigación

intelectual y abandonaron el cuerpo físico sin calm ar su sed de conocim ientos,

continúan persiguiendo su objeto con infalible persistencia, unidos por ese trabajo al

mundo físico.

Con fr ecuencia tales hom bres son todavía escépticos en cuanto a las posibilidades

superiores que les aguardan, retroceden ante la perspectiva de lo que les parece

realm ente una segunda m uerte, la pérdida de la conciencia que precede al nacim iento

del alm a a la vida superior del cielo.

Los políticos, los hom bres de estado y los hom bres de ciencia perm anecen algún tiem po

en esta región, despojándose lentam ente de su envoltura astral, sujetos todavía a la

existencia terrestre por el vivo interés que prestan a los m ovim ientos en que tan gran

papel desem peñaron y por el esfuerzo que hacen para efectuar astralm ente aquellos

proyectos que la m uerte les im pidió realizar.

Para todos, salvo para la ínfima minoría que no experim entó sobre la tierra un sólo

movim iento de am or desinteresado o de aspi ración intelectual, que vivió sin reconocer

jam á s algo elevado que su yo; para todos llega, tarde o tem prano, un tiem po en que por

fin se desatan las ligaduras del cuerpo astral.

48.

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El alm a adquiere m omentáneam ente concienc ia de lo que le rodea, conciencia

semejante a la que sigue a la m uerte físi ca, pues se despierta por un sentim iento de

felicidad intensa, inm ensa, insondable, im posible de im aginar aquí abajo, de la felicidad

del m undo celeste, del m undo a que por naturaleza pertenece el alm a.

Pudo haber nutrido m uchas pasiones viles y baja s, m uchas codicias vulgares y sórdidas;

pero ha visto resplandores de naturaleza má s elevada, resplandores interrum pidos,

esparcidos, de una región m á s pura.

Entonces, estos resplandores m aduran por ser ya época de la cosecha, y los pobres y

débiles recogen el fruto que les pertenece.

Por esto va el hom bre m uy lejos a recoger esa cosecha celeste, a fin de com erla y

asimilarse sus frutos.

El cadáver astral, com o se le llama a veces, o el cascarón astral de la entidad de que

es parte, se com pone de restos de las siet e capas concéntricas anteriorm ente descritas,

restos m antenidos en conjunto por la rem anencia magnética del alm a.

Cada capa o corteza, a su vez, se disgrega hasta reducirse a fragm entos esparcidos, que

quedan sujetos, por la atracción m agnética, a las capas que todavía subsisten.

Cuando todas quedan reducidas a sem ejante condición, incluso la séptim a, la m á s

interna, el hom bre m ismo escapa dejando tras sí esos restos.

El cascarón flota luego a través del m undo as tral, repitiendo de una m anera autom á tica

sus vibraciones acostum bradas, y a m edida que el m agnetism o rem anente va

perdiéndose, se descom pone el cascarón cada vez m á s y acaba por disolverse del todo,

restituyendo sus m ateriales al fondo com ún de la materia astral, com o el cuerpo físico

devuelve al m undo físico los elem entos de que se com ponía.

El cascarón astral va de un lado a otro según las corrientes astrales, y si no esta m uy

descom puesto puede vitalizarse por el m agnetis mo de las alm as encarnadas en la tierra,

siendo así capaz de alguna actividad.

Absorbe el m agnetism o como una esponja el agua, repitiendo con intensidad

marcadísim a las vibraciones a que ha estado acostum brado en otro tiem po.

Sem ejantes vibraciones se ponen de m anifiesto generalm ente bajo la acción de algún

pensamiento com ún al alm a desaparecida y a sus amigos terrestres, y el cascarón, así

vitalizado, puede desem peñar m uy regularm ente el papel de inteligencia com unicante.

Se distingue, sin em bargo, aparte del em pleo de la visión astral, por la repetición

autom á tica de los pensam ientos f amiliares, así com o por la carencia de toda idea

original y de todo conocim iento adquirido después de la m uerte física.

Así com o las almas pueden hallar en su progreso obstáculos opuestos por los am igos

ignorantes e irreflexivos, es posible, igua lmente, que reciban socorro por esfuerzos

sabios y bien dirigidos.

Por eso, todas las religiones, que conservan al gún vestigio de la oculta sabiduría de sus

fundadores, prescriben preces u oraciones fúnebres.

Estas oraciones, com o las cerem onias que las acompañan, son m á s o menos eficaces

según el conocim iento, el am or y la fuerza de voluntad que las anim a.

Tienen por base el principio universal de la vibración, según la cual está construido,

modificado y conservado el universo.

Los sonidos engendran vibraciones y m odelan la materia astral en form as determ inadas

que el pensam iento anim a por m edio de las palabras.

Estos pensam ientos—form as se dirigen h acia la entidad que está purgando, y obran

sobre su astral precipitando su disolución.

Con la decadencia del saber oculto, estas cerem onias han venido a ser cada vez m enos

eficaces y hasta de utilidad casi nula.

49.

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Sin em bargo, cuando se efectúan por un hom b r e de saber, ejercen la influencia

apetecida.

Por lo dem á s, cada uno puede ayudar a sus m uertos am ados enviándoles pensam ientos

de am or y de paz, y haciendo votos por un rápido progreso a través del Kam aloka y por

su liberación de las trabas astrales.

Que nuestros m uertos no sigan solitarios su cam ino, sin el auxilio de nuestros

pensamientos—form as má s cariñosos, abandona dos a los ángeles custodios que deben

guiarlos y anim arlos en su m archa hacia la dicha.

50.

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EL PLANO MENTAL

SABIDURÍA ANTIGUA

Según su nom bre indica, el plano m ental es el dom inio propio de la conciencia cuando

actúa com o pensamiento.

En el plano de la inteligencia, no en func ión por m edio del cerebro, sino en su propio

mundo, libertada de las ligaduras del espíritu—m ateria físico. La palabra inglesa m an

(hom bre) viene de la sánscrita m an, raíz del verbo que significa pensar.

Así m an (hom bre significa pensador, designá ndose al hom bre por la inteligencia com o

su má s característico atributo.

En inglés encontram os únicam ente la palabra m ind (m ente) para designar a la vez la

propia conciencia intelectual y los efectos producidos sobre el cerebro físico por las

vibraciones de la conciencia.

Pero debem os considerar ahora la conciencia intelectual com o entidad distinta, com o

individualidad y ser real.

Las vibraciones de su vida son pensam ientos son im ágenes y no palabras.

Esta individualidad es Manas, el Pensador (I) (De la palabra Manas se deriva el nom bre

técnico: plano m anásico, traducido por pla no mental. Le podem os llamar el plano de la

inteligencia propiam ente dicha, para distinguir sus actividades de las de la inteligencia

operante en la carne)

Es él yo que revestido de la m ateria de la s subdivisiones superiores del plano m ental

trabaja bajo las condiciones que esa m ateria le im pone.

Sobre el plano físico se revela su presenci a por las vibraciones que transm ite al cerebro

y al sistem a nervioso.

Estos órganos responden a las vibraciones de su vida por las vibraciones sim páticas;

pero a causa de la densidades sus m ateri ales, no pueden reproducir sino una parte m uy

débil de las vibraciones recibidas, y aún de m anera m uy im perfecta.

Del m ismo modo que la ciencia afirm a la exis tencia de una inm ensa serie de vibraciones

del éter, serie de la cual sólo percibim os un fragm ento, el espectro solar lum inoso, el

aparato físico del pensam iento, el cerebro y el sistem a nervioso, no pueden pensar sino

un pequeño f r agm ento de la inm ensa serie de vibraciones m entales em itidas por el

Pensador en su propio m undo.

Los cerebros m uy receptivos responden a un grado que convenim os en denom inar gran

potencia intelectual; y los excepcionalm ente receptivos responden a lo que se llam a

genio.

En fin, los cerebros excepcionalm ente inertes responden solam ente al grado

denom inado idiotez.

Cada uno de nosotros envía a su cerebro m illones de ondas m entales a las que el órgano

puede responder por la densidad de sus m ateri ales; y lo que se llam a poder m ental de un

hom bre está en relación directa con esta sensibilidad.

Antes de estudiar al Pensador convendrá c onsiderar el m undo que ocupa, es decir, el

plano mental m ismo.

El plano m ental es el que sigue al astral.

No está separado de él sino por la diferencia de los m ateriales, lo m ismo que el plano

astral del plano físico.

Podem os así repetir en la com paración del pl ano mental y del astral lo ya dicho al

comparar el plano astral y el plano físico.

La vida sobre el plano m ental es m á s activa que en el astral y la form a en él es m á s

plástica.

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El espíritu—m ateria se halla m ucho m á s vitalizado y sutil que la m ateria del m undo

astral.

El átom o má s sutil de m ateria astral contiene en su cubierta esferoidal innum erables

agregados de la m ateria m ental m á s densa, de suerte que la disgregación del átom o

astral pone en libertad una cantidad de m ateria m ental de variedades m uy densas.

En tales condiciones, se comprende rá que es m uy activa la acción de las fuerzas

vitales sobre este plano, puesto que la m asa que ha de m over es infinitam ente m enor.

La m ateria está anim ada de un m ovim iento continuo e incesante, tom a form a al menor

estrem ecimiento de vida, y se adapta sin vacilación a los m enores m atices de esas

vibraciones.

La substancia m ental, com o se la ha llamado, hace aparecer denso, pesado y em pañado

al espíritu—m ateria astral, tan m aravillosa mente lum inoso cuando se le com para con la

materia física.

Pero la ley de analogía conserva todo su valo r, y será para nosotros un hilo conductor a

través de esta región súper—astral, lugar que es nuestro lugar de nacim iento, nuestra

verdadera patria, aunque lo ignorem os, presos como estam os en un país de destierro, y a

pesar tam b ién de la extravagancia que revist e a nuestros ojos la descripción de esta

región gloriosa.

Aquí tam b ién, com o en los dos planos infe riores, hay siete subdivisiones del espíritu—

materia; y aquí tam b ién, estas variedades form an innumerables com b inaciones de toda

clase de com plejidad, constituyendo los sólidos , los líquidos, los gases y los éteres del

plano mental.

Esto no es m á s que una m anera de hablar, porque la palabra sólido parece absurda aun

hablando de las form as má s sustanciales de la m ateria m ental, y no tenem os otros

calificativos de los que se basan sobre las condiciones físicas.

Bástenos com prender, por lo dem á s, que este plano sigue la ley y orden general de la

naturaleza, que apareja para nuestro gl obo una base septenaria; y que las siete

subdivisiones de su m ateria decrecen en de nsidad con relación unas a otras com o los

sólidos, los líquidos, los gases y los éteres; y que la séptim a y últim a subdivisión se

hallan exclusivam ente com puesta de los m á s sutiles átom os mentales.

Estas subdivisiones se clasifican en dos grupos, a los que se les ha dado el nom bre

no muy apropiados y al prim er intento ininteligible, de: “no form al” y “form al” (I) (En

sánscrito Arupa y Rupa. —Rupa significa form a, envoltura, cuerpo.)

Las cuatro subdivisiones inferiores constituye n el segundo grupo, y los tres superiores el

prim ero.

Esta agrupación es necesaria porque hay una distinción m uy real, aunque es m uy difícil

de definir.

Estas regiones corresponden en la conciencia hum ana a las mismas divisiones de la

inteligencia, com o se verá m á s claram ente luego.

Quizás se podría expresar m ejor sem ejant e distinción diciendo que, en las cuatro

subdivisiones inferiores, las vibraciones de la conciencia dan origen a form as, im ágenes

o representaciones, apareciendo cada pensam iento com o una form a viva; m ientras que

en las tres subdivisiones superiores, aunque la conciencia tam b ién produce vibraciones,

parece m á s bien em itirlas com o una ola poderosa de energía viva que no se incorpora en

imágenes distintas m ientras está en esa región superior, sino que engendra form as

mú ltiples, ligadas entre sí por una condici ón común, desde que penetra en los m undos

inferiores.

La m á s íntim a analogía que se puede encont rar para la concepción que se trata de

exponer es la de los pensam ientos abstractos y los concretos.

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La idea abstracta de un triángulo no tiene fo rm a, pero sirve para designar todas las

figuras lim itadas por tres líneas rectas, cuyos ángulos sum an dos rectos.

Tal idea, condicionada, pero sin form a, al pr oyectarse en el m undo inferior, dará origen

a una infinita variedad de triángulos, rect ángulos, isósceles, escálenos, de colores y

dim ensiones variados, que satisfagan todas las condiciones; triángulos concretos con

propia y definida form a.

Es impotente la palabra para mostrar claram ente la diferencia entre las dos maneras

de actuar la conciencia en am bas regione s; porque las palabras son sím bolos de

imágenes, pertenecen a las operaciones del m ent al inferior en el cerebro y se basan

exclusivam ente sobre sus operaciones.

Mientras que la región “sin form a” pertenece a la razón pura, que jam á s trabaja en los

estrechos lím ites del lenguaje.

El plano m ental es el que refleja la Inteligencia Universal en la Naturaleza, el plano

que, en nuestro pequeño sistem a, corresponde al de la Gran Inteligencia en el Cosm os

(I) (Mahat, el tercer Logos o la Inteligencia Divina creadora; El Brahm â de los indos, el

Mandujusri de los buddhistas del Norte., el Espíritu Santo de los cristianos)

En sus regiones superiores existen todas las ideas arquetipos que se hallan actualm ente

en vías de evolución concreta; y en sus regiones inferiores esas ideas se elaboran en

form as sucesivas para reproducirse enseguida en el m undo astral y en el físico.

La m ateria del plano es susceptible de com b inarse al im pulso de vibraciones m entales, y

puede form ar cuantas com b inaciones sea capaz de im aginar el pensam iento.

De la m isma manera que el hierro puede c onvertirse en arado para el labrador o en

espada para el guerrero, la m ateria m ental puede m odelarse en form as que aprovechen o

perjudiquen.

La vida del Pensador, en vibración continua, modela la m ateria que le rodea, y su obra

se educa a la voluntad que la engendra.

En esta región el pensam iento y la acción, el propósito y el hecho son la m isma cosa.

El espíritu—m ateria es el esclavo dócil de la vida y se adapta espontáneam ente a cada

impulso creador.

Por su velocidad y sutilidad, esta s vibraciones que m odelan en pensam ientos—

form as la materia del plano m ental, dan ta mb ién nacim iento a exquisitas coloraciones

constantem ente cam biantes: ondas de tintes va rios com o las irisadas del nácar, pero

etéreas y lum inosas en grado incom parable, que resbalan sobre todas las superficies y

penetran todas las form as, de m odo que cada una de ellas ofrece una arm onía de colores

tornasolados, vivos, lum inosos y delicados, com o no se conocen en la tierra.

Las palabras son incapaces de expresar la exquisita belleza y brillo de las

comb inaciones de esa m ateria sutil, trém ula de vida y de m ovim iento.

Todos los videntes que lo atestiguan, indos , buddhistas, y cristianos hablan con éxtasis

de su gloriosa belleza y confiesan que son incapaces de describirla.

Parece que toda descripción, por hábiles que sean sus térm inos, no sirven sino para

rebajarla.

Los pensamientos—form as juegan naturalm ente un papel considerable entre las

criaturas vivas que actúan en el plano m ental.

Asem ejase a las que hem os hallado en el mundo astral, salvo que son m ucho m á s

luminosas, m á s brillantem ente coloreadas, m á s vigorosas, m á s persistentes y m á s

vitalizadas.

A m edida que las cualidades intelectuales superiores se señalan m á s claram ente en

quién las engendra, presentan un contor no má s definido y tienden a una singular

perfección geom étrica, al m ismo tiem po que ha una pureza de luz y de color no m enos

adm irable.

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No hay necesidad de decir que, en el es tado actual de la hum anidad, las form as

nebulosas e irregulares predom inan como producto habitual de inteligencias m al

dirigidas.

No obstante, tam b ién se encuentran en el pl ano astral pensam ientos artísticos de rara

belleza, y así no es extraño que los pintores, de spués de entrever un instante su ideal en

sueños, se im pacienten por no poder expresar su radiante belleza con los colores de este

mundo.

Estos pensam ientos—form as están constituidos por la esencia elem ental del plano.

Las vibraciones del pensam iento m odelan la esencia elem ental en form a adecuada, de la

que el pensam iento es vida anim adora.

Encontram os aquí, pues, los elem entos artific iales idénticos, en su m odo de form ación,

a los del m undo astral, todo lo que se ha di cho en el capítulo II sobre su generación e

importancia, puede repetirse a propósito de lo s elementales del plano m ental; pero hay

que tener en cuenta la responsabilidad adic ional adquirida, a consecuencia de la m ayor

fuerza y de la perm anencia característica de los elem entales de este m undo superior.

La esencia elem ental del plano m ental está form ada por la Mónada en el estado de

descendencia que precede inm ediatam ente a su entrada en el m undo astral.

Constituye entre las cuatro subdivisiones in feriores del plano m ental el segundo reino

elemental.

Las tres subdivisiones superiores, “sin fo rm a”, están ocupadas en el prim er reino

elemental.

Aquí el pensam iento produce en la esencia elem ental irisaciones brillantes, corrientes

coloreadas y relám pagos de fuego vivo, en vez de incorporarse en form as definidas.

La esencia elem ental tom a, por decirlo así, su prim era lección de actividad orgánica, de

acción comb inada; pero no reviste aún las lim itaciones definidas de las form as.

En las dos grandes divisiones del plano mental viven inteligencias innum eras, cuyo

cuerpo inferior está form ado de m ateria lum inosa y de la esencia elem ental del plano:

Seres Resplandecientes que guían el proceso del orden natural y dirigen las legiones de

entidades inferiores de que ya se ha habla do, pero som etidos a su vez, en sus m ú ltiples

jerarquías, a los Soberanos Señores de los siete elem entos (I) (Estos seres son los

Arupa Devas y los Rupas Devas de los indos y buddhistas, los Señores de los cielos y la

tierra de los zoroástricos, los Arcángeles y Ángeles de los cristianos y m ahom etanos.)

Son, com o se imagina com únm ente, seres de gran conocim iento, de inm enso poder y de

esplendente aspecto; criaturas radiantes y brillantísim as con mil camb iantes parecidos

al arco iris de los colores celestes.

Llenos de real m ajestad respiran tra nquila energía y tienen expresión de fuerza

irresistible.

Aquí se presenta al espíritu la descripci ón del gran vidente cristiano cuando habla de un

arcángel poderoso:

“Había un arco iris sobre su cab eza; su rostro se parecía al sol y sus pies a dos colum nas

de fuego” (I) (Apocalipsis, X- I.)

Sus voces son com o sonido de profundas aguas, com o eco de la arm onía de las esferas.

Son los guías del orden natural y m andan a legiones inm ensas de elem entales del m undo

astral.

De suerte que sus cohortes persiguen inces antem ente la obra de la naturaleza con

regularidad y precisión infalibles.

En el plano mental inferior hay numer osos Chelas que trabajan en su cuerpo m ental

(2) (Cuerpo ordinariam ente llam ado Mayavi Rupa o form a ilusoria, cuando este

dispuesto para funcionar independientem ente en el m undo m ental.) Libertados

tem poralm ente de la envoltura física.

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Cuando el cuerpo carnal está sum ergido en profundo sueño, el Pensador, el hom bre real,

puede escaparse de él a fin de trabajar libre de trabas en esta región superior.

De ahí qué, al obrar directam ente sobre la es fera m ental de sus sem ejantes, les sugiera

buenos pensam ientos, presentándoles ideas nobles, y los pueda ayudar y confortar m á s

viva y eficazm ente que a través de la prisión del cuerpo físico.

Percibe m á s claram ente sus necesidades y puede así socorrerlos de m anera m á s

perfecta.

Su m ayor privilegio y su m á s intenso goce consiste en ayudar a sus herm anos que

luchan, sin que tengan conocim iento de sus servicios ni la m enor idea del poderoso

brazo que les aligera el yugo, de la dulce voz, que m uy por lo quedo los consuela en sus

penas.

Ni se les ve ni se les reconoce.

En la tarea ayuda a am igos y enem igos c on igual placer y la m isma libertad, repartiendo

entre los hom bres las diversas corrientes bienhechoras dim anantes de los grandes

Protectores de las superiores esferas.

Tamb ién se hallan algunas veces en esta región las form as gloriosas de los Maestros,

aunque generalm ente residan en las subdivisiones m á s elevadas del m undo “sin form a”.

Tamb ién descienden hasta este plano en cier tas épocas otros Grandes Seres, cuando la

compasión requiere de su parte que se m anifiesten en planos inferiores.

Sean hum anas o no, estén en su cuerpo o fuera de él, la com unicación es

prácticam ente instantánea entre las inteligenci as que funciona conscientem ente en este

plano, porque se produce con la rapidez del pensam iento.

Las barreras del espacio han perdido su fuer za de separación, y para ponerse en contacto

un alma con otra basta con dirigir su atención hacia ella.

La com unicación no sólo es rápida, com o se acaba de decir, sino que es igualm ente

completa si las alm as se encuentran en el m ismo grado de evolución.

Las palabras no pueden im pedir o am inorar la comunicación; el pensam iento pasa de

uno a otro ser, o, m ejor dicho, cada ve el pensam iento tal com o lo concibe el otro

Las verdaderas barreras entre las alm as son las diferencias de evolución.

El alm a menos evolucionada no conoce en el alma que lo está m á s, sino aquello que

puede percibir, y es evidente, y es evidente que sólo la m á s adelantada tiene conciencia

de esa lim itación, puesto que la otra recibe todo lo que puede contener.

Cuanto m á s evolucionada está un alm a, m á s conciencia tiene de lo que la rodea y m á s

íntim amente se aproxim a a la realidad; pero el plano m ental tiene tam b ién sus velos de

ilusión, aunque m enos numerosos y m á s transparentes que los del m undo físico.

Cada alm a está rodeada de su propia atm ósfera m ental, y com o todas las im presiones le

llegan a través de esta atm ósfera, todas están m á s o menos expuesta a las ilusiones

cuanto m á s transparente, pura y m enos teñida por la personalidad esté su atm ósfera.

Las tres subdivisiones superiores del plano m ental son la m orada del Pensador, que

reside en una u otra según su grado de evolución.

La inm ensa mayoría evolucionada en grados di versos, vive en él ínfim o de esos tres

niveles.

Un núm ero com parativam ente reducido de alm as vigorosam ente intelectuales habita en

el segundo nivel.

Em pleando una frase m á s aplicable al plano fí sico que al plano m ental, direm os que el

Pensador asciende a ese segundo nivel cuando en él prepondera la m ateria m á s sutil de

esa región, y de este m odo opera el cam bio necesario.

No hay naturalm ente ascensión, propiam ente hablando, ni cam bio de lugar; ocurre sólo

que el Pensador com ienza a percibir vibraci ones de esa m ateria sutil, que provoca en él

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una respuesta, pudiendo él m ismo desde enton ces emitir fuerzas que hagan vibrar esas

tenues partículas.

Es indispensable que el estudiante se familiarice con el hecho de que su ascenso en

la escala de la evolución no im plica cambi o alguno de lugar, sino sencillam ente m ayor

aptitud para recibir las im presiones.

Todas las esferas están en torno a nosotros, sean la astral, la m ental, la búdica, la

nirvánica, o ya se trate de m undos m á s elevados aún, hasta la vida del Ser Suprem o.

No tenem os necesidad de m overnos para encontrarlas, pues están aquí m ismo; pero

nuestra grosera percepción nos aparta de e llas con mayor lejanía que si estuvieran a

muchos m iles de kilóm etros.

No tenem os conciencia de lo que nos afect a, de lo que provoca en nosotros vibraciones

de respuesta.

A m edida que nos hacem os má s receptivos , que nos organizam os con materia m á s

delicada, entram os en contacto con los m undos m á s sutiles.

Al hablar, pues de la ascensión de un nive l a otro, significam os que tejem os nuestros

vestidos con m ateriales m á s sutiles y que podem os recibir a través de ellos los—

contactos de m undos sem ejantes.

Más profundam ente significa esto, que en él Yo envuelto por todos esos vestidos, los

poderes divinos pasan del estado latente al activo y em iten al exterior las vibraciones

sutiles de su vida.

El Pensador que ha alcanzado este se gundo nivel, tiene plena conciencia de lo que le

rodea y recuerda su pasado.

Conoce los cuerpos que le revisten, por m edi o de los cuales está en contacto con los

planos inferiores y puede influir determ inadam ente sobre esos cuerpos y dirigirlos.

Prevé las dificultades y obstáculos que le aguardan com o resultado de una conducta

descuidada en vidas anteriores, y se esfuerza en infundirles la energía necesaria para el

cumplimiento de su tarea.

La dirección en que ha de em plearla se deja sentir a veces en la conciencia inferior

como una fuerza im periosa e im pulsiva que ven ce toda resistencia y le traza al ser una

línea de conducta cuyas razones no aparecen clar as a la confusa visión de los vehículos

astral y m ental.

Los hom bres que realizaron grandes acciones nos dan frecuente testim onio de ello,

cuando afirm an haber tenido conciencia de una i rresistible fuerza interior que los m ovía,

poniéndolos en a im posibilidad de obrar de otra m anera.

Y es que entonces obraban com o hom bre reales.

El Pensador, el hom bre exterior, obra conscientem ente a través de sus cuerpos, que

desem peñan en este m omento su verdadero papel de vehículo de la individualidad.

A m edida que la evolución se cum pla, todos alcanzarán estos altos poderes.

En el tercer nivel, el m á s elevado de la región superior del plano m ental, residen los

Egos de los Maestros y sus discípulos o Chelas, los Iniciados.

La m ateria de está región predom ina desde luego en el cuerpo del Pensador.

En el seno de esta región, foco de las má s sutiles energías m entales, ejercen los

Maestros su benéfica tarea en pro de la hum anidad, vertiendo a torrentes sobre las

regiones inferiores el ideal sublim e, el pensam iento inspirador, el anhelo de fe sincera,

todas las fuerzas espirituales e intelectuales de que tan necesitado se halla el hom bre.

Cada fuerza allí engendrada irradia en multitud de direcciones com o de un foco

luminoso, y las alm as má s nobles y puras pueden recibir con m ayor facilidad sus

auxiliadoras inf luencias.

Un descubrim iento sorprende de los secret os de la naturaleza; una nueva m elodía

embelesa el oído de un gran m ú sico; la resolución de un problem a largo tiem po

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meditado, se ofrece a la m ente del filósofo sublim e; una energía nueva de esperanza y

de am or caldea el corazón del filántropo in fatigable; y sin em bargo, aún entonces se

creen abandonados los hom bres y sin auxilio, a pesar de que sus m ismas frases; “Se m e

ha ocurrido este pensam iento, “Me ha venido esta idea”, “He sido sorprendido por este

descubrim iento”, atestiguan inconscientem ente la verdad de que su Yo no ignora,

aunque sea invisible a los ojos del cuerpo.

Pasem os ahora al estudio del Pensador y de su vehículo, tales com o se les encuentra

en el hom bre que habita en la tierra.

Se llam a cuerpo m ental el de que está revestid a la conciencia y por el cual se encuentra

condicionada en las cuatro subdivisiones inferiores del plano m ental.

Este cuerpo está constituido por com b inaciones de la m ateria de las cuatro

subdivisiones.

Al acercarse una nueva encarnación, el Pensador, el Individuo, que es la verdadera

alma hum ana cuya form ación se explicará al fin del capítulo, irradia una porción de su

energía en vibraciones que atraen alrededor de él una envoltura de m ateria form ada por

las cuatro subdivisiones inferiores de su propio plano.

La m ateria atraída corresponde a la naturaleza de las vibraciones em itidas; los

elementos m á s sut6iles responden al llam amiento de las vibraciones m á s rápidas y

tom an form a bajo su influencia; y las comb inaciones má s groseras responden a las

vibraciones m á s lentas.

Como un hilo m etálico que vibra espontáneam ente, respondiendo a otro hilo del m ismo

peso y de la m isma tensión, pero que perm anece mudo a vibraciones de hilos diferentes,

las materias de diversos órdenes se ar moniza en correspondencia con los diversos

órdenes vibratorios.

La naturaleza, pues, del cuerpo m ental del Pensador está exactam ente determ inada por

las vibraciones que él em ite; y ese cuerpo se llama mental inferior, o Manas inferior,

porque está constituido por la m ateria de las subdivisiones inferiores del plano m ental, y

condiciona al Pensador en sus operaciones ulteriores.

Las sutilísim as y rapidísim as energías necesar ias para m over esa m ateria y obtener una

respuesta, no se pueden m anifestar sino a través de ella.

El Pensador está forzosam ente lim itado y condicionado en su expresión.

Esta es la prim era de las cárceles en que se encierra durante su vida encarnada, y

mientras sus energías funcionan en ella, se encuentra excluido en gran parte de su

propio y m á s elevado m undo, porque su atención se fija en las energías que tienden al

exterior y su vida se proyecta con ellas en el cuerpo m ental inferior, designando con

térm inos de vestidos, estuche, envoltura o ve hículo: expresiones significativas de que el

Pensador no es el cuerpo m ental, sino que c onstruye ese cuerpo y se sirve de él para

expresar de sí m ismo en la región m ental inferior.

No hay que olvidar que las energías del Pensador, en proceso de exteriorización,

atraen cerca de él la m ateria m á s densa del pl ano astral para form ar su cuerpo astral, y

que durante la encarnación de su vida, las en ergía que se m anifiestan a través de los

estados inferiores de la m ateria m ental, se convierten m uy fácilm ente por ella en

vibraciones lentísim as a las que responde la materia astral, vibrando continuam ente los

dos cuerpos de acuerdo hasta llegar a com penetrarse estrecham ente.

Cuanto m á s se asimilan las comb inaciones de m ateria densa por el cuerpo m ental, m á s

íntim a se hace esa unión, por lo que am bos cuer pos se clasifican juntam ente y aun se

consideran com o único vehículo (I) (Así el teósofo habla de Kam a—Manas para

designar la inteligencia que trabaja en y con la naturaleza del deseo, afectando la

naturaleza anim al y afectada por ella. Los veda ntinos clasifican am bos cuerpos juntos y

consideran él yo com o funcionante en el Manom ayâkosha, envoltura com puesta del

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mental inferior de las em ociones y de las pasiones. El psicólogo europeo hace del

sentim iento una de las secciones de la trip le división del intelecto, e incluye en los

sentim ientos las em ociones y las sensaciones)

Al abordar el estudio de la reencarnación verem os la capital im portancia de este hecho.

El tipo del cuerpo m ental del hom bre que desciende a una encarnación nueva, se

determ ina por el grado de evolución del m ismo hom bre.

Como en el estudio del cuerpo astral, podem os exam inar en el cuerpo m ental tres tipos

de hom bres diversam ente evolucionados : A), un individuo no e volucionado; B), un

individuo m edianam ente desarrollado; C), un individuo espiritualm ente evolucionado.

A) En el individuo no evolucionado es casi imperceptible el cuerpo m ental, porque sólo

consta de una pequeñísim a cantidad de materia m ental sin organización, tom ada

principalm ente de las subdivisiones ínfim as del plano.

Sufre casi exclusivam ente la influencia de los cuerpos inf eriores; y las torm entas

astrales desencadenadas por el contacto de los objetos sensibles determ inan en él

vibraciones de poca intensidad.

Así, cuando no está estim ulado por esas vibr aciones astrales, queda casi inerte y aun

responde con pereza al estím ulo.

No engendra interiorm ente ninguna actividad definida, y sólo los choques del m undo

exterior pueden provocar una respuesta clara.

Cuanto m á s violentas son, tanto m á s cont ribuyen al progreso del hom bre, pues cada

vibración responsiva acelera el desarrollo em brionario del cuerpo m ental.

Los placeres tum ultuosos, la cólera, la ira, los sufrim ientos, el terror, todas estas

pasiones producen terribles torbellinos en el cuerpo astral y suscitan débiles vibraciones

en la materia del cuerpo m ental.

Estas vibraciones provocan un com ienzo de actividad en la conciencia m ental y la

estim ulan a añadir gradualm ente cierta actividad propia a las im presiones recibidas de

fuera.

Hem os visto que el cuerpo m ental está tan íntim amente unido con el astral, que am bos

obran com o un cuerpo único; pero las facu ltades m entales nacientes añaden a las

pasiones astrales cierta fuerza y cierta cu alidad que no se m anifiestan cuando esas

pasiones obran com o fuerzas puram ente anim ales.

Las im presiones en el cuerpo m ental duran m á s que las efectuadas en el astral, y aquél

las reproduce de una m anera consciente.

Aquí com ienzan la m emoria y la im aginación.

Esta facultad se despierta poco a poco, a m edida que las im ágenes del m undo externo

obran sobre la sustancia del cuerpo m ental y m odelan sus m ateriales a su propia

semejanza.

Tales imágenes, nacidas del contacto de los se ntidos, atraen a ellas la m ateria m ental

má s densa y pueden reproducirse a la vol untad por los nacientes poderes de la

conciencia.

Esta reserva de im ágenes acum uladas tiende a estim ular la actividad interiorm ente

engendrada, por el deseo de experim entar una vez m á s, por m edio de los órganos

externos, las vibraciones que han dejado un recuerdo agradable y evitar las que

determ inaron disgusto.

El cuerpo mental comienza desde entonces a excitar al astral, y a reanim ar en él los

deseos que en el anim al duerm en mientras no se despiertan por un estím ulo físico.

Por esto encontram os en el hom bre poco evol ucionado el continuo anhelo de placer que

no se nota jam á s en los animales; la codicia, crueldad y doblez desconocidas en el reino

inferior.

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Los poderes conscientes del pensam iento, puestos al servicio de los sentidos, hacen del

hom bre un bruto m á s peligroso y feroz que ningún otro, y las fuerzas m á s profundas y

sutiles inherentes al espíritu—m ateria m ent al prestan a la naturaleza pasional una

violencia y agudeza que no se encuentran en las razas inferiores.

Pero estos excesos llevan en sí m ismos, graci as a los sufrim ientos de que son causa, el

germ en de su propia corrección.

Estas penosas experiencias obran sobre la conciencia y provocan im ágenes nuevas sobre

las que la im aginación actúa, estim ulando a la conciencia a resistir a ciertas vibraciones

que le llegan del m undo exterior por m ediación de su cuerpo astral, y entonces

comienza a em plear su voluntad para< retener el im pulso de las pasiones en vez de

abandonarse a ellas.

Una vez en juego estas vibraciones de re sistencia, atraen al cuerpo m ental

comb inaciones sutilísim as de m ateria m ent al, expulsando las com b inaciones groseras

que vibran en respuesta a las notas pasionales del cuerpo astral.

Gracias a esta lucha entre las vibr aciones provocadas por las im ágenes pasionales y

las vibraciones contrarias debidas a la reproducción im aginativa de experiencias

penosas de otro tiem po, se desenvuelve el cuerpo m ental, em pieza a tener organización

definida y a ejercer una iniciativa cada vez m ayor frente a las actividades externas.

Mientras la vida terrestre se aplica a cosechar experiencias, la vida interm edia se em plea

en asimilar, com o verem os detalladam ente en otro capítulo, esas m ismas experiencias.

De suerte que a cada nueva vuelta a la tierra, el Pensador se encuentra en posesión de

mayor conjunto de facultades para construir su cuerpo m ental.

Así, el hom bre no evolucionado, esclavo de sus pasiones, se transform a en

medianam ente evolucionado, cuya inteligenci a es campo de batalla donde las pasiones y

las potencias m entales luchan con fortuna diversa y con fuerzas casi iguales.

En este período, el hom bre evoluciona gr adualm ente hacia la dom inación de su

naturaleza inferior.

B) En el hom bre m edianam ente evoluciona do es m á s vigoroso y de m ayor tam año el

cuerpo m ental.

Revela cierta organización y contiene bast ante cantidad de m ateria de la segunda,

tercera y cuarta subdivisiones del plano m ental.

La ley general que rige la construcci ón y transform ación del cuerpo m ental podrá

estudiarse aquí con algún provecho, aunque esté basada sobre el m ismo principio que ya

vim os operando en los reinos inferiores de los m undos astral y físico.

El ejercicio vigoriza y la inacción atrofia y acaba por destruir.

Cada vibración provocada en el cuerpo m ent al determ ina en la región afectada una

modificación de sus elem entos constitutivos.

La m ateria que no puede vibrar al unísono se elim ina y reem plaza por m ateriales

convenientem ente tom adas de la reservas verdaderam ente inagotables que se encuentran

alrededor.

Cuanto m á s se repite un conjunto de vibraciones, m á s se desarrolla la región afectada

del cuerpo m ental; de ahí, dicho sea de paso, el perjuicio que irroga al cuerpo m ental la

especialización exagerada de sus energías.

Este error de m é todo en la utilización de fuerzas determ ina un desarrollo desigual y

desequilibrado del cuerpo m ental.

En la región continuam ente ejercitada hay tendencia a la plétora, y tendencia a la atrofia

en otras regiones acaso m uy im portantes.

El ideal está en perseguir un desarrollo ge neral arm ónico y proporcionado; y para eso

basta el análisis tranquilo de sí m ismo y la justa adaptación de los m edios a los fines.

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El conocim iento de esta ley perm ite explicar algunas experiencias m uy conocidas y

forja la esperanza en un progreso seguro.

Cuando se em prende un nuevo estudio o se introduce un cam bio en el sentido de una

má s elevada m oralidad en la evidencia, las pr imeras etapas están llenas de dificultades y

a veces se abandona el esfuerzo porque parecen insuperables los obstáculos.

Al com ienzo de una nueva em presa m ental, cualesquiera que sea, todo el autom atism o

del cuerpo m ental rehuye el esfuerzo.

Sus m ateriales, acostum brados a vibrar de cierta m anera, no pueden adaptarse a los

nuevos im pulsos.

La prim era etapa del trabajo consiste, pues, principalm ente, en realizar esfuerzos

prelim inares que, aunque no provoquen en el cuerpo m ental vibraciones adecuadas, son

cuando m enos indispensables para que surj an las vibraciones arm ónicas, porque tienden

a rechazar del cuerpo los antiguos m ateriales refractarios y a atraer com b inaciones

simpáticas.

En este tiem po el hom bre no tiene conciencia de progreso alguno, sino de lo inútil de

sus esfuerzos y de la resistencia inerte que encuentra; pero al cabo de cierto tiem po, si

persiste, los m ateriales nuevam ente adqui ridos em piezan a funcionar recom pensándole

los esfuerzos que creyera estériles.

Finalm ente, expulsados todos los m ateriales viejos y ya en función los nuevos, triunfa

sin el menor esfuerzo y realiza su deseo..

El período verdaderam ente crítico es el prim er paso, o la prim era etapa.

Pero si tenem os confianza en la ley, tan inf alible en sus operaciones com o todas la s de

la naturaleza, y si renovam os con persistencia nuestros esfuerzos, debem os

necesariam ente triunfar.

El conocim iento de este hecho puede serv irnos para anim arnos en m edio de las

tribulaciones que de otro m odo nos llevarían a la desesperación.

He ahí, pues, cóm o el hom bre m edianam ente desarrollado puede proseguir sus

esfuerzos, descubriendo con gozo que a medida que resista m á s y m á s a las

solicitaciones de la naturaleza inferior, pier den su poder sobre él, porque expulsa de su

cuerpo m ental todos los m ateriales que pueden producir vibraciones sim páticas.

Cuando el cuerpo m ental sólo contenga la s comb inaciones má s sutiles de las cuatro

subdivisiones inferiores del plano m ental, a dquirirá la form a radiante y exquisitam ente

bella del estadio siguiente.

C) El hom bre espiritualm ente desarrollado ha elim inado ya del cuerpo m ental las

comb inaciones groseras, de suerte que los objetos de los sentidos no encuentran

materiales capaces de responder sim páticam ente a sus vibraciones.

Este cuerpo m ental sólo contiene com b inaciones de las m á s sutiles, pertenecientes a las

cuatro subdivisiones del m undo m ental inferi or; adem ás, la substancia del tercero y

cuarto súplanos entra por m ucho en la com posición de los dos prim eros.

Es, pues, sensible a todas las operaciones s uperiores del intelecto, a las im presiones

delicadas de las artes superiores y a t odas las puras vibraciones de las em ociones

sublim es.

Un cuerpo tal perm ite al Pensador revestido de él, expresarse m á s completam ente en la

región m ental inferior y en los m undos astral y físico.

Sus m ateriales pueden responder a una es cala de vibraciones m ucho m ayor y los

impulsos procedentes de arriba los m oldean en un organism o má s noble y m á s sutil.

Se aproxim a el momento en que ése cuerpo este pronto pana trasm itir todas las

vibraciones em itidas por el Pensador, susceptibles de expresión en las subdivisiones

inferiores del plano.

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El Ego tendrá entonces el instrum ento perfect o para desem peñar plenam ente su papel en

la región m ental inferior.

A modificar en gran manera la educación m oderna y hacerla m á s útil al Pensador

que lo es actualm ente, contribuirá una clar a comprensión de la naturaleza del cuerpo

mental.

Las características generales de este cuerpo dependen de las vidas anteriores del

Pensador sobre la tierra; echo del que podrem os convencernos íntim amente al estudiar

la Reencarnación y el Karm a.

El cuerpo está construido en el plano m ental y sus m ateriales dependen de las

cualidades que el Pensador ha acum ulado en él com o resultados de experiencias

anteriores.

Todo lo que puede hacer la educación es dirigi r los estím ulos exteriores adecuados para

despertar las f acultades útiles que ya posee el Pensador; pero al m ismo tiem po debe

propender a la atrofia y desarraigo de las m alas inclinaciones.

Favorecer el desenvolvim iento de las facultades innatas y no recargar la m emoria con

abrum ador cúm ulo de palabras: tal es el objeto de la educación verdadera.

La m emoria no necesita cultivo com o facultad distinta, porque depende de la atención,

es decir, de la firm a concentración del pens amiento sobre el objeto estudiado y de la

afinidad natural que existe entre el objeto y la inteligencia del niño.

Si el objeto agrada, es decir, si la inteligen cia tiene aptitudes en tal sentido, no hará falta

la memoria para sostener la atención.

Por esto la educación, orientándose hacia las facultades innatas del niño, debe arraigar

el hábito de la firm e y sostenida concentración de la atención.

Pasem os ahora a la división “sin form a” del plano m ental, a esa región que es la

verdadera patria del hom bre a través del ciclo de sus reencarnaciones.

En ella nace el alm a incipiente, el Ego ni ño, individualidad em brionaria en el m omento

en que com ienza su evolución hum ana propiam ente dicha.

La form a del Ego, del Pensador, es ovoide, y por eso H. P. Blavatsky da el nom bre

de huevo áureo al cuerpo de Manas que persiste a través de todas las encarnaciones.

Está form ado de la m ateria de las tres subdi visiones superiores del plano m ental, es de

exquisita finura y parece un velo desde su prim era aparición.

A m edida que se desarrolla se convierte en un objeto radiante de gloria y belleza

suprem a: “El Ser lum inoso”, com o justam ente se le ha llam ado (2) (Este es el

Augoeides de los neoplatónicos, o el cuerpo espiritual de San Pablo)

¿ Q ué es, pues, el Pensador?

Ya lo hem os dicho: él Yo divino, lim itado o individualizado en una form a sutil form ada

por m ateriales de la región “sin form a” del plano mental (3) (Es decir, él Yo cuando

funciona en el estuche del Discernim iento; el Vignyânam ayakosha, la clasificación

vedan tina)

Esta m ateria, aglom erada alrededor de un rayo del Yo, de un rayo vivo de la Luz Una,

que es la vida del universo, separa a ese rayo de su fuente en lo que concierne al m undo

externo.

Lo envuelve com o un velo traslúcido y lo transform a así en “un individuo”.

La vida que le anim a es la vida del Logos, pero al principio todas las fuerzas de esa vida

están latentes y veladas.

Todo está en él potencialm ente en estado de germ en, com o el árbol en el germ en

minúsculo de la sem illa.

Esta sem illa está plantada en la tierra fecunda de la vida hum ana, a fin de que

vivificadas las fuerzas latentes por el sol de la alegría y la lluvia de las lágrim as, pueden

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nutrirse con los jugos del m antillo vital que llamamos experiencia, y se desenvuelva en

árbol potente a im agen del Señor que lo engendrara.

La evolución hum ana es la del Pensador.

Se reviste de cuerpos en los planos m ental inferior, astral y físico.

Luego de gastados estos cuerpos a través de la s vidas terrestres, astral y m ental inferior,

los deja sucesivam ente en los diversos estados de ese ciclo de vida, a m edida que pasa

de un m undo a otro, pero acum ulando siem pr e los frutos cosechados, para su

aprovecham iento en cada plano.

Al principio, tan escasam ente consciente co mo el cuerpo físico de un recién nacido,

perm anece como en soñolencia hasta que las experiencias obran sobre él desde lo

exterior y le ayudan a despertar la actividad de alguna de sus fuerzas latentes.

Luego, poco a poco va desem peñando papel cad a vez m á s importante en la dirección de

su existencia; y finalm ente, conseguida la m adurez, tom a su vida entre sus propias

manos t adquiere siem pre creciente im perio sobre su destino futuro.

De extrem a lentitud es el crecim iento del cuerpo perm anente que con la conciencia

divina constituye lo que llam amos el Pensador.

Su nom bre técnico es el de cuerpo causal, por que reúne en sí los resultados de todas las

experiencias, los cuales obran com o causas y m odelan las existencias futuras.

El cuerpo causal es el único perm anente de cuantos el hom bre necesita en su

encarnación.

Sabem os, en efecto, que los cuerpos físico, as tral y m ental inferior se reconstruyen en

cada encarnación.

Cada uno de ellos, al desaparecer, trasm ite su residuo al cuerpo inm ediatam ente

superior, y todos los residuos se acopian en el cuerpo perm anente.

Cuando el Pensador vuelve a encarnar, exte rioriza sus energías, com puestas de sus

frutos, sobre cada plano sucesivo y atrae s obre sí uno tras otros nuevos cuerpos en

arm onía con su propio pasado.

En, cuanto al acrecentam iento del cuerpo causal, es, com o hem os dicho,

extrem adam ente lento, porque sólo puede vibr ar en respuesta a im pulsos susceptibles de

expresión en la sutilísim a materia que lo com pone.

Únicam ente se asim ila estos im pulsos en la textura de su ser.

Las pasiones, que tan im portante papel juegan en las prim eras fases de la evolución

hum ana, no pueden por lo tanto afectar directam ente el crecim iento del cuerpo causal.

El Pensador sólo asim ila las experiencias que pueden reproducirse por las vibraciones

del cuerpo causal; y esas experiencias deben pertenecer a la región m ental, con carácter

sumamente intelectual o m oral.

Adem ás, su m ateria sutil no puede hallar en el plano físico ninguna vibración sim pática.

Con un poco de reflexión com prenderá cada cu al cuán pobre es su vida cotidiana en

materiales útiles para el desarrollo de ese cuerpo sublim e.

Y de la lentitud de la evolución proviene la tardanza en el progreso.

Cuando el Pensador sea bastante potente pa ra m anifestarse de un m odo m á s completo

en cada vida sucesiva, la evolución se efectuará a gigantescos pasos.

La persistencia en la iniquidad repe rcute sin em bargo indirect amente sobre el cuerpo

causal y retarda su crecim iento.

Efectivam ente, parece que la prolongada pers everancia en el m al determ ina cierta

incapacidad para responder a las opuestas vibraciones del bien.

El crecim iento se retrasa así durante un período considerable, aun después de haber

cesado en la práctica del m al.

Para dañar directam ente al cuerpo causal, hace falta una perversidad m uy intelectual y

sutil. El “pecado espiritual”, que m encionan las diversas Escrituras del m undo.

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Felizm ente es un caso tan raro com o el bien espiritual.

Ni uno ni otro se encuentran sino en los seres altam ente evolucionados, que siguen el

sendero de la derecha o el de la izquierda . (I) (El sendero de la derecha es el que

conduce a la hum anidad divina, al Adepta do puesto al servicio de los m undos. El

sendero de la izquierda lleva al Adeptado que intenta frustrar los progresos de la

evolución en provecho de intereses indivi duales y egoístas. Se les llam a tam b ién

sendero blanco y sendero negro.)

La residencia del Pensador, del Hom b re Eterno, es el quinto subplano, el nivel

inferior de la región “sin form a” del plano m ental.

Allí están las grandes m asas de la hum anidad, apenas despiertas, en la inf ancia de su

vida.

El Pensador llega con lentitud al estado consciente, a m edida que sus energías obran

sobre los planos inferiores y adquieren en ellos experiencia.

Esta experiencia es absorbida al m ismo tie mpo que las energías exteriorizadas del

Pensador, cuando a él vuelven cargadas con la cosecha de una vida.

El Hom b re Eterno, él Yo individuali zado, es el verdadero actor en cada uno de los

cuerpos que le envuelven.

Su presencia da el sentim iento del Yo tanto al cuerpo com o al intelecto, y el Yo es el

principio que posee conciencia y por ilusi ón se identifica con aquél cuerpo en que

despliega m á s activam ente sus energías.

Para el hom bre sensual él Yo es el cuerpo físi co y el cuerpo de deseo; saca de ellos su

gozo y los considera com o a sí mismo porque su vida está en ellos.

Para el sabio, él Yo es la inteligencia, porque en el ejercicio de ella encuentra su alegría

y en ella concentra su vida.

Un reducido núm ero puede elevarse hasta la s cumb res abstractas de la filosofía

espiritual, para sentir com o su Yo el Hom b re Eterno cuyo recuerdo se extiende a través

de las vidas pasadas y cuya esperanza abarca las futuras.

Los fisiólogos nos dicen que el dolor de un corte en un dedo no se siente realm ente en

donde la sangre fluye, sino en el cerebr o, y que nuestra im aginación lo proyecta

inmediatam ente al exterior sobre la parte lesionada.

Dicen que es ilusoria la sensación de dolor en el dedo, pues la im aginación lo lleva al

punto de contacto con el objeto que ocasiona la herida.

Así un hom bre experim entará dolor en un miembro am putado, o m ejor dicho, en el

espacio que ese m iembro ocupaba.

De un m odo análogo él Yo único, el Hom b re in terior, experim enta sufrim iento o placer

en los puntos de sus envolturas corporales que están en contacto con el m undo exterior;

y considera su envoltura com o a sí mismo, ignorando que esa sensación es ilusoria, y

que él m ismo es él único ser que obra y recoge la experiencia en cada vehículo.

Con arreglo a estos conceptos, consideram os ahora las relaciones entre el mental

superior y el m ental inferior, y su acción sobre el cerebro.

Manas, el Pensador, es decir, la m ente verdad era, es única, y no otra que él Yo en el

cuerpo causal, fuente de energía innum eras, de vibraciones infinitam ente diversas que

irradian en torno de él.

Las m á s elevadas y sutiles de estas vibraciones se m anifiestan en la m ateria del

cuerpo causal, la única bastante delicada para responderlas.

Ellas constituyen lo que llam amos la Razón Pura, cuyos pensam ientos son abstractos y

cuyo m é todo de conocim iento es la intuición.

“Su verdadera naturaleza es conocim iento”, y reconoce así la verdad a prim era vista por

su conform idad con ella.

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Las vibraciones m enos sutiles pasan al exterior , atrayendo la m ateria de la región m ental

inferior, y estas vibraciones constituyen el Mana s inferior o m ental inferior, que, por lo

tanto, está constituido por las energías m á s gr oseras del m ental superior, m anifestadas

en materia m á s densa.

Esto es lo que llam amos el intelecto, com prendiendo la razón, el juicio, la im aginación,

la comparación y otras facultades m entales.

Sus pensam ientos son concretos y tiene por m é todo la lógica: discute, razona y deduce.

Estas vibraciones obran a través de la m ateria astral sobre el cerebro etéreo, y m ediante

éste sobre el cerebro físico denso, dando or igen en él a otras vibraciones pesadas y

lentas en reproducción de aquellas m ismas.

Lentas y pesadas, porque las energías pierde n mucho de su actividad, puesto que han de

mover m ateria m á s pesada.

Esta am inoración de energía, cuando se in icia una vibración en un m edio sutil para

trasm itirse enseguida a un m edio m á s denso, es cosa familiar para quien ha estudiado

física.

Tocad un tim bre al aire libre y suena claram ente.

Tocadlo en un am biente de hidrogeno, y las vibraciones del hidrogeno, al conm over a su

vez las ondas atm osféricas am inorarán el sonido.

Las operaciones del cerebro, en respuesta a choques rápidos y sutiles del pensam iento,

son igualm ente débiles; y no obstante, cons tituyen lo que la m ayoría de los hom bres

reconoce com o estado consciente.

La importancia inmensa del funcionamiento mental de esa conciencia física

proviene de que es el único interm ediario por donde el Pensador puede recoger el fruto

de la experiencia.

Mientras está dirigido por las pasiones, la s sigue, y el Pensador , sin nutrición alguna no

puede desarrollarse.

Y m ientras está totalm ente absorbida por las actividades m entales del m undo exterior,

sólo puede despertar las energías m á s ínfimas del Pensador.

Únicam ente el día en que este puede hacer sentir el verdadero objeto de su vida,

comienza a llenar sus f unciones má s útiles y a recoger las experiencias que despiertan y

nutren las energías m á s elevadas del Pensador.

A m edida que éste se desenvuelve, se h ace cada vez m á s consciente de sus propios

poderes, así com o de las operaciones de sus en ergías sobre los planos inferiores, y sobre

los cuerpos cuyas energías actúan cerca de él.

Comienza, en fin, a esforzarse en influir en esos cuerpos, utilizando la m emoria del

pasado para guiar su voluntad; y produce en tonces sobre ellos las im presiones que

llamamos “conciencia”, si sé refieren a la moral, y “relám pagos de intuición”, si

iluminan el intelecto.

Cuando estas últim as impresiones son bast ante frecuentes para que se las pueda

considerar com o norm ales, designam os su conjunto con la palabra “genio”.

La evolución superior del Pensador está señalada por él m á s completo dom inio que

ejerce en lo sucesivo sobre sus vehículos inf eriores, por su creciente susceptibilidad a su

influencia, y por su contribución, siem pre m ayor, a su desarrollo.

Los que quieren colaborar deliberadam ente en esta evolución pueden efectuarlo por una

dirección m etódica del m ental inferior y de la naturaleza m oral en esfuerzo constante y

bien dirigido.

El hábito de un pensam iento sereno, sostenido y perseverante, sobre los objetos de

meditación y estudio que no sean m undanos y exteriores, desenvuelve el cuerpo m ental

y lo m ejora com o instrum ento.

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El esf uerzo que tiende a cultivar el pensam iento abstracto es igualm ente útil, porque

eleva al m ental inferior hacia el m ental s uperior y atrae sobre sí los m ateriales m á s

sutiles de su propia región.

Gracia a m é todos sem ejantes todo hom bre puede cooperar activam ente a la evolución

de su verdadero ser.

Cada progreso efectuado acelera los progresos siguientes.

Ningún esfuerzo se pierde, por m ínimo que sea; todos producen efecto, y toda

contribución recogida y trasm itida al interior se acopia en el tesoro del cuerpo causal

para utilizarla ulteriorm ente.

Así la evolución, aunque lenta y llena de frecuentes soluciones de continuidad, va

siempre en progreso, y la Vida Divina que sin cesar florece en cada alm a, som ete

gradualm ente todas las cosas a su im perio.

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EL DEVACHAN

SABIDURÍA ANTIGUA

Devachán es el nom bre que se da al Cielo en el tecnicism o teosófico.

Traducido literalm ente signif ica: m orada lum inosa o morada de los Dioses (I)

(Devasthan, el lugar de los Dioses, es el térm ino sánscrito equivalente. Es el

Svarga de los indos, el Sukhâvati de los buddhistas, el cielo de los zoroastrinos y

cristianos, así com o el de los m usulmanes menos materialistas.)

Es una región sum amente protegida del pla no mental, de la que están excluidas por

completo la tristeza y el m al por las Altas Inteligencias Espirituales que presiden la

evolución hum ana, y en la que residen, tr as el cumplimiento de su estancia en

Kam aloka, los seres hum anos despojados de sus cuerpos físicos y astral.

La existencia devachánica com prende dos períodos.

El prim ero transcurre en las cuatro subdivi siones inferiores del plano m ental, dónde el

Pensador conserva su cuerpo m ental y perm anece condicionado por él, en tanto que

dura la asim ilación de los m ateriales reunidos con la ayuda de ese cuerpo durante la

vida terrestre que acaba de pasar.

El segundo se desarrolla en el m undo “sin form a”, donde el pensador, desem b arazado

de su cuerpo m ental, goza sin trabas de la vida que le es propia, en la plena conciencia y

conocimiento a que ha llegado.

La duración total de la estancia en el Devachán depende de la calidad de m ateriales

propios para la existencia devachánica, acopiados por el alm a durante su vida terrestre.

La recolección de los frutos destinados a consumirse y a asim ilarse en el Devachán

comprende todos los pensam ientos y todas las em ociones puras engendradas durante la

vida terrena, todos los esfuerzos intelectua les y m orales y todas las aspiraciones del

mismo orden, todos los recuerdos del trabajo útil efectuado y los proyectos ideados para

el servicio de la hum anidad; en una palabra, todo lo que es susceptible de convertirse en

facultades m entales y m orales a fin de ayudar a la evolución del alm a.

Ni uno sólo de esos esfuerzos se pierde, por débil y efím ero que haya sido.

Pero las pasiones egoístas y brutales no tienen allí cabida, porque no encuentran

materiales adecuados para su expresión.

Adem ás, todo el m al de la existencia pasada, aunque hubiese preponderado sobre el

bien, no puede im pedir la recolección del bi en que se ha sem b rado, por poco que haya

sido éste; la escasez de cosecha puede abreviar la vida celeste, pero el hom bre m á s

depravado, si tuvo una leve aspiración al bien, si experim entó el m á s mínimo

movim iento de ternura, tendrá en el Devach án un período de existencia donde el germ en

del bien anhelado y la chispa del bien efectuado se desenvuelva en una tenue llam a.

En otras épocas, cuando los hom bres sentían el deseo del cielo y regulaban su vida

con objeto de saborear sus delicias, la es tancia devachánica era m uy larga y duraba

veces m illares de años.

En la época presente, el espíritu hum ano se apega tanto y tan persistentem ente a las

cosas terrenas y tiene tan pocos pensam ientos elevados, que el período devachánico ha

quedado reducido a m uy corto período.

De un m odo análogo, la estancia en las regiones superior e inferior (I) (Estancia

designadas por las palabras: Devachán Rupa , o Arupa, según se trate de las regiones

Rupa o Arupa del plano m ental.) del plano mental es respectivam ente proporcional a la

suma de pensam ientos realizados en los cuerpos causal y m ental.

Todos los pensam ientos pertenecientes al yo personal, a la vida que acaba de

extinguirse, con sus am biciones, intereses, afectos, esperanzas t tem ores; todos estos

pensamientos se desarrollan en la esfera devachánica, donde las form as subsisten

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todavía; m ientras que los pensam ientos que pertenecen al m ental superior, a las regiones

de la inteligencia abstracta e im personal, se desenvuelven y asim ilan en la región

devachánica “sin form a”

La m ayoría de los hom bres no hacen m á s que en trar en esta región sublim e, para salir

de ella inm ediatam ente.

Algunos pasan allí gran parte de su existencia celeste, y otros perm anecen casi la

totalidad de esta existencia.

Antes de entrar en porm enores fijarem os algunas de las ideas fundam entales que

regulan la existencia devachánica, aunque ésta difiere hasta tal punto de la vida física,

que toda descripción corre el riesgo de extraviarse por su m isma rareza.

Las gentes vulgares se fijan tan poco en su vi da m ental, aún en la vivida en su cuerpo

físico, que ante la descripción de la vida mental fuera de él, pierden toda noción de

realidad y les parece estar en el m undo de los sueños.

En prim er térm ino, conviene fijar la idea de que la vida m ental es infinitam ente m á s

intensa, activa y m á s cercana a la realidad que la vida de los sentidos.

Lo que tocam os, oím os y gustam os, todo lo que hacem os aquí abajo, es m ucho m enos

real que las cosas que percibim os en el De vachán; pero aun en este estado no vem os las

cosas tales com o son, pues cúbrenlas todavía dos velos.

Nuestro sentim iento de la realidad en este mundo es totalm ente ilusorio; no conocem os

los objetos ni los seres tales com o son sin tan sólo las im presiones producidas por ellas

en nuestros sentidos, y las conclusiones erróneas con frecuencia, que nuestra razón

deduce del conjunto de esas im presiones.

Pónganse frente a frente las ideas que de un mismo hom bre tienen su padre, su am igo

íntim o, la m ujer am ada, su rival en los negocios, su m ayor enem igo y un conocido

casual, y se verá cuánto difieren esas im ágenes.

Cada cual puede sum inistrar únicam ente la imagen o im presión producida sobre su

propio espíritu, y ¡cuánto difieren esas impresiones del hom bre real, visto en su

integridad por los ojos que penetran en todos los velos!

De nuestros am igos conocem os la impr esión que producen sobre nosotros y esa

impresión está estrictam ente lim itada por nuestra facultad de percibir.

Un niño puede tener por padre a un gran hom bre de estado, lleno de proyectos sublim es;

pero ese guía de los destinos de una nación, só lo es para él su m á s divertido com pañero

de juego y el m á s seductor narrador de consejas.

Vivim os en la ilusión, pero tenem os el sentim iento de la realidad y esto basta para

contentarnos.

En el Devachán estarem os todavía rodeados de ilusiones, pero próxim as, en dos grados,

a la realidad, com o acabam os de decir; y allí tam b ién tendrem os un sentim iento de

realidad que nos satisfará com pletam ente.

Las ilusiones terrestres no quedan desvan ecidas, por lo tanto, en el cielo inferior,

sino dism inuidas; y el contacto de los seres en esta región es m á s real y m á s inmediato.

No hay que olvidar, en efecto, en efecto, que este cielo form a parte de un basto sistem a

de evolución, y que en tanto que el hom bre no encuentra su Yo real, su propia irrealidad

le sujeta a las ilusiones.

Un hecho contribuye, sin em bargo, a darnos el sentim iento de realidad en la vida

presente y el de irrealidad cuando estudiam os el Devachán, y es: que consideram os la

vida terrestre en sí m isma, som etidos com o estam os a toda la fuerza de sus ilusiones,

mientras que contem plamos el Devachán desde el exterior, libres por el m omento de

maya.

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En el Devachán se invierten las condi ciones, y los que se encuentran en él sienten

que únicam ente su vida es real y que la vida terrestre es un tejido de ilusiones y

engaños.

En una palabra, están m enos apartados de la verdad que quienes desde la tierra denigran

su morada celeste.

Hem os de notar que el Pensador, revestido exclusivam ente de su cuerpo mental,

cuyos poderes puede utilizar librem ente, m anifiesta la naturaleza creadora de esos

poderes en una m edida im posible de concebir en el plano físico.

El pintor, el escultor, el m ú sico, tienen en la tierra sueños de exquisita belleza, y crean

sus visiones por la fuerza del pensam iento; pe ro cuando tratan de encarnar su sueño en

los materiales groseros de la tierra, la obra queda m uy por debajo de la creación m ental

imaginada.

El m á rm ol es dem asiado rígido para expresar la form a perfecta, y el color m uy pálido

para reflejar la perfecta luz.

Pero en el cielo, todo lo que el artista piensa se plasma directam ente en form a, porque la

materia delicada

Y sutil del m undo celeste es la m isma sustancia m ental, por el m edio en que trabaja

norm almente la inteligencia lim pia de toda pasión.

Y esa m ateria tom a form a a la menor vibración del pensam iento.

Se sigue dé ahí que, en realida d, cada hom bre crea su propio cielo, y que puede

acrecentar indefinidam ente la belleza de lo que le rodea, según la fuerza y riqueza de su

inteligencia; y así, a m edida que el alm a de sarrolla sus facultades, su cielo se hace m á s

delicado y m á s exquisito.

Ella m isma crea todas sus lim itaciones, y a m edida que gana en profundidad y

expansión, su cielo se agranda y es m á s profundo.

Si el alm a es débil y egoísta, pobre y m al de sarrollada, la vida celeste participa de ese

carácter m ezquino, aunque representa siem pre lo que de m ejor hay en el alm a, por

mediano que sea.

Pero a m edida que el hom bre evoluciona, su vida en el Devachán es m á s completa, m á s

rica, m á s real.

Las alm as elevadas entran en relación m á s íntim a y su com unicación es sin cesar m á s

libre y profunda.

Por el contrario, una vida terrestre m ezquina, vana e inútil, tiene por consecuencia en el

Devachán, una existencia relativam ente m ezquina e incolora, subsistiendo sólo en ella

los elementos m orales y m entales.

No podem os tener m á s que lo que som os, y nuestra cosecha es proporcional a nuestra

siembra.

No os engañéis: nadie se burla de Dios; porque lo que el hom bre haya sem b rado, eso,

ni, m á s ni menos cosechará.

Nuestra indolencia y nuestra avidez quisieran cosechar donde no sem b ram os; pero en el

universo, en el m undo de la ley, La Buena Ley, m isericordiosam ente justa, da a cada

uno el exacto salario de su trabajo.

En el Devachán estarem os dom inados por las impresiones o imágenes mentales que

nos form emos de nuestros am igos.

En torno de cada alm a se presentan aquello s a quienes am ó sobre la tierra, porque la

imagen de un ser am ado, conservada intacta en el fondo del corazón, viene a ser en el

cielo un compañero real y vivo para el alm a.

No cam bian allí los que hem os amado; serán para nosotros ni m á s ni menos lo que

fueron aquí abajo.

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Por la fuerza creadora de nuestro pensam iento en el Devachán m odelam os en sustancia

mental, la apariencia externa de nuestros am igos tal com o afectó a nuestros sentidos en

la tierra.

Lo que sólo era para nosotros en el m undo fí sico una imagen m ental subjetiva, viene a

ser en el cielo una form a objetiva en sustanci a mental viva, que reside en nuestra propia

atm ósfera m ental; y lo que era vago aquí abajo, tom a intenso y vivo aspecto.

¿ Y que decir de la verdadera com unión de alm a con alma? Es m á s íntim a, m á s próxim a,

má s amante que todo lo que conocem os en la tierra; porque, com o hem os visto, en el

plano mental no hay barreras entre las alm as.

La realidad de la com unión de las alm as es allí proporcional a la realidad de la vida de

las almas.

La im agen m ental de nuestro am igo es nuest ra creación propia; su form a es tal com o la

que conocim os y am amos, y su obra se m anifiesta a la nuestra a través de esa form a

según el grado de sim patía que exista entre sus vibraciones respectivas.

Ahora bien: ningún contacto es posible con los que hem os conocido en la tierra, si

nuestras relaciones sólo fueron las del cuer po físico o del cuerpo astral, o si no hay

acuerdo en la vida interior entre ellos y nosotros.

Por esto, en el Devachán no puede pe netrar ningún enem igo, pues únicam ente el

acuerdo sim pático de los espíritus y de los corazones unen allí a los hom bres.

La separación del corazón y de la inteligencia im plica separación en la vida celeste,

pues nada inferior al corazón y a la inteligencia puede encontrar expresión en ella.

Con aquellos que nos adelantan en su evol ución, nos ponem os en contacto en cuanto

podem os comprenderlos.

Las inm ensas regiones de su ser se extienden fuera de nuestro alcance; pero todo lo que

podem os alcanzar, está en nosotros.

Adem ás, esos herm anos mayores pueden a yudarnos y nos ayudan efectivam ente en

nuestra vida celeste, bajo condiciones que vam os a considerar.

Nos ayudan a ascender, nos elevan hasta ellos y nos colocan en situación de recibirlos.

No hay, pues, en el cielo separación de tiem po ni de espacio; pero hay separación por

falta de acuerdo entre espíritus y corazones.

Vivim os, pues, en el cielo con todos los que am amos y adm iram os; y el grado de

nuestra com unión con ellos lo determ inan los límites de nuestra capacidad, o de la suya

si estam os má s avanzados los volvem os a encontrar bajo las form as en que los am amos

sobre la tierra y con el recuerdo perfeccionado de nuestras relaciones terrestres; porque

el cielo es eflorescencia de cuanto no pudo fl orecer en la tierra, y los am ores frustrados

y tibios de esta vida se desarrollan allí con vigoroso poder.

Como la comunión es directa, no pueden equi vocarse ni de palabra ni de pensam iento

que crea su am igo, o por lo m enos todo lo que le es asequible de ese pensam iento.

El Devachán, el mundo celeste, es una mansión de felicidad y de dicha inefable,

pero es tam b ién algo m á s que un reposo para el peregrino fatigado, pues allí se produce

la elaboración y asim ilación de cuanto tiene va lor real en las experiencias adquiridas por

el Pensador durante su pasada vida.

Todas estas experiencias se m editan dilatadam ente y se transform an de m anera gradual

en facultades m orales y m entales, en podere s adquiridos, con los que el hom bre volverá

a la tierra en su próxim a reencarnación.

No asim ilado a su cuerpo m ental el recuerdo, subsistirá sólo para el Pensador que

atravesando ese pasado sobrevivirá inm ortal.

Ahora bien: las experiencias pasadas se tras mutan en aptitudes m entales, de suerte que

si un hom bre ha estudiado con profundidad un problem a, el efecto de su trabajo será la

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creación de una facultad especial que le pe rm ita profundizar sin esfuerzo sem ejante

cuestión cuando se le ofrezca coyuntura en una encarnación venidera.

Nacerá así con aptitudes especiales para tal género será estudioso y estará seguro de

triunf ar f ácilm ente.

Todo lo que ha pensado el hom bre sobre la tierra se utiliza así en el Devachán: cada

aspiración se transform a en poder, todos los esfuerzos estériles se convierten en

facultades y en aptitudes.

Las luchas y las derrotas son m ateriales para forjar los instrum entos de victoria; y los

sufr imientos y los errores son com o brillantes y preciosos m etales que se transf orm arán

en voluntades sabias y justas.

Los proyectos de beneficencia que en la tierra fracasaron por falta de poder y de

habilidad se elaboran por el pensam iento en el Devachán, ejecutándose, por decirlo así,

detalle por detalle, desarrollándose bajo form as de facultades de la inteligencia, con

poderes y habilidades necesarias.

Sem ejantes facultades se utilizarán en una vida futura sobre la tierra, cuando el

estudiante aplicado renazca com o genio y el devoto com o santo.

La vida celeste, no es, pues, un sim ple sueño, ni un paraíso oriental de m olicie y

abandono, sino un estado donde la inteligencia y el corazón se desenvuelven libres de

las materias groseras y de los cuidados triv iales de la tierra, el estado en que forjam os

las arm as para asegurar nuestro progreso futuro tras los rudos com b ates terrenales.

Cuando el Pensador ha consumido, en su cuerpo m ental, todos los frutos de su vida

terrestre debidos a la actividad de ese cuer po, lo abandona para vivir sin trabas en su

propia residencia.

Todas las facultades m entales que encontraba n expresión en los niveles inferiores del

plano mental se retraen al interior del cuerpo causal, de la m isma manera que los

gérm enes de la vida pasional se absorbie ron en el cuerpo m ental cuando este abandonó

él cascaron astral a su disolución en el Kam aloka.

Todas esas energías m entales y pasionales se eclipsan un instante en el cuerpo causal,

como fuerzas latentes faltas de m aterias en que m anifestarse. (I)

( El estudiante encontrará aquí una s ugestión fecunda sobre el problem a de la

continuidad de la conciencia tras el cumplimiento del ciclo del universo. Ponga a

Ishvara (el Logos) en lugar del Pensador, y reem place las facultades, fruto de la

experiencia, por las alm as hum anas, frutos de un universo, y entonces entreverá que es

la condición indispensable para la continuida d del estado consciente durante el intervalo

que separa dos universos)

El cuerpo m ental, la últim a vestidura tem poral del verdadero hom bre, se disgrega

entonces; y sus m ateriales reingresan en el Océano com ún de m ateria, de donde fueron

sacados en el últim o descenso del Pensador.

Así el cuerpo causal sólo subsiste com o receptáculo y tesoro de cuanto ha sido

asimilado en la vida pasada.

El Pensador, cum plido uno de los ciclos de su gran peregrinación, reposa por un

momento en su región natal.

En este instante, su estado consciente depende por com pleto del grado de evolución

conseguido.

En las prim eras fases de su vida, el Pens ador no puede sino dorm ir inconscientem ente,

al dejar los cuerpos que le servían de vehículos en los planos inferiores.

Su vida palpita dulcem ente en él, asim ilando algunos resultados, casi insignificantes, de

su existencia terrestre, que pueden entrar en sus substancias, pero no tiene conciencia de

lo que le rodea.

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Ahora bien: a m edida que progresa, este pe ríodo de su vida adquiere m á s importancia y

ocupa una parte m á s considerable de su existencia celeste.

Adquiere conciencia de sí, y por consiguien te de lo que le rodea, del no—yo; y la

memoria le presenta todo el panoram a de su vida a través de las edades pasadas.

Ve las causas que en la últim a existencia terrestre produjeron sus efectos, y estudia las

nuevas causas que ha engendrado en esta últim a encarnación; absorbe y asim ila en la

textura de su cuerpo causal todo cuanto hay de m á s noble y sublim e en el capítulo de la

existencia que acaba de pasar; y por su ac tividad interior desarrolla y coordina los

materiales que lo com ponen.

Se pone tam b ién en contacto directo con la s grandes alm as, estén encarnadas o no en

aquel instante, y de su com unicación con ellas recibe enseñanzas de m á s firm e sabiduría

y m á s grande experiencia.

Cada vida celeste es sucesivam ente m á s rica y profunda.

A m edida que la potencia receptiva del Pensador se desarrolla, el saber entra en él en

poderosas oleadas y m á s y m á s aprende a com prender las operaciones de la Ley y las

condiciones del progreso evolutivo.

Torna así cada a la vida terrestre con m ayor sabiduría, con poder m á s efectivo, con

visión m á s clara del fin de la vida y con di scernim iento m á s claro del sendero que a él

conduce

Por poco evolucionado que esté el Pensador, llega para él un m omento de visión

clara en el instante de su vuelta a la vida de los m undos inferiores.

En un m omento ve su pasado con las causas que contiene, preñadas de lo porvenir, y

ante sus ojos desfila el plan general de su próxim a encarnación.

Poco después las nubes de la m ateria inferior su rgen en torno de él y su visión se pierde

en las tinieblas.

Comienza el ciclo de una nueva encarnación; se despiertan los poderes del m ental

inferior y sus vibraciones reúnen los m aterial es de la región correspondiente para la

form ación del cuerpo m ental, prim er paso del nuevo ciclo.

Estas indicaciones deben bastar por ahora, pues se tratarán de un m odo m á s especial en

los capítulos consagrados a la Reencarnación.

Hem os dejado el alma adorm ecida, des pojada de los últim os o jirones o restos de su

cuerpo astral, presta a pasar del Kam aloka al Devachán, del purgatorio al cielo.

La conciencia adorm ecida se despierta a un sentim iento de gozo inefable, de felicidad

indecible, de paz que sobrepuja a toda com prensión..

Las m elodías m á s dulces resuenan en torno a ella, los m atices m á s delicados f ascinan

sus ojos; la atm ósfera m isma parece un conjunt o de m ú sica y de color, y todo el ser se

inunda de luz y de arm onía.

Luego, a través de la brum a de oro, aparecen sonriendo con dulzura, las figuras am adas

sobre la tierra, idealizadas por la belleza que expresan sus em ociones má s nobles, m á s

sublim es, sin la m enor som b ra de los cuidados y de las pasiones de los m undos

inferiores.

¿ Q uién podrá referir la felicidad de ese sue ño, la gloria de esa prim era aurora de la

existencia celeste?

Vam os a estudiar ahora detallada mente las condiciones que distinguen las siete

sub—divisiones del Devachán.

Recordarem os que, en las cuatro subdivisi ones inferiores, estam os en el mundo de

form as, o m ejor dicho, en un m undo donde todo pensam iento tom a inmediatam ente

forma.

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Este m undo “form al” pertenece a la personalidad, y cada alm a se encuentra allí, por

consiguiente, rodeada de todos los elem entos de su vida pasada que han penetrado en su

inteligencia y pueden expresarse en pura sustancia m ental.

La prim era región, la inferior, es el cielo de las alm as menos evolucionadas, cuya

má s alta em oción sobre la tierra fué un am or acendrado, sincero y a veces desinteresado

hacia la f amilia y los am igos.

Puede haber ocurrido tam b ién que hayan e xperim entado adm iración am ante por una

persona m á s pura y m ejor que ellas, o que ha yan deseado llevar una vida m á s elevada, o

hayan tenido algún anhelo de expansión m ental y m oral.

Sin em bargo, no disponen todavía de los m ateriales necesarios para m odelar las

facultades y su vida va así en progresión m uy lenta.

Sus afectos de fam ilia, alim entados un poco acrecentados, renacerán después de cierto

tiem po con una naturaleza em ocional y una tendencia m á s acentuada a reconocer un

ideal superior y a obrar conform e al mismo.

Entretanto gozan de toda dicha que pueden contener; su vaso es pequeño, pero está

colmado de felicidad, y su goce celeste se extiende a todo lo que pueden concebir.

La pureza de esta existencia y su arm onía obran sobre sus facultades em brionarias, que

solicitan dulcem ente su atención, y com ienzan a sentir los prim eros estrem ecimientos

interiores, precursores indispensables de todo nacim iento.

El segundo grado de la vida dev achánica com prende los fieles de todas las

religiones, cuyo corazón durante la vida te rrestre se dirigió con am or hacia Dios,

cualquiera que haya sido el nom bre o la form a de adoración.

La form a puede haber sido m enguada, pero su corazón se ha elevado por la aspiración,

y allí encuentran el objeto de su culto y de su am or.

El Ser Divino les espera, tal com o lo concibieran en la tierra, pero revestido de la

radiante gloria de las substancias del Devachán, m á s herm osa y divina de lo que pueden

imaginar los sueños m á s exaltados.

Es Ser Divino se lim ita a sí m ismo para pone rse al alcance de su adorador; y cualquiera

que sea la form a bajo que haya sido adorado, en ella se ofrece a las ávidas m iradas del

bienaventurado, cuyo corazón esta henchido por la correspondencia del Am or divino.

Las alm as se abism an allí en éxtasis religios o, adorando al Único bajo las form as que su

piedad prefirió en la tierra, en m edio de su devoto entusiasm o en comunión con el Ser

adorado.

En la m orada celeste ningún creyente es tá desam parado, porque el Ser Divino es

siempre visible bajo la form a familiar a cada uno.

Al resplandor de esa com unión, las alm as crecen en pureza y en devoción, y cuando

vuelven a la tierra estas cualidades se encuentran sum amente desarrolladas.

No cabe im aginar, sin em bargo, que toda su existencia celeste se deslice en éxtasis

devoto, pues tienen tam b ién m uchas ocasione s de edificar y fortalecer las dem á s

cualidades de corazón y de la inteligencia.

En la tercera región encontram os a los eres sinceros y nobles que consagraron sus

servicios a la hum anidad sobre la tierra y fundieron de un m odo generoso su am or a

Dios en form a de trabajo para el hom bre.

Recogen allí el f r uto de sus buenas obras y desarrollan al m ismo tiem po su disposición

para servir y la sabiduría que utilizarán después.

Los proyectos de am plia beneficencia se suceden ante el pensam iento del filántropo.

Como un arquitecto, traza los planos del futuro edificio que construirá al regresar a la

tierra, y m adura los designios que ejecutará en su día.

Como un Dios creador, concibe de ante mano un mundo de bondad, que se m anifestará

en la grosera m ateria física cuando llegue oportunidad de tiem po.

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Estos serán los grandes filántropos de la tie rra en los siglos venideros y encarnarán con

dones innatos de am or desinteresado y realizadora fuerza.

El cuarto cielo es seguram ente el que entre todos ofrece m á s variado carácter,

porque en él se despliegan los poderes de las almas má s avanzadas, en cuanto pueden

expresarse en el m undo de las form as.

Se encuentran allí los prim ates del arte y de las letras, ejerciendo todos sus poderes de

form a color y arm onía, creando facultades m ayor es, con las que al renacer volverán a la

tierra.

Los m á s potentes genios m usicales de la tie rra, que sobre ellas derram aron torrentes de

arm onía superior a toda descripción, así co mo el genio de Beethoven ya sin sordera,

hacen este cielo m á s arm onioso, arrancando a las esferas m á s altas inefables m elodías

que resuenan vibrantes por todos los ám bitos celestes.

Encuéntranse tam b ién allí los m aestros de la pintura y de la escultura, aprendiendo

colores nuevos y líneas de no soñada arm onía.

Hay tam b ién otros, fracasados a pesar suyo en sus grandes aspiraciones, que se ocupan

en transform ar sus deseos en poderes y sus sueños en facultades y serán m aestros en

otra vida.

Igualm ente se encuentran allí los verdaderos sabios e indagadores de la naturaleza,

aprendiendo los secretos de las cosas.

Ante sus ojos se deslizan los sistem as del m undo, m ostrando su m ecanismo oculto con

la tram a delicadísim a y com pleja de las leyes que regulan sus transform aciones.

Y éstos volverán a la tierra con intuiciones ciertas de las vías m isteriosas de la

naturaleza y serán los autores de los grandes “descubrim ientos” del porvenir.

En este cuarto cielo se encuentran tam b ién los estudiantes de una sabiduría m á s

profunda, los celosos y respetuosos neófitos que han buscado a los Instructores de la

raza, los que han querido ardientem ente encontrar un Maestro y han m editado con

paciencia las enseñanzas de cualquiera de los grandes m aestros espirituales de la

hum anidad.

Allí realizan sus aspiraciones y reciben la instrucción que creyeron buscar inutilm ente;

sus almas beben con avidez la sabiduría celestial, y sentados a los pies del Maestro

crecen y progresan a grandes pasos.

Estos renacen sobre la tierra para instruir e ilum inar y volverán al m undo con el sello de

función sublim e de instructores de la hum anidad.

Muchos estudiantes que ignoran esta s operaciones sutilísim as, se preparan un lugar

en el cuarto cielo, m ientras en el m undo terrestre m editan con verdadera devoción las

páginas de cualquier m aestro genial, las enseñanzas de cualquier alm a elevada.

Form an así, sin saberlo, un lazo entre ellas y el m aestro que am an y veneran; y en el

mundo celeste se m anifestará este lazo de l alma, atrayendo a una m utua com unión a las

almas que une entre sí.

Sem ejantes al sol que adentra sim ultáneam ente sus rayos en gran núm ero de

habitaciones, estando ilum inada cada una según su total capacidad para recibirlo, esas

grandes alm as del m undo celeste bañan con sus rayos centenares de im ágenes m entales

de ellas, creadas por sus fieles discípulos.

Estas im ágenes están llenas de vida y anim adas de la esencia m isma del ser que

representan, de suerte que cada estudiante tiene su m aestro por instructor, sin poder

monopolizarlo, sin em bargo, en perjuicio de los dem á s.

El hom bre reside, pues, en los cielos “form ales”, durante un período determ inado

por la abundancia de m ateriales recogidos sobre la tierra.

Todo lo bueno que ha podido cosechar en la últim a vida personal encuentra allí su

completo desarrollo, su realización total, hasta en los porm enores.

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Después, según hem os visto, cuando todo está extinguido, apurada ya la últim a gota del

cáliz de la dicha y consum ida la últim a migaja del festín celeste, todo cuanto se ha

transform ado en facultad, todo lo de valor pe rm anente, queda absorbido en el interior

del cuerpo causal, y el Pensador se despoja de los últim os restos del cuerpo m ental, por

medio del que ha m anifestado sus energías en las regiones inferiores del m undo celeste.

Despojado del cuerpo m ental, continúa en su propio m undo a fin de elaborar cuantos

elementos de la cosecha asim ilada puedan encontrar en esta región elevada m ateriales

propios para su expresión.

El gran núm ero de almas vulgares, no hacen, por decirlo así, m á s que tocar un

instante el nivel inferior del m undo “sin form a”.

Allí se refugian m omentáneam ente, puesto que todos sus vehículos inferiores se han

dispersado; pero se hallan en tan em bri onario estado que todavía no son capaces de

poseer ningún poder activo para funcionar independientem ente en esta región.

Esas alm as quedan inconscientes desde que se disgrega el cuerpo m ental.

Tan sólo por un instante puede reaccionar su conciencia; el recuerdo ilum ina su pasado,

como un relám pago, y así ven las causas m á s salientes.

Un relám pago de previsión igualm ente breve, ilumina su porvenir y ven los efectos que

han de realizarse en la próxim a existencia.

Tal es la única experiencia del m undo “sin form a” concedida a la m ayoría, porque allí,

como en todas partes, la cosecha es proporci onal a la siembra, y si no se sem b ró nada,

¿ cómo esperar cosecha?

Ahora bien: muchas almas semb raron durante su vida terrestre, con pensam ientos

profundos y noble conducta, m ucho grano c uya recolección pertenece a esta quinta

región celeste; así, es grande ahora su recom pensa por haberse em ancipado de la

servidum bre de la carne y de las pasiones, y comienzan a sentir la vida real del hom bre,

la existencia sublim e del alm a misma, des pojada de las vestiduras que pertenecen a los

mundos inferiores.

Aprenden, adem ás, las verdades por visión dir ecta, y ven las causas fundam entales de la

que son efecto los objetos concretos.

Aprenden, adem ás, las verdades por visión di recta, y ven las causas fundam entales de

las que son efecto los objetos concretos.

Estudian las unidades subyacentes, cuya presencia está disfrazada en los m undos

inferiores por la engañadora variedad de porm enores aparentes.

Obtienen así un profundo conocim iento de la Ley y aprenden a conocer sus operaciones

inmutables bajo los fenóm enos al parecer m á s dispares.

He aquí cóm o se graban en el cuerpo indestructible las convicciones firm es e

inquebrantables que en la vida terrestre se revelarán com o certezas profundas e

intuitivas del alm a por encim a y m á s allá de todo razonam iento.

Aquí todavía estudia el hom bre su pasado, separando cuidadosam ente el com plejísim o

haz de las causas que ha engendrado.

Nota sus m utuas reacciones, las fuerzas resulta ntes que de ellas proceden, y ve en parte

cuáles serán sus efectos en las existencias que le reserva el porvenir.

En el sexto cielo encontram os las almas má s avanzadas, que durante su vida

terrestre sólo experim entaron débil apego a las cosas tem porales y cuyas energías

estuvieron consagradas por com pleto a la vida superior, intelectual y m oral.

Para ellas el pasado no tiene velos, su r ecuerdo es perfecto y sin discontinuidad alguna;

se preparan para la próxim a vida la actividad de las energías destinadas a neutralizar un

gran núm ero de fuerzas contentivas y a reanim ar y fortalecer a los que trabajan por el

bien.

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Tan clara m emoria les perm ite adoptar dete rm inaciones precisas y enérgicas sobre lo

que ha de hacerse y lo que ha de om itirse; y pueden fijar sus decisiones en los vehículos

inferiores, en la existencia que se prepara, im posibilitando algunos m ales incompatibles

con esa naturaleza íntim a que el ser siente en sí, haciendo, por lo contrario, inevitables

algunas costum bres que responden a las exigenci as irresistibles de una voz interior que

no tolera contradicción alguna.

Tales almas vienen al m undo con las m á s nobles y elevadas cualidades que hacen

imposible una existencia vulgar y señalan al niño desde la cuna com o uno de los

campeones de la raza.

El hom bre que llega a este sexto cielo ve desf ilar ante sí los inm ensos tesoros de la

Inteligencia Divina en su actividad creadora, y puede estudiar los arquetipos de todas las

form as que están en vías de evolución gradual en los m undos inferiores.

Puede bañarse en el insondable océano de la Sabiduría Divina y resolver los problem as

que se refieren a la ejecución progresiva de esos arquetipos, com prendiendo, en fin,

aquel bien parcial que parece ser un m al a los ojos de los envenenados por la carne.

En este horizonte agigantado, los fenóm enos tom an su justo valor relativo, y hom bre ve

allí la justificación de los “cam inos del Señor ”, que dejan de ser para él “insondables”

en cuanto se refieren a la evolución de nuestros m undos inferiores.

Los problem as que se propuso inútilm ente en la tierra y cuyas soluciones escaparon

siempre de su ávida inteligencia, los resu elve por su intuición que rasga los velos

fenoménicos y descubre los ocultos eslabones de la no interrum pida cadena de las

causas.

Aquí tam b ién el alm a goza de la presenci a inmediata y de la plena com unión de las

grandes alm as que han cum plido su evolución en nuestra hum anidad.

Libertada de las trabas que pone “el pasado” terreno, gusta “el eterno presente” de una

vida inm ortal y continua.

Aquellos a quienes en la tierra llam amos “muertos ilustres” son arriba vivientes

gloriosos, y el alm a, em briagada con su pr esencia, vibra al contacto de su potente

arm onía haciéndose cada vez m á s semejante a ellos.

Más sublim e, má s adm irable brilla toda vía el séptim o cielo, patria intelectual de los

Maestros y de los Iniciados.

Alm a alguna puede residir en él si no ha franqueado en la tierra la estrecha puerta de la

Iniciación, la puerta “que conduce a la vida eterna” (I) (El iniciado sale del camino

ordinario de la evolución y va hacia la perfección hum ana por un sendero m á s corto y

escarpado)

Este m undo es la fuente de los m á s poderoso s impulsos intelectuales y m orales que se

extienden sobre la tierra, y de él se derra man, en reparadoras corrientes, y las m á s

sutiles energías.

La vida intelectual del m undo tiene su raíz en él, y de él recibe el genio sus m á s puras

inspiraciones.

Para las alm as que allí tienen su m orada, poco im porta que estén o no sujetas a los

vehículos inferiores.

Su conciencia sublim e no se interrum pe jam á s ni su comunión con los que le rodean.

Cuando “encarnan” pueden com unicar esta conc iencia a sus vehículos inferiores en

proporción m ayor o m enor, según lo juzguen oportuno.

Sus determ inaciones están guiadas cada vez m á s por la voluntad de los grandes Seres,

identificados con la del Logos, con la Volunt ad que converge sin cesar al m ayor bien de

los mundos, porque allí, los últim os vestigios de la separatividad (2) (Aham kara, el

principio que da nacim iento al Yo, principio necesario a la evolución de la conciencia,

pero que debe elim inarse concluida su obra.), están en vísperas de elim inarse en todos

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los que no han alcanzado la liberación final, es decir, que todavía no son Maestros; y a

medida que esos vestigios desaparecen, la voluntad hum ana se arm oniza cada vez m á s

con la voluntad que rige el universo.

He aquí un bosquejo de las siete zonas celestes, a una de las cuales pasa el hom bre a

su hora, tras el “cam bio que llam amos muerte”.

Porque la m uerte es tan solo un cam bio que liberta parcialm ente al alm a librándola de

sus má s pesadas cadenas.

Es el nacim iento a una vida m á s larga, el regreso del alm a a su verdadera patria tras

breve destierro en la tierra; el paso de la pr isión de aquí abajo a la atm ósfera libre de

arriba.

La m uerte es la m á s grande ilusión terrestre.

No existe la m uerte: sólo cam bian las condi ciones de vida, porque la vida es continua,

sin interrupción ni posibilidad de solución de continuidad.

“El espíritu es nonato, eterno, inm emorial, constante”; no perece al m orir los cuerpos de

que se ha revestido.

Creer en la m uerte del espíritu cuando el cuerpo cae en el polvo, sería com o creer que

los cielos se hunden cuando se rom pe un ánfora. (com paración em pleada en el

Bhagavad Purana.)

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LOS PLANOS

BÚDDHICO Y NIRVÁNICO

Hem os visto que el hom bre es un ser inte ligente y dotado de conciencia, es decir, el

Pensador, revestido de envolturas o de cu erpos pertenecientes a los planos m ental

inferior, astral y físico

Quédanos por estudiar ahora el Espíritu, que es su Yo m á s íntim o, la fuente de donde

procede.

Este Espíritu Divino, rayo em anado del Logos y participe de su Esencia, posee la

triple naturaleza del Logos m ismo: y la e volución del hom bre com o hom bre consiste en

la manifestación gradual de los tres asp ectos que se desenvuelven desde el estado

latente al estado afectivo, repitiendo en m iniat ura en el hom bre la evolución del m ismo

universo.

Por eso se ha llam ado m icrocosm os al hom bre al llam ar m acrocosm os al universo.

Y por eso tam b ién se le ha llam ado el espejo del universo, la im agen o el reflejo de Dios

(I) (<<Hagam os al hom bre a nuestra im agen y sem ejanza>>) (Génesis, I. 26.)

En, fin el viejo axiom a:

“Como es arriba, así es abajo” expresa la m isma correspondencia.

La presencia de esa divinidad encubierta gara ntiza, adem ás, el triunfo final del hom bre.

En el resorte oculto, la potencia m otora por la que la evolución es, a la par, posible e

inevitable; la fuerza ascensional que vence le ntam ente todos los obstáculos y todas las

dificultades.

Es la presencia que Matthew Arnold pres entía vagam ente cuando hablaba de “la

Potencia que fuera de nosotros m ismos tiende hacia la perfección”.

Pero se equivocaba al decir: “fuera de nos otros m ismos”; porque en verdad es el m á s

íntim o Yo de todos; no nuestro yo separado, sino nuestro Yo. (Atm a, el reflejo de

Param â rm â.)

Este Yo es él Único, y por eso se le llam a la Mónada (se le llama la Mónada ya se

trate de la Mónada del espíritu—m ateria, o Atm a, o de la Mónada de la form a Atm a—

Buddhi o de la Mónada hum ana Atm a—Buddhi—Manas. En los tres casos perm anece

una y desem peña el papel de unidad,, teni endo uno, dos o tres aspectos.); y conviene

repetir que esta Mónada es el soplo vital del Logos, que contiene en sí m isma, en

germ en o en estado latente, todas las potencias y atributos divinos.

Y sem ejantes potencias tienen que m anifest arse por los choques procedentes de los

contactos con los objetos del universo en que la Mónada se proyecta.

El roce engendrado solicita en respuesta las vibraciones de la vida som etida a esa

excitación; y las energías de esa vida, pasan una a una, del estado latente al activo.

La Mónada hum ana, así llam ada para distingui rla, presenta, com o hem os visto, los tres

aspectos del Ser Divino, porque es la im agen perfecta de Dios; y en el ciclo de la

evolución hum ana, los tres aspectos se desarrollan sucesivam ente.

Estos aspectos son los grandes atributos de la Vida Divina, m anifestada en el universo:

existencia, felicidad e inteligencia. (Satchitânanda se usa frecuentem ente en las

escrituras indas com o nombre abstracto de Brahm an, de quién las tres personas de

Trim urti son m anifestaciones concretas.)

Los tres Logos m anifiestan respectivam ente estos atributos con toda la perfección que

requieren los lím ites de la m anifestación.

En el hom bre se desenvuelven estos aspectos en orden inverso: inteligencia, felicidad y

existencia, significando esta últim a la manifestación de los poderes divinos.

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Hasta ahora, en nuestro estudio de la evolución hum ana, hem os observado el

desarrollo del tercer aspecto de la Divinida d oculta, o sea el de la conciencia com o

inteligencia.

Manas, el Pensador, el alm a hum ana, es la im agen de la inteligencia universal, del tercer

Logos, y toda aquella larga peregrinación en los tres planos inferiores está aplicada a la

evolución de este tercer aspecto: el intelectual de la naturaleza divina en el hom bre.

Mientras dura la evolución, podem os considerar las otras energías divinas com o, por

decirlo así, en estado de incubación en el ser hum ano, sin desarrollar aún activam ente

sus fuerzas en él.

Están replegadas en sí m ismas, in--m anifestadas.

Sin em bargo, la preparación de estas fuerzas, anterior a su m anifestación, prosigue poco

a poco.

Gradualm ente despiertan del sueño de la no—m anifestación, que llam amos estado

latente, por la energía siem pre creciente de las vibraciones de la inteligencia.

El aspecto beatíf ico del Yo com ienza desde entonces a em itir sus prim eras vibraciones,

y las palpitaciones nacientes de su vida m anifestada se sienten de un m odo vago.

Este aspecto beatífico se llam a Buddhi en térm inos teosóficos.

Es una palabra derivada de otra sánscrita que significa sabiduría, y el principio así

designado pertenece al cuarto plano del universo, el plano búddhico, donde todavía

subsiste la dualidad, pero sin separación.

Se trata aquí de valerse inútilm ente de palabras para exponer esta idea, porque las

palabras pertenecen a los planos inferiores donde dualidad y separación son lo m ismo.

Se puede, no obstante, dar concepto aproxi mado diciendo que es un estado en que cada

uno es él m ismo, con una claridad e intensid ad a la que no se aproxim a ninguno de los

mundos inferiores, y donde cada uno siente al mismo tiem po que contiene a todos los

dem á s, siendo uno e inseparable con ellos. (Recuerde el lector la Introducción y

vuelva a leer la descripción de este estado dada por Plotino, que com ienza por estas

palabras: “Ven igualm ente todas las cosas ...>> Y note las frases siguientes: <<Cada una

es igualm ente a todas las dem á s>>, y <<en cada una, sin em bargo, predom ina una

cualidad diferente>>.)

Lo m á s análogo en la tierra a este estado, es la condición de dos personas unidas por un

amor puro e intenso, que hace de ellas com o un ser único, de suerte que piensan, obran

y viven al unísono, sin barrera entre ellas, sin distinguir entre lo m ío y lo tuyo y sin

separación de ninguna especie (Por esta r azón, la felicidad del am or divino ha sido

simbolizada, en m uchas escrituras sagradas , por el am or profundísim o de los esposos,

como en el Bhagavad—Gita de los indos y El Cantar de los Cantares de Salom ón. Este

es tam b ién el am or de que hablan los m ísticos sufíes y todos los m ísticos.)

El débil eco de esta región determ ina a los hom bres a buscar la dicha en la unión con el

objeto de su deseo, cualquiera que éste sea.

El aislam iento com pleto es la com pleta m iseria.

Encontrarse desnudo, despojado de todo, suspe ndido en el vacío del espacio, en soledad

absoluta, sin nada m á s que la propia indivi dualidad; sentirse aislado de todo cuanto

existe, encerrado siem pre en él yo separado... es lo m á s intensam ente horrible que pueda

concebir la im aginación.

La antítesis de este infierno es la unión, y la perfecta unión es, por lo tanto, la perfecta

felicidad.

Cuando entra en actividad este aspecto beatífico del Yo, sus vibraciones,

análogam ente a lo que sucede en los planos in feriores, atraen hacia ellas la m ateria del

plano en que actúan.

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Así se form a gradualm ente el cuerpo búddhico o cuerpo de la bienaventuranza (1),

perfectam ente designado con este nom bre. (1) (El Anandam ayakosha o estuche de

beatitud de los vedantinos. Es tam b ién el cuerpo del sol, el cuerpo solar de que a veces

hacen m ención los Upanishads y otros libro s) La única m anera de contribuir a la

edificación de esta form a gloriosa, consiste en cultivar el am or puro, desinteresado,

universal, benéfico, el am or que “no ansía nada para sí, que no conoce la parcialidad,

que se da sin reservas”.

Esta efusión espontánea del am or es el m á s característico de los atributos divinos, el

amor que lo da todo y nada pide.

Este am or crea el universo, lo conserva y dirige a la perfección y a la felicidad.

Y cada vez que el hom bre extiende sobre todos los que lo necesitan, sin predilecciones

ni diferencias, sin anhelo de recom pensa, con el puro y espontáneo goce de la efusión,

desarrolla el aspecto beatífico del Dios que hay en él y prepara el cuerpo de belleza e

inefable dicha en el que se alzará el Pensa dor, libre de los lím ites de la separación, para

hallarse consciente de su propia individua lidad y al m ismo tiem po uno con todo lo que

vive.

Esta es “la m orada no construida con m anos, la m orada eterna en los cielos” de que

habla San Pablo, el gran iniciado cristiano, que encomia la caridad y el am or puro sobre

toda virtud, porque ella únicam ente contribuye en la tierra a edificar esa gloriosa

morada.

Por análoga razón los budistas llam an a la separatividad “la gran herejía”, y por eso

tam b ién la “unión” es el fin que se proponen los indos.

Alcanzar la liberación, es libertarse de las limitaciones que nos dividen, y del egoísm o,

raíz del m al, que una vez desaparecido, extingue para siem pre el sufrim iento.

El quinto plano, el plano nirván ico, corresponde al suprem o aspecto hum ano del

Dios que hay en nosotros.

Los teósofos llam an a este aspecto Atm a, o él Yo.

Este es el plano de la existencia pura, de los poderes divinos m anifestados tan

completam ente com o pueden serlo en nuestro quíntuple universo.

Lo que existe m á s allá, sobre el sexto y séptim o planos, está sum ido en la in

vislum brada Luz de Dios.

Esa conciencia átm ica o nirvánica es la que han alcanzado los Grandes Seres, prim icias

de nuestra hum anidad, que han cum plido ya el ciclo de la evolución hum ana y a los que

se les llama Maestros. (Se les llam a tam b ién Mahatm as o grandes espíritus, y

Jivanm uktas o alm as libertadas. Están unidos a los cuerpos físicos con el fin de ayudar

la hum anidad. Otros m uchos grandes seres viven tam b ién en el plano nirvánico.)

Estos han resuelto en sí m ismos el problem a que consiste en aliar la esencia de la

individualidad con la ausencia de toda separación, y viven inm ortales com o

inteligencias, perfectas en sabiduría, am or y poder.

Cuando la Mónada hum ana emerge de l seno del Logos, asem ejase a un finísim o hilo

de luz, aislado por una cubierta de subs tancia búddhica, que se desprende del lum inoso

océano de Atm a, del hilo pende una chispa que se rodea de una envoltura ovoide

perteneciente a la región arrúpica o “sin form a” del plano m ental.

“La chispa pende de la llam a por el sutilísim o hilo de Fohat. (Libro de Dzyan,

estancia VII. 5. Doctrina Secreta, I.)

A m edida que la evolución progresa, es m ayor y opalescente este huevo lum inoso, y el

hilo tenue se transform a en un canal cada v ez m á s amplio, a través del cual fluye con

má s abundancia la vida átm ica.

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Finalm ente estos tres elem entos se funden, el tercero en el segundo y los dos en el

prim ero, quedando unidos com o una llama a ot ra llam a de suerte que no es posible

distinguirlos.

La evolución hum ana en el cuarto y quinto planos pertenecen a un período futuro de

nuestra raza; pero aquellos que escogen el difícil sendero de un progreso m á s rápido,

pueden efectuarlo desde luego, com o se explicará m á s adelante.

En este sendero el cuerpo de bienaventu ranza evoluciona rápidam ente, el hom bre

comienza a vivir m á s conscientem ente en esta región sublim e, y conoce la felicidad que

engendra la carencia de barreras exclusivas, y la sabiduría que entra a torrentes cuando

desaparecen los lím ites del intelecto.

El alm a se separa entonces de la rueda que gira en los m undos inferiores y adivina la

completa libertad del plano nirvánico.

La conciencia nirvánica es la antítesis de la aniquilación; es la existencia elevada a

realidad e intensidad inconcebibles para quién sólo conoce la vida de los sentidos y de

la mente.

Comparar la conciencia nirvánica con la del hom bre sujeto a la tierra, fuera poner en

parangón el esplendor del sol con un m enguado candil.

Confundir el Nirvana con la aniquilación, so pretexto de que en el Nirvana han

desaparecido los lím ites de la conciencia terrestre, es com o si un hom bre no conociese

má s luces que las del candil, negara la posib ilidad de luz alguna sin m echa em papada en

aceite.

El Nirvana existe.

Los que han entrado en él y viven esta vida gloriosa lo atestiguan en las Escrituras

sagradas.

Adem ás, tam b ién lo atestiguan los hijos de nuestra raza que han subido esta escala

sublim e de la hum anidad perfecta, y se encuen tran en relación con la tierra a fin de que

nuestra raza, en su larga peregrinación, pueda subir sin tropiezo los peldaños.

En el Nirvana residen los Seres poderosos que han cum plido su evolución hum ana

en universos anteriores y que salieron del seno del Logos cuando éste se m anifestó para

poner nuestro universo en existencia.

Son sus m inistros en el gobierno de los m undos, los perfectos agentes de su voluntad.

Los Señores de todas las Jerarquías de dioses y de seres que viven bajo sus órdenes en

los planos inferiores, tienen allí su reside ncia, porque el Nirvana es el corazón del

universo de donde irradian todas las corriente s de vida cósm ica, el corazón desde donde

el Gran Aliento envía palpitaciones de vida a todas cosas, y el corazón a donde vuelve

ese Aliento el día en que el universo toca a su térm ino.

El Nirvana es la Vida Beatífica que anhela el m ístico en su ardiente celo.

El Nirvana es la Gloria sin velos, la Meta Suprem a.

La fraternidad hum ana, m ejor dicho, la fr aternidad de todas la cosas, encuentra base

firm e y sólida en los planos espirituales: átm ico y búddhico.

Fuera de ellos no hay unidad real, no existe ninguna sim patía perfecta.

El intelecto es, en el hom bre, el princi pio separativo que distingue él yo del no—yo, que

tiene conciencia en sí m ismo y considera toda cosa com o exterior y extraña.

Es el principio de com b atividad que lucha y se afirm a.

Descendiendo a la base, a partir del plano in telectual, el m undo nos presenta una escena

de lucha tanto m á s áspera cuanto m á s parte tom a en ella intelecto.

La naturaleza pasional no es espontáneam ente luchadora sino bajo el aguijón del deseo,

cuando encuentra algún obstáculo entre ella y el objeto apetecido; pero a m edida que el

intelecto inspira su actividad, se torna cada vez m á s agresiva, porque trata entonces de

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satisfacer sus propios deseos futuros, y tiende a apropiarse una parte cada vez m ayor de

las reservas de la naturaleza.

En cuanto al intelecto, es por sí m ismo bata llador, y su naturaleza esencial consiste en

afirm arse diferentem ente de los dem á s.

Y aquí encontram os la raíz de la separatividad y la fuente inagotable de las disensiones

hum anas.

Ahora bien, cuando la conciencia alcanza el plano búddhico, la unidad se percibe

inmediatam ente.

Es com o si el rayo separado, divergente respecto a los otros, se llegase hasta el sol

mismo, fuente idéntica de todos los dem á s.

Supongan un ser vivo en el sol, inundado de luz, con la única m isión de difundirla.

Sem ejante ser no establecería diferencia alguna entre los diversos rayos y con la m isma

complacencia vertería la luz en todas las direcciones.

Pues lo m ismo puede decirse del hom bre que ha alcanzado conscientem ente el plano

búddhico.

Siente vivam ente en sí la fraternidad de que los dem á s hablan com o de algo ideal, y se

extiende hacia cualquiera que de su auxilio necesite, prodigando socorro m ental, m oral,

astral o físico, según la necesidad sentida.

Considera a todos los seres com o a él m ismo, siente que todo lo que posee es tan de

ellos como de él, m ejor que de él, puesto que siendo m enor su fuerza son m ayores sus

necesidades. Sucede lo que en una fam ilia cuyos herm anos mayores soportan todas las

cargas y preservan del dolor y la privación a los m enores.

Por espíritu f r aternal, la debilidad da derecho a la asistencia, a la protección

cariñosa, no pudiendo jam á s servir de pretexto para la opresión.

Precisam ente por haber llegado a tan excel so nivel, m anifestaron siem pre los

fundadores de las grandes religiones su dulcí sima ternura, su desbordante com pasión

hacia la hum anidad, proveyendo así a las m iserias físicas com o las aflicciones morales,

según las necesidades de cada cual.

La conciencia de esta unidad interna, la pe rcepción del Yo Único que reside igualm ente

en todos, tal es la única base cierta de la fraternidad.

Otra cualquiera es deleznable y caduca.

A semejante percepción se añade la idea que el gado de evolución de todo ser

hum ano o no hum ano, depende esencialm ente de lo que podem os llamar su edad.

Algunos com enzaron su peregrinación a través de los tiem pos mucho después que otros,

y aunque las facultades sean las m ismas para todos, hay quién las desarrolló de un m odo

má s completo porque tuvo para ello m á s tiem po que sus herm anos má s jóvenes.

Denostando y m enospreciando el grano porque no es ya flor, la yem a no podrá dar fruto

ni el niño ser hom bre; y denostando y m enospreciando a las alm as infantiles que nos

rodean porque no han evolucionado tanto com o nosotros, hacem os mal.

No nos denostem os por no ser todavía com o dioses, porque ignoram os cuánto tiem po

ocuparem os el puesto que ocupan hoy nuestros herm anos mayores.

¿ P or qué increpar entonces a las alm as má s jóvenes que no se parecen todavía a

nosotros?

La palabra “fraternidad” im plica identidad de raza y desigualdad de desarrollo.

Y por esto representa exactam ente el lazo que existe entre todas las criaturas del

universo: identidad de Vida esencial y difere ncias de grado en la m anifestación de esta

vida.

Tenemos nuestro origen, nuestro m é todo de evolución y nuestro objeto; y las

diferencias de edad y de nivel han de cont ribuir forzosam ente a la form ación de lazos

má s íntim os y am orosos.

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LA REENCARNACIÓN

SABIDURÍA DIVINA

Ya estam os ahora en situación de estudiar c on fruto una de las doctrinas esenciales

de la Sabiduría Antigua: la doctrina de la reencarnación.

Nuestro concepto de la reencarnación puede aclararse m á s y ponerse m á s en arm onía

con el orden natural, si la consideram os como principio universal, y luego pasam os a

observar el caso especial de la reencarnación del alm a hum ana.

Al estudiarla, este caso especial se arranca gene ralm ente de su sitio en el orden natural,

y se le considera, con gran detrim ento s uyo, com o fragm ento dislocado; pues toda la

evolución consiste en una vida evolucionant e que pasa de una form a a otra a m edida

que se desenvuelve, alm acenando en sí m isma la experiencia adquirida en dichas

formas.

La reencarnación del alm a hum ana no es la añadidura de un nuevo principio a la

evolución, sino la adaptación del principio universal para adquirir las condiciones que

exige la individualización de la vida en constante desenvolvim iento.

Mr. Lafcadio Hearn (M r. Hearn se ha equivocado en la expresión, pero no, según se

cree, en el concepto íntim o. Parte de su e xposición del concepto budista de esta doctrina

y el m odo de usar la palabra <<Ego>>, extravia rá al que lea su interesante artículo sobre

el asunto, si no tiene m uy presente la difere ncia entre el ego real y el ilusorio.) ha

expuesto este punto, al considerar el alcance de la idea de la preexistencia en el

pensamiento científico de Occidente.

Dice:

“Con la aceptación de la doctrina de la evolución, las ideas antiguas vinieron a tierra y

otras nuevas surgieron en todas partes , reem plazando los antiguos dogm as; y ahora

tenem os el espectáculo de un general m ovim iento intelectual, en sorprendente dirección

paralela con la filosofía oriental.

La rapidez sin precedente y lo m ultiform e del progreso científico durante los últim os

cincuenta años, no podían m enos de provocar un aceleram iento intelectual, igualm ente

sin precedente, entre los no científicos.

Que los organism os má s elevados y com plejos se han desenvuelto de los ínfim os y

sencillos; que una sola base física es la substancia de todo el m undo viviente; que no

puede trazarse línea alguna de separación entre el anim al y el vegetal; que la diferencia

entre la vida y la no-vida es sólo diferencia de grado y no de especie; que la m ateria no

es menos incomprensible que la m ente, al paso que am bas sólo son m anifestaciones de

la misma realidad desconocida: todas esta s cuestiones se han convertido ahora en

vulgaridades de la nueva filosofía.

Después que por prim era vez fué reconocida la evolución física hasta por la teología,

era fácil predecir que no podría retardarse indefinidam ente el reconocim iento de la

evolución psíquica, pues quedaba rota la barrera erigida por los antiguos dogm as que

impedía a los hom bres m irar hacia atrás.

Y hoy, para el estudiante de psicología científ ica, la idea de la preexistencia pasa del

reino de la teoría al de los hechos, pr obando de plausible m odo la explicación budista

del m isterio universal.

Considerem os la Mónada de form a Atm a—Buddhi.

En esta form a, en la vida expirada del Logos, yacen ocultos todos los poderes divinos;

pero, com o es sabido, están latentes, no m anifestados ni funcionantes.

Han de ser despertados gradualm ente por choques externos, pues en la m isma

naturaleza de la vida está en vibrar en contestación a las vibraciones que la pulsan.

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Como en la Mónada existen todas las pos ibilidades de vibración, toda vibración que

obre en ella despertará el poder vibratorio correspondiente, y de este m odo, una tras

otra, pasaran todas las fuerzas del estado latente al activo.

En esto consiste el secreto de la evolución; el medio actúa en la form a de la criatura

viva—téngase presente que todas las cosas viven--, y al trasm itirse esta acción a la vida

por m edio de la form a envolvente, la Móna da que está dentro de ella despierta

vibraciones que responden y pasan al exterior desde la Mónada a la form a, poniendo a

su vez en vibración sus partículas y volvié ndolas a coordinar en form a correspondiente

o adoptada al choque inicial.

Esto es la acción y la reacción entre el m edi o y el organism o, reconocida por todos los

biólogos, y que algunos consideran com o explicación suficiente de la evolución.

La observación paciente y cuidados de esta acción y reacción no da, sin em bargo,

explicación alguna de porque el organism o res ponde así al estím ulo; y es necesario que

la Antigua Sabiduría venga a descubrir el secr eto de la evolución, se ñalando al Yo en el

corazón de todas las form as, com o la oculta fuente originaria de todos los m ovim ientos

de la Naturaleza.

Una vez comprendida la idea fundam ental de una vida que encierra la posibilidad de

contestar a todas las vibraciones que lleguen a ella desde el universo exterior, cuyas

respuestas son gradualm ente determ inadas por la acción de fuerzas externas, conviene

comprender la segunda idea fundam ental: la continuidad de la vida y de las form as.

Las form as transm iten sus peculiaridades a otras form as que preceden de ellas, las

cuales son parte de su propia substancia y se han separado para llevar una existencia

independiente.

Por división, por brotes, por lanzam iento de gé rm enes, por el desarrollo del fruto dentro

de la m atriz, se conserva la continuida d física, derivándose cada nueva form a de la

precedente y reproduciendo sus características.

La ciencia agrupa estos hechos bajo el nom bre de ley de herencia, y sus observaciones

sobre la trasm isión de la form a son dignas de atención y delatan el m odo de obrar de la

Naturaleza en el m undo fenom enal.

Pero debe tenerse presente que esto se apli ca a la construcción del cuerpo físico, en el

cual entran los m ateriales sum inistrados por los padres.

Los modos de obrar má s ocultos, las operaciones de la vida sin las cuales la form a

no existiría, no han sido aún observadas, por no ser susceptibles de observación física, y

este vacío solo pueden llenarlo las enseña nzas de la Antigua Sabiduría, dadas por

Aquellos que em plean poderes de observación Supra--físicos, y que por sí puede

comprobar todo discípulo que pacientem ente estudia en sus escuelas.

Hay continuidad de vida así como continuidad de form a, y la vida continua—cuyas

energías latentes, cada vez en m ayor núm ero, se transform an en activas por el estím ulo

que reciben en las form as sucesivas—es la que resum e en sí misma las experiencias

obtenidas en las form as sucesivas de que se ha revestido; pues cuando la form a perece,

la vida conserva los anales de esas expe riencias en las m ayores energías que han

despertado, y se halla pronta a ser un alm a de otras form as derivadas de la antigua,

llevando consigo este acopio acum ulado.

Mientras estuvo en la form a anterior, funcionó por su conducto, adoptándola a la

expresión de cada nueva energía despertada; la form a traspasa estas adaptaciones,

grabadas en su substancia, a la parte que separada de ella constituye su fruto, el cual,

siendo de su substancia, ha de tener n ecesariam ente las peculiaridades que a ésta

caracterizan; la vida se vierte dentro de ese fruto con todos los poderes que ha

despertado, y lo m oldea aun m á s; y así una y otra.

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La ciencia m oderna prueba cada día m á s y m á s claram ente que la herencia tom a una

parte siem pre decreciente en la evolución de las criaturas superiores, que las cualidades

mentales y m orales no se trasm iten de padres a hijos, lo cual es tanto m á s patente cuanto

má s elevadas sean dichas cualidades; el hijo de un genio es m uchas veces un im bécil, y

padres vulgares dan nacim iento a un genio.

Debe existir un substrátum continuo, inherent e a las cualidades m entales y m orales, a

fin de que puedan acrecentarse, pues de otro m odo la Naturaleza, en este im portantísim o

ram o de su obra, produciría efectos vagos y sin causa, en lugar de dem ostrar en ellos

continuidad ordenada.

En este punto la ciencia está m uda; pero la Antigua Sabiduría enseña que dicho

substrátum , continuo es la Mónada, receptácu lo de todos los resultados, depósito en que

se almacenan todas las experiencias com o poderes activos en crecim iento.

Una vez bien com prendidos estos dos principios—de la Mónada con potencialidades

que se convierten en poderes, y de la continui dad de la vida y de la form a—procedam os

al estudio porm enorizado de su m odo de obrar , y verem os que resuelve m uchos de los

embarazosos problem as de la ciencia m odern a, así com o aquellos otros que m á s atañen

al corazón, de los que se ocupan el filántropo y el filósofo.

Principiem os por el estudio en la M ónada, cuando se halla sujeta a las influencias de

los niveles arrúpicos de los planos m entales, del principio m ismo de la evolución de la

forma.

Sus prim eros estrem ecimientos para responder a las im presiones de que es objeto,

atraen a su alrededor algo de la m ateria de este plano, y así tenem os la evolución

gradual del prim er reino elem ental.

Los grandes tipos fundam entales de la Móna da son siete, im aginados a veces com o

semejantes a los siete colores del espectro solar, derivados de los tres prim eros.

(<<Así com o es arriba es abajo. >> Ins tintivam ente recordam os los tres Logos y

los siete Hijos del Fuego prim ordiales, y en el sim bolísm o cristiano a la Trinidad y los

<<Siete Espíritus que están ante el trono>>, y en el Mazdeísm o a Ahura m azdao y los

siete Am eshaspendas.)

Cada uno de estos tipos tiene peculiar colorido de características, y este colorido

persiste durante el ciclo de eones de su e volución, afectando a todas las series de cosas

vivas a que anim a.

Entonces principia el proceso de subdivisi ón en cada uno de estos tipos, que continuará

subdividiéndose, hasta llegar a la individualización.

Las corrientes puestas en acción por las ener gías incipientes de la Mónada—bastará

seguir una evolución, pues las otras seis son iguales en principio—sólo tienen una breve

vida de form a; sin em bargo, cualquiera que s ea la experiencia que en ellas se adquiera,

está representada por un aum ento de vida que responde en la Mónada, la cual es fuente

y causa; y esta vida que responde consiste en vibraciones, m uchas veces incongruentes

entre sí, estableciéndose en la Mónada una tendencia hacia la separación, agrupándose

juntas las fuerzas las fuerzas que vibran en arm onía, determ inando lo que pudiéram os

llamar acción concentrada, hasta que se form an varias subm ónadas, si se nos perm ite

por un m omento esta expresión, parecidas en sus principales características, pero

diferentes en los detalles, com o matices de un m ismo color.

Estas se convierten, a su vez, por los im pulsos de los niveles inferiores del plano m ental,

en las Mónadas del segundo reino elem ental, pertenecientes a la región de la form a de

este plano, continuando el proceso con el aum ento constante del poder responsivo de la

Mónada, de suerte que cada una es la vida anim adora de form as sin cuento, por cuyo

medio recibe las vibraciones; y cuando la form a se desintegra sigue vivificando

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constantem ente nuevas form as, continuando ta mb ién el proceso de subdivisión por las

causas ya descriptas.

Cada Mónada encarna así continuam ente en form as y alm acena dentro de sí, com o

poderes despiertos, todos los resultados obtenidos en las form as que ha anim ado.

Podem os considerar estas Mónadas com o las almas de grupo de form as, y a m edida que

prosigue la evolución, estas form as muestr an cada vez m á s atributos, siendo éstos los

poderes del alm a monádica del grupo, m anifesta dos por m edio de las form as en que se

encarna.

Las innum erables subm ónadas de este segundo reino elem ental llegan pronto a un

estado de evolución en que principian a res ponder a las vibraciones de la m ateria astral

y com ienzan entonces a obrar en este plano, convirtiéndose en las Mónadas del tercer

reino elem ental y repitiendo en este m undo m á s grosero todo el proceso verificado en el

plano mental.

Hácense m á s y m á s numerosas com o almas monádicas de grupos, m ostrando m á s y m á s

diversidad en los detalles, y a m edida que las características especiales se definen con

mayor fijeza, en cada vez m enor el núm ero de form as animadas por cada una.

Mientras tanto, puede decirse que la fuente de vida del Logos sigue supliendo nuevas

Mónadas que form an en los niveles superior es, de m anera que la evolución prosigue

continuam ente; y así que las Mónadas m á s evolucionadas encarnan en los m undos

inferiores, son reem plazadas por las Mónadas nuevam ente surgidas en los superiores.

Por este proceso siem pre repetido de la reencarnación de las Mónadas o alm as

monádicas de grupos en el m undo astral, pros iguen aquellas su evolución hasta que se

hallan en estado de responder a la acción ejercida en ellas por la m ateria física.

Cuando recordam os que los últim os átom os de cada plano tienen las paredes de sus

esferas com puestas de m ateria m á s grosera de l plano inmediatam ente superior, es fácil

comprender cóm o la Mónada se hace apta para responder a la acción de un plano

después de otro.

Cuando en el prim er reino elem ental se hubo acostum brado la Mónada a vibrar en

contestación a los choques de la m ateria de este plano, pronto em pezó a contestar a las

vibraciones recibidas, por m edio de las form as má s groseras de esta m ateria, de la

materia del plano inm ediatam ente inferior.

Así en su revestim iento de las form as compuestas de los m ateriales m á s groseros del

plano mental, sé hacia susceptible a las vibr aciones de la m ateria atóm ica astral; y una

vez encarnada en las form as de la m ateria as tral m á s grosera, se hace igualm ente idónea

para responder a la acción del éter atóm ico físico, cuyas esferas tienen sus paredes

compuestas de la m ateria astral m á s grosera.

De este m odo puede considerarse que la Mónada llega al plano físico, y allí principia, o,

mejor dicho, todas estas alm as monádicas de grupos principian a encarnarse en form as

físicas como películas que constituyen los dobles etéreos de los densos m inerales

futuros del m undo físico.

En estas f orm as o películas construyen los espíritus de la naturaleza los m ateriales

físicos má s densos, form ándose de este modo los m inerales de todas clases, los

vehículos m á s rígidos, en los que se encierra la vida evolucionadora, y por los cuales

expresa el m ínimum de sus poderes.

Cada alm a monádica de grupo tiene su expresión m ineral propia, alcanzando entonces

un alto grado de especialización las form as minerales en que está encarnada. Estas

almas monádicas de grupo son llam adas alguna s veces en su totalidad la Mónada

mineral o la Mónada encarnada en el reino m ineral.

Desde este m omento en adelante, las de spertadas energías de la Mónada tom an una

parte m enos pasiva en la evolución. Principian a tratar de expresarse activam ente hasta

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cierto punto, cuando son llam adas a funcionar y ejercer activa influencia en el m oldeado

de las form as en que se hallan aprisiona das. Cuando han llegado a hacerse dem asiado

activas para su revestim iento m ineral, se m anifiestan los principios de las form as má s

plásticas del reino vegetal, evolución a que ayudan los espíritus de la naturaleza en los

reinos físicos. En el reino m ineral, han mostrado ya una tendencia hacia la organización

definida de la form a: el trazado de ciertas líneas según las cuales, prosigue el desarrollo.

Esta tendencia rige en lo sucesivo en la c onstrucción de todas las form as y es causa de

la exquisita sim etría de los objetos natura les, fam iliar a todos los observadores. Las

almas monádicas de grupos se som eten en el reino vegetal a divisiones y subdivisiones

con creciente rapidez, a consecuencia de la mayor variedad de influencias a que están

sujetas, debiéndose a esta subdivisión invisibl e la evolución de las fam ilias, géneros y

especies. Cuando cualquier género, con su alma monádica de grupo genérica, se halla

sujeta a condiciones m uy variadas, esto es , cuando las form as relacionadas con ella

reciben m uy diversas influencias, desarrólla se en la Mónada una nueva tendencia a

subdividirse, desenvolviéndose varias especies, cada una de las cuales tiene su

especifica alma monádica de grupo.

Cuando se deja obrar a la Naturaleza por sí sola, el proceso es lento, aun cuando los

espíritus de la Naturaleza hacen m ucho en la diferenciación de las especies; pero una

vez el hom bre se ha desarrollado y principia con sus sistem as artif iciales de cultivo a

ayudar el funcionam iento de una serie de fuerzas e im pedir el de otras, entonces esta

diferenciación puede efectuarse con rapidez considerable y pronto se desenvuelven las

diferencias específicas. Mientras que la división efectiva no tiene efecto en el alm a

monádica de grupo la sujeción de la form a a las mismas influencias puede volver a

destruir la tendencia separatista; pero com pletada ya la división, las nuevas especies

quedan definida y firm emente estableci das y prontas a echar retoños propios.

En algunos individuos de larga vida del reino vegetal principia a m anifestarse el

elemento de la personalidad, cuyo pronóstico de individualización se debe a la

estabilidad del organism o. En un árbol que viva varias veintenas de años, la repetida

ocurrencia de condiciones sim ilares ejercen análoga acción: las estaciones que vuelven

año tras otro con los m ovim ientos consecutivos internos que determ inan la elevación de

la savia, el brotar de las hojas, el contacto de l viento, de los rayos del sol y de la lluvia,

todas estas influencias con su progreso rítm ico, despiertan vibraciones a que responde el

alma monádica del grupo, y com o la sucesión de aquéllas se im prim e por repetición

constante, la ocurrencia de una conduce a la vaga expectación de su sucesora tantas

veces repetida.

La naturaleza jam á s desarrolla súbitam ente una facultad, y esta vaga expectación de

que hablam os es el preludio de lo que m á s tarde serán la m emoria y la previsión.

En el reino vegetal aparecen tam b ién los preludios de la sensación, que en los

individuos superiores se convierte en los indi viduos superiores se convierte en lo que el

psicólogo oriental llam aría sensaciones “m acizas” de placer y de disgusto. Hay que

tener presente que la Mónada atrajo a su alrededor m ateriales de los planos por donde

descendiera, y por tanto puede percibir la acción de estos planos, haciéndose sentir en

prim er térm ino los impulsos má s vigorosos de la s form as má s groseras de m ateria. Por

últim o, las sensaciones de los rayos solares, así como el fr ío de su ausencia, se

imprim en en la conciencia monádica; y su envoltura astral, vibrando débilm ente,

ocasiona la especie de ligera sensación m aciza de que hem os hablado. La lluvia y las

corrientes de aire, al afectar la constituci ón mecánica de la form a y su aptitud para

comunicar vibraciones a la Mónada que le si rve de alm a, son otros “pares de opuestos”

cuyas funciones despiertan el reconocim iento de la diferencia, la cual es la raíz de todas

las sensaciones, y m á s delante de todos los pensamientos. De este m odo, por m edio de

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las repetidas encarnaciones en las plantas, evolucionan las alm as monádicas de grupos

en el reino vegetal, hasta que las que sirven de alm a a los individuos m á s elevados de

dicho reino, llegan a estar en situación de dar el paso siguiente.

Este paso las lleva al reino anim al, en donde desarrollan lentam ente, en sus vehículos

físicos y astrales, una personalidad ya dete rm inada. Siendo el anim al libre para

moverse, hállase som etido a m ayor variedad de condiciones que la planta, fija en un

solo punto, y esta variedad prom ueve difere ncias. Sin em bargo, el alm a monádica de

grupo que anim a cierto núm ero de anim ales salvajes de la m isma especie o subespecie,

si bien recibe gran variedad de influencias, com o quiera que éstas se repiten

constantem ente en su m ayor parte, y está n compartidas por todos los individuos del

grupo, sólo se diferencia lentam ente. Esta s influencias ayudan al desarrollo del cuerpo

físico y del astral, por cuyo m edio adquier e mucha experiencia el alm a monádica del

grupo. Cuando perece la form a de un indivi duo del grupo, la experiencia adquirida por

esta form a se acumula en el alma monádi ca de todo el grupo, dándole color, por decirlo

así. El ligero aum ento de vida que aquélla obtiene, al verterse en todas las form as que

componen su grupo, las hace partícipes de la experiencia de la form a que pereció, y de

este m odo, las experiencias continuam ente re petidas, alm acenadas en el alm a monádica

del grupo, aparecen en las nuevas form as como instintos, com o “experiencias

hereditaria acum uladas”. Cuando innum erables pájaros han m uerto víctim as de las aves

de rapiña, los polluelos acabados de salir del huevo se encogen al aproxim arse uno de

sus hereditarios enem igos; pues la vida en ellos encarnada conoce el peligro, siendo el

instinto innato la expresión de este conocim iento. Así se form an los instintos

maravillosos que preservan a los anim ales de innumerables peligros habituales, al paso

que un peligro nuevo los encuentra desprevenido y los aturde.

Al ponerse los anim ales bajo la influencia del hom bre, el alm a monádica de grupo se

desenvuelve con rapidez creciente, y por causa s parecidas a las que afectan las plantas

cultivadas, aceleran la subdivisión de la vida encarnada; la personalidad se desarrolla y

se hace m á s y m á s saliente; en las prim eras etapas casi puede decirse que es com puesta,

pues tan por com pleto están dom inadas las form as por el alm a común, que toda una

mónada de seres salvajes puede actuar com o movida por una sola individualidad. Los

animales dom ésticos de tipo superior, tales co mo el elefante, caballo, gato, perro, etc.,

muestran una personalidad m á s individuali zada; por ejem plo, dos perros pueden obrar

muy diferentem ente bajo la influencia de la s mismas circunstancias. El alm a monádica

de grupo encarna en un núm ero cada vez m enor de form as, a m edida que se aproxim a

gradualm ente al punto en que se alcanza la individualidad com pleta. El cuerpo de

deseo o vehículo Kám ico se desarrolla consid erablem ente, y después de la m uerte del

cuerpo físico persiste por algún tiem po con vida independiente en el Kam aloka.

Finalm ente, el núm ero siem pre decreciente de form as animadas por un alm a monádica

de grupo, llega a la unidad y anim a una serie de form as simples, cuyo estado sólo difiere

de la reencarnación hum ana por la falta del Ma nas, con sus cuerpos m ental y causal. La

materia m ental que trajo consigo el alma monádica de grupo, em pieza a hacerse

susceptible a las influencias del plano m ental, y entonces el anim al se halla en estado de

recibir la tercera gran em anación del Logos; el tabernáculo está dispuesto para albergar

la mónada hum ana que es triple por natural eza, siendo sus tres aspectos respectivam ente

denom inados el Espíritu, el Alm a espiritu al y el Alm a hum ana; o sea Atm a, Buddhi,

Manas. Sin duda alguna, en el transcurso de los ciclos de la evolución, la m ónada

evolucionadora de la form a podría desenvol ver el Manas por m edio del desarrollo

progresivo; pero ni en la pasada raza hum ana ni en los animales al presente, no es tal el

curso de la Naturaleza. Cuando la m orada estuvo dispuesta fue enviado el que debía

habitarla: de planos superiores del ser de scendió la vida átm ica, velándose en Buddhi

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como en hilo de oro y m ostrándose en su tercer aspecto: Manas. En los niveles

superiores del m undo sin form a del plano m ent al, se produjo el Manas germ inal dentro

de la form a, surgiendo de esta unión el cuerpo causal em brionario. Esta es la

individualización del espíritu, su clausura de ntro de la form a; y este espíritu así

encerrado en el cuerpo causal, es el alm a, el individuo, el hom bre real. Este es el

momento de su nacim iento, porque, aunque su esencia es eterna, nonata y sin fin, su

nacimiento en el tiem po como individuo es definido.

Adem ás, esta em anación de vida llega a las form as en evolución, no de un m odo

directo, sino por interm ediarios. Cuando la raza ha alcanzado el punto en que es apta

para recibir la m ente, los grandes seres llam ados Hijos de la Mente lanzan en los

hom bres la chispa m onádica de Atm a-Buddhi -Manas, necesaria para la form ación del

alma embrionaria. Y algunos de estos gra ndes seres encarnaron realm ente en form as

hum anas, para servir de guías e instructores a la hum anidad en su inf ancia. Estos Hijos

de la Mente habían com pletado su propia evolución intelectual en otros m undos, y

vinieron a este m undo m á s joven, nuestra tie rra, con objeto de prestar auxilio a la

evolución de la raza hum ana. Son, en realidad, los padres espirituales de nuestra raza.

Otras inteligencias de grado m ucho m á s inferior, hom bres que habían evolucionado en

ciclos precedentes en otro m undo, encarnaron ta mb ién entre los descendientes de la raza

que recibió sus alm as infantiles del m odo descrito. A m edida que esta raza se

desenvolvía, m ejorábanse los tabernáculos hum anos, y m iríadas de alm as que estaban

esperando la oportunidad de encarnar, lo ve rificaron entre sus hijos. Estas alm as,

parcialm ente desenvueltas, se m encionan tam b ién en los anales antiguos com o Hijos de

la Mente, porque poseían m entalidad, aunque relativam ente poco desarrollada; alm as

niños, pudieran llam arse, para distinguirlas de las almas embrionarias de la m asa de la

hum anidad y de las alm as adultas de aquello s grandes Maestros. Estas alm as niños, a

causa de su m á s desenvuelta inteligencia, c onstituyeron los tipos directores en el m undo

antiguo, las clases superiores en inteligencia, y, por tanto, aptas para adquirir

conocimientos y para dom inar a las m asas de los hom bres m enos desarrollados. De este

modo se han originado en el m undo las enor mes diferencias m entales y m orales que

separan a las razas m á s desarrolladas de las m enos desenvueltas, distinguiendo, aun

dentro de los lím ites de una m isma raza, al elevado pensador y al filósofo del tipo casi

brutal de los hom bres m á s perversos. Es tas diferencias dependen sólo del grado de

evolución, de la edad del alm a, y han exis tido siem pre en toda la historia de la

hum anidad de este globo. Retrocédase cuanto se pueda en los anales históricos, y se

encontrarán siem pre juntas la inteligencia elevada y la baja ignorancia; y los anales

ocultos, que nos llevan aún m ucho m á s lejos, cuentan parecida historia de los prim eros

milenios de la hum anidad. No debe es to apenarnos, com o si unos hubiesen sido

indebidam ente favorecidos y otros injustam ente cargados para la lucha de la vida. El

alma má s elevada tuvo su juventud y su infancia allá en m undos anteriores, en donde

otras alm as estaban tan por encim a de ella como están ahora otras por debajo; el alm a

má s ínfima tienen que subir a donde se halla n las má s altas; y alm as aún no nacidas

ocuparán su puesto en la escala de la evoluc ión. Las cosas presentes parecen injustas

porque sacam os a nuestro m undo fuera de su lugar en la evolución, y lo colocam os

aparte, aislado, sin antecesores ni sucesor es. Nuestra ignorancia es la que supone

injusticia; los m é todos de la Naturaleza son iguales, y a todos sus hijos de infancia,

juventud y edad m adura. No es culpa suya que nuestra necedad exija que todas las

almas ocupen el mismo grado de evolución a un tiem po mismo, y grite “Injusticia” si la

exigencia no se realiza.

Se comprenderá mejor la evolución del alma, considerándola desde el punto en que la

dejam os, cuando el hom bre-anim al se hallaba en estado de recibir y recibió el alm a

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embrionaria. Para evitar toda m ala inteligencia posible, conviene explicar que desde

este m omento no existieron dos m ónadas en el hom bre, o sea la que había construido el

tabernáculo hum ano y la que descendió a este tabernáculo, y cuyo aspecto inferior era el

alma hum ana. Citando otro sím il de H. P. Blavatsky, direm os que así com o dos rayos

de sol pueden pasar a través del agujero de un postigo y m ezclarse form ando uno solo,

aun cundo eran dos, así sucede con estos ra yos de Sol suprem o, el divino señor de

nuestro universo. Cuando el segundo rayo pe netró en el tabernáculo hum ano, se

confundió con el prim ero, añadiendo m eram ente al mismo nueva energía, y brilló, y a la

mónada hum ana, ya com o unidad, principió su gran tarea de desenvolver en el hom bre

los poderes superiores de aquella Vida divina de donde procedía.

El alm a embrionaria, el Pensador , tenía en un principio por cuerpo m ental

embrionario, la envoltura de m ateria m ent al que la m ónada de form a había traído

consigo, pero que aun no había sido organi zada para ningún posible funcionam iento.

Era tan sólo el m ero germ en de un cuerpo mental unido al germ en de un cuerpo causal,

y durante m uchas Vidas dom inaron en absoluto al alma los fuertes deseos naturales,

precipitándola en el torbellino de sus propi as pasiones y apetitos, donde era com b atida

por las furiosas olas de su propia anim alidad sin freno.

Por repulsiva que en el prim er m oment o pueda aparecer esta vida prim itiva del alm a,

mirándola desde el estado m á s elevado que consideram os, es sin em bargo necesaria

para la germ inación de las sem illas de la m ent e. El reconocim iento de la diferencia, la

percepción de que una cosa es distinta de otra, es un prelim inar esencial para pensar; y a

fin de despertar esta percepción en el alm a no pensante aún, son necesarios contrastes

fuertes y violentos que, chocando con ella, le impongan sus diferencias: golpe tras golpe

del placer desenfrenado, golpe tras golpe de l dolor desesperante, así form a el mundo

externo al alm a por m edio de la naturaleza de deseos, hasta que las percepciones

principian lentam ente a form arse y registra rse después de repeticiones innum erables.

Las cortas adquisiciones hechas en cada vida se acumulan por el Pensador, y de este

modo principia a progresar lentam ente.

Lentam ente en verdad, pues apenas si al go pensaba; y por tanto, apenas si hacia algo

para la organización del cuerpo m ental; y hast a que en éste no estuvieron grabadas gran

núm ero de percepciones com o imágenes mentales, no hubo m aterial sobre el que

pudiera basarse al acción m ental iniciada inte rnam ente; ésta principia cuando al juntar

dos o m á s de estas im ágenes m entales, resu lta de ella alguna deducción, por elem ental

que sea. Esta deducción fue el principio del razonam iento, el germ en de todos los

sistem as de lógica que la inteligencia hum ana ha desenvuelto o se ha asim ilado desde

entonces. Todas estas inducciones se hici eron en un principio en beneficio de la

naturaleza de deseos, para aum entar los go ces y dism inuir el dolor; pero cada una de

ellas aumentaba la actividad del cuerpo m ent al y le estim ulaba a obrar m á s prontam ente.

Vem os, pues, que en este período de su infancia el hom bre no tenía conocim iento del

bien ni del m al: éstos no existían para él. El bien es lo que está de acuerdo con la

voluntad divina, es lo que ayuda al progres o del alm a, lo que tiende a fortalecer la

naturaleza superior del hom bre y a educar y subyugar la inferior; el m al es lo que

retarda la evolución, lo que detiene al al ma en los estados inferiores después de

aprendidas las lecciones que en ellos se enseñan; lo que tiende al predom inio de la

naturaleza inferior sobre la superior, lo que asimila al hom bre con el bruto, en vez de

identificarle con el Dios que debiera desenvol ver. Antes que el hom bre supiera lo que

era el bien, tenía que conocer la existencia de la ley, y esto sólo podía saberlo

propendiendo a cuanto le atraía desde el m undo externo, abalanzándose a todo objeto de

deseo, y luego aprendiendo por la experienci a, dulce o am arga, si su goce estaba en

arm onía o en oposición con la ley. Tom emos como ejem plo un hecho vulgar: la com ida

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de m anjares apetitosos; y véase com o el hom bre niño podía aprender con esto la

existencia de una ley natural. La prim era v ez, sació el ham b re, satisfizo el gusto, y sólo

placer resultó de la experiencia, porque su acci ón estaba en arm onía con la ley. En otra

ocasión, deseando aum entar el placer, com ió dem asiado y sufrió las consecuencias,

porque entonces violó la ley. Para la inte ligencia que alboreaba, debió ser experiencia

confusa que lo causante de placer, se convertía en dolor por el exceso. Una y otra vez el

deseo le inducía a excederse, y en cada ocasión experim entaba las dolorosas

consecuencias, hasta que, finalm ente, apre ndió la m oderación, esto es, aprendió a

ajustar sus actos corporales, en este punto, a la ley física; pues vio que había

condiciones que le afectaban y que no podía dom inar, y que sólo conform ando sus actos

a las mismas, podía asegurar la felicidad física. Experiencias sem ejantes afluyeron a él

por m edio de todos los órganos corporales, con constante regularidad; la satisfacción de

sus deseos le ocasionaba placer o dolor, se gún se hallasen o no en arm onía con las leyes

de la Naturaleza, y a m edida que fue aum entando la experiencia, principió a guiar sus

pasos, a influir en sus decisiones. Y en cada nueva vida no tenía que principiar de

nuevo tal aprendizaje, porque a cada nacim iento aportaba algún aum ento de facultades

mentales, un depósito de experiencias cada vez m ayor.

Ya hem os dicho que el desenvolvim iento en aquellas prim eras etapas era m uy lento,

porque no existía m á s que el albor de la acción mental, y cuando el hom bre abandonaba

su cuerpo físico al m orir, em pleaba la m ayor parte del tiem po en Kam aloka, pasando en

sueño un corto período devachánico para la asim ilación inconsciente de leves

experiencias m entales, no bastante desarrolladas aún para la vida activa celeste, la cual

tenía en perspectiva para m ucho m á s adelante. Sin em bargo, el cuerpo causal

perm anente existía allí, com o receptáculo de sus cualidades, que conservaba para m ayor

desenvolvim iento en la próxim a vida terrestre . La función que el alm a monádica de

grupo representaba en los prim eros grados de la evolución, está representada en el

hom bre por el cuerpo causal, y esta entidad perm anente es la que en todos los casos

hace posible la evolución. Sin él, la acu mulación de las experiencias m entales y

morales, que se m uestran com o facultades, sería tan im posible com o la acumulación de

las experiencias físicas, que aparecen com o cualidades características de raza y de

familia, sin la continuación del plasm a físico. Alm as sin pasado venidas a la existencia

desde el no ser, con peculiaridades m entales y m orales determ inadas, es un concepto tan

monstruoso com o lo fuera el de niños que ap areciesen repentinam ente sin proceder de

parte alguna, sin estar relacionados con nadi e ni con nada, pero m ostrando, sin em bargo,

tipos definidos de raza y de fa milia. Ni el hom bre ni su vehículo físico carecen de

causa; provienen del poder creador directo del Logos; y en esto, com o en otros casos,

las cosas invisibles se perciben claram ente por su analogía con las visibles; pues,

verdaderam ente, lo visible no es m á s que la imagen y reflejo de lo invisible. Sin

continuidad en el plasm a físico, no exis tirían m edios para la evolución de las

peculiaridades físicas; sin la continuidad de la inteligencia, no existirían m edios para la

evolución de las cualidades m entales y m ora les. En am bos casos, sin continuidad, la

evolución se detendría en su prim era et apa, y el m undo sería un caos de com ienzos

infinitos y aislados, en lugar de un Cosm os en progreso constante.

No debem os pasar por alto la circunstanc ia de que, en aquellos prim eros tiem pos, el

medio am biente producía m ucha variedad en el tipo y en la naturaleza del progreso

individual. En últim o térm ino, todas las al mas tienen que desarrollar sus poderes por sí

mismas; pero el orden en que se desarrollan estos poderes depende de las circunstancias

en que se halla colocada el alm a. El clim a, la fertilidad o esterilidad de la naturaleza, la

vida de la m ontaña o de la llanura, de los bosques interiores o de las costas oceánicas, y

otras innum erables circunstancias despertarán a la actividad una serie u otra de energías

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mentales. Una vida de grandes trabajos, de lucha incesante con la naturaleza,

desarrollará poderes m uy diferentes de lo que ese desenvolverían en m edio de la

abundancia exuberante de una isla tropical; ambas series de poderes son necesarias,

pues el alma tiene que conquistar todas las regiones de la naturaleza; pero de este m odo

pueden desarrollarse diferencias sorprendentes aun en las alm as de la m isma edad,

pudiendo aparecer una m á s adelantada que ot ra, según que el observador aprecie m á s

los poderes “prácticos” o los “contem plativos” del alm a, las energías activas externas o

las tranquilas facultades internas de m editación. El alm a perfeccionada lo posee todos;

pero el alm a en progreso tiene que desarrollarl os sucesivam ente, y esto da lugar a otra

de las causas de la inm ensa variedad que se encuentra en los seres hum anos.

Y nuevam ente debem os hacer presente que la evolución hum ana es individual. En un

grupo anim ado por una sola alm a monádica, se encontrarán los m ismos instintos en

todos los individuos que com pongan dic ho grupo, porque el receptáculo de las

experiencias es su alm a monádica, la cual vier te su vida en todas las form as que de ella

dependen. Pero cada hom bre tiene su vehículo físico propio, y sólo uno a la vez, siendo

el receptáculo de todas las experiencias el cuerpo causal que vierte su vida en su

vehículo físico único, y no puede af ectar ningún otro, porque con ninguno está

relacionado. De aquí que las diferencias i ndividuales sean entre los hom bres m ayores

que jam á s lo hayan sido entre anim ales estrecham ente relacionados, y de aquí tam b ién

que la evolución de las cualidades no pueda estudiarse en al m asa de los hom bres, sino

siempre en el individuo continuado. La im posibilidad de sem ejante estudio prohíbe a la

ciencia explicar por qué algunos hom bres gigantescam ente intelectuales y m orales, se

hallan tan por encim a de sus sem ejantes: sin que se pueda trazar la evolución intelectual

de un Shankara o de un Pitágoras ni la evolución m oral de un Gautam a o de un Jesús.

Considerem os ahora los factores en la reencarnación, toda vez que es preciso un

conocimiento claro de los m ismos para explicar algunas dificultades, tales com o la

supuesta falta de m emoria y otras con que tropiezan los que no están fam iliarizados con

esta idea. El hom bre, a su paso, despué s de la m uerte, por Kam aloka y Devachán,

pierde, uno después de otro, sus diversos cuerpos : el físico, el astral y el m ental. Estos

se desintegran todos, y sus partículas vuelv en a mezclarse con los m ateriales de sus

respectivos planos. La relación del hom bre c on el vehículo físico queda por com pleto

destruida; pero los cuerpos astral y m ental transm iten al hom bre real, al Pensador, los

gérm enes de las facultades y cualidades re sultantes de las actividades de la vida

terrestre, los cuales se alm acenan en el cuerpo causal, com o simiente de sus próxim os

cuerpos astral y m ental. Así. Pues, sólo que da entonces el hom bre real, el labrador que

ha entrojado la cosecha para vivir de ella hasta su com pleta asim ilación. Despunta el

alba de una nueva vida, y tiene que partir de nuevo a su trabajo hasta el anochecer.

La nueva vida principia con la vivifi cación de los gérm enes mentales, los cuales

atraen m ateriales de los planos m entales inferiores, hasta form ar con ellos un cuerpo

mental que representa exactam ente el gra do m ental del hom bre, expresando todas sus

facultades m entales com o órganos; las e xperiencias del pasado no existen com o

imágenes en este nuevo cuerpo, pues perecier on al perecer el antiguo cuerpo m ental, y

sólo perm aneció la esencia, los efectos de a quéllas com o facultades; eran el alim ento de

la mente, los m ateriales que ésta convertía en poderes, y en el nuevo cuerpo reaparecen

como tales poderes, determ inan sus materi ales y form an sus órganos. Cuando el

hom bre, el Pensador, se ha revestido así de un nuevo cuerpo para su próxim a vida en los

planos mentales inferiores, vivifica los gé rm enes astrales para proveerse de cuerpo

astral que le sirva de vehículo en el plano astral. Este cuerpo representará exactam ente

su naturaleza de deseos, y reproducirá fielm ente las cualidades que desenvolvió en el

pasado, de la m isma manera que la sem illa re produce el árbol padre. De este m odo se

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encuentra el hom bre com pletam ente dispuest o para su próxim a encarnación, y la única

memoria de los sucesos de su pasado se en cuentra en su cuerpo causal, su peculiar

form a perm anente, el único cuerpo que pasa de una vida a otra.

Mientras tanto, una acción independiente de él trabaja para proveerle de un cuerpo

físico adecuado a la expresión de sus cualid ades. Los lazos que form ó y las deudas que

contrajo con otros seres hum anos en pasadas vi das, contribuirán a determ inar el lugar de

su nacimiento y su f amilia. ¿ F ue origen de dicha o de desgracia para otros? ; Esto será

un factor que determ ine las condiciones de su futura vida. ¿ S u naturaleza de deseos

estuvo disciplinada o irregular y sin freno? : es to se tendrá en cuenta para la herencia

física del nuevo cuerpo. ¿ Cultivó ciertos poderes m entales, tales com o el artístico? : en

este punto tam b ién la herencia es un factor im portante, pues requiere delicadeza en al

organización nerviosa y en la sensibilidad táctil; y así sucesivam ente en variedad sin fin.

El hom bre puede que tenga en sí, y tendrá seguram ente, m uchas cualidades

características incongruentes, de m odo que sólo algunas hallen expresión en un solo

cuerpo, y así se elegirá una parte de sus pode res adecuada a una expresión sim ultánea.

Todo esto lo hacen ciertas poderosas Inteligen cias espirituales, llam adas generalm ente

los Señores del Karm a, porque su función es inspeccionar los efectos de las causas que

constantem ente ponen en acción los pensam ientos, deseos y actos. Tienen en sus m anos

los hilos del destino que cada hom bre tejió, y guían al que ese reencarna hacia el

ambiente determ inado por su pasado, y que inconscientem ente escogió en sus vidas

anteriores.

Determ inadas de este m odo la raza, la nación y la fam ilia, estos grandes Seres

proporcionan lo que puede llam arse el m old e del cuerpo físico—a propósito para la

expresión de las cualidades del hom bre y pa ra la extinción de las causas que ha puesto

en acción—y el nuevo doble etéreo, copia de a quél, queda form ado en el claustro

materno por obra de un elem ental cuyo poder estim ulante es el pensam iento de los

Señores del Karm a. El cuerpo denso está c onstruido sobre el doble etéreo, m olécula por

molécula, copiándolo exactam ente; y aquí la herencia física dom ina por com pleto

dentro de los m ateriales provistos. Adem ás , los pensam ientos y pasiones de la gente

que le rodea, especialm ente de los padres, influyen en la tarea del elem ental constructor,

y de este m odo los individuos con quienes el hom bre form ó lazos en el pasado, afectan

las condiciones físicas, en desarrollo, para su nueva vida en la tierra. Desde los

prim eros m omentos, en nuevo cuerpo astral se pone en relación con el nuevo doble

etéreo, ejerciendo gran influencia en su form ación; y por su m edio, el cuerpo m ental

obra sobre el sistem a nervioso, preparándolo para ser un instrum ento útil a su expresión

en lo futuro. Esta influencia, com enzad a en una vida prenatal—de m odo que cuando

nace el niño, la form ación de su cerebro re vela la extensión y equilibrio de sus

cualidades m entales y m orales—, continúa después del nacim iento, y esta construcción

del cerebro y de los nervios, y su correlaci ón con los cuerpos astral y m ental, prosigue

hasta el séptim o año de la infancia, edad en que se com pleta la relación entre el hom bre

y su vehículo físico; y en adelante puede d ecirse que trabaja m á s por m edio de él que en

él. Hasta esta edad, la conciencia del Pensa dor m á s bien se halla en el plano astral que

en el plano físico, y esto lo prueban m uchas veces las facultades psíquicas que suelen

observarse en niños pequeños. Ven cam aradas invisibles y paisajes preciosos; oyen

voces im perceptibles para sus padres, y perciben encantadoras y delicadas fantasías del

mundo astral. Estos fenóm enos desaparecen ge neralm ente así que el Pensador principia

a funcionar de un m odo efectivo por m edio de l vehículo físico, y el niño soñador se

convierte en el m uchacho o m uchacha vulgar, lo cual m ucha s veces sucede con gran

satisfacción de sus alarm ados padres, ignorante s de las causas de estas “rarezas” de su

hijo. La m ayor parte de los niños tienen por lo menos algunas de estas “rarezas”; pero

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pronto aprenden a ocultar sus fantasías y vi siones a sus padres, tem erosos de que los

reprendan por decir “m entiras”, o por lo que aun tem en má s; por el ridículo. Si lo

padres pudiesen ver el cerebro de sus hijo s vibrando bajo una intrincada m ezcla de

estím ulos físicos y astrales que los niños son incapaces de diferenciar, y recibiendo a

veces alguna vibración (tan plásticos son) ha sta de regiones superiores, que les produce

visión de belleza etérea o de acción heroica, tendrían m á s paciencia y sim patía por la

charla confusa de los pequeños, al tratar de traducir con palabras que no les son

familiares, los choques ilusorios de que tiene n conciencia y que tratan de recibir y

retener. Si fuese general la creencia en la reencarnación y la com prendiera el com ún de

las gentes, libertaría la vida inf antil de su aspecto m á s patético, el de la in-auxiliada

lucha del alm a para obtener dom inio sobre sus nuevos vehículos y para relacionarse por

completo con su cuerpo m á s denso, sin perder el poder de im presionar los m á s sutiles,

de m odo que les perm itiese aportar a aquél sus propias vibraciones.

Los grados ascendentes de conciencia, a través de los cuales pasa el Pensador conform e

va reencarnando durante el largo ciclo de sus vidas en los tres m undos inferiores, están

claram ente determ inados; y la necesidad de m uchas existencias para hacer experiencia

de ellos, si ha de desarrollarse por com plet o, convencerá a las personas reflexivas de la

verdad de la reencarnación.

En el prim er grado, todas las experiencias son sensaciones; el trabajo de la m ente sólo

consiste en reconocer que el contacto con ci ertos objetos va seguido de una sensación de

placer, m ientras que al contacto con otros si gue una sensación de dolor. Estos objetos

form an imágenes m entales, que bien pront o comienzan a obrar com o estím ulos que

impulsan a la búsqueda de cosas con el placer asociadas, cuando no se tienen delante,

apareciendo así los gérm enes de la m emoria y de las iniciativas m entales. A esta tosca

división prim era del m undo externo, síguese la m á s compleja idea de la significación de

la cantidad en m ateria de placer y de dolor, conform e se ha expuesto.

En este punto de la evolución, la m emori a es poco duradera, o en otros térm inos, las

imágenes m entales son m uy transitorias. Aún no ha surgido en la m ente del Pensador la

idea de deducir del pasado el porvenir, ni siquiera de un m odo rudim entario, y sus

acciones van guiadas por las influencias del m undo externo, o a lo sum o, por el

incentivo de sus apetitos y pasiones que ansían satisfacción, de suerte que por esto lo

rechazará todo, por conveniente que sea para su futuro bienestar; la exigencia del

momento prevalece sobre toda otra consideración. En los libros de viajes se encuentran

ejem plos numerosos de alm as hum anas en esta situación em brionaria; y en tal concepto,

quienes se detengan a considerar las condici ones mentales de los pueblos m á s salvajes,

y las com paren con las de la m asa media de las naciones civilizadas, no podrán m enos

de convencerse de la necesidad de las m ú ltiples existencias

No hay para qué decir que las aptitude s morales no están m á s desarrolladas que las

mentales; aun no se ha concebido la idea de bien y del m al. No es posible introducir ni

la má s elemental noción de estos conceptos en un entendim iento falto de todo

desarrollo. El bien y el placer son para él térm inos sinónimos, según aparece en el

notable caso del salvaje australiano, m encionado por Carlos Darwin. Acosado aquél por

el hom bre, dio m uerte al ser viviente que m á s a mano tenía, para servirle de alim ento,

recayendo la suerte en su propia m ujer. Un europeo le echó en cara lo perverso de su

acción, m as no le produjo im presión alguna; pues de la censura de que era una m ala

cosa el comerse a su m ujer, sólo dedujo que el extranjero creía que era un alim ento

nauseabundo o indigesto; y en su consecuencia, rectificó a su interpelante, sonriéndose

tranquilam ente, y diciendo con satisfacción que “estaba m uy buena”. Mídase con el

pensamiento la distancia m oral que separa a este hom bre de San Francisco de Asís, y se

concluirá que ha de haber una evolución para las alm as como la hay para los cuerpos; y

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que de no ser así, tendríam os en al esfera del espíritu m ilagros absurdos y creaciones

dislocadas.

Dos cam inos hay por donde el hom bre pue de salir gradualm ente de esta situación

mental em brionaria. Uno, que le dirija n y dom inen hom bres m ucho m á s desarrollados;

y otro, el crecer lentam ente sin ayuda. Este últim o implicaría el transcurso de m ilenios

sin cuento; pues sin ejem plo y sin discip lina, abandonado el hom bre a los m udables

choques de los objetos externos y al cont acto con otros hom bres, com o él faltos de

desarrollo, sólo con gran lentitud podrían desp ertarse las energías internas. Ya hem os

visto que cuando la m asa de la hum anidad, considerada en su tipo m edio, recibió la

chista que dio el ser al Pensador, encarnar on como Maestros algunos de los m á s grandes

Hijos de la Mente, y que tam b ién tom aron carne otros m uchos Hijos m enores de la

Mente, que se hallaban en diversos grados de la evolución, los cuales constituyeron la

ola má s elevada de la progresiva corrien te hum ana. Estos gobernaron a los m enos

desarrollados, bajo la benéfica autoridad de los grandes m aestros; y la im puesta

obediencia a reglas elem entales de bue n vivir (al principio m uy elem entales

ciertam ente) apresuró en gran m anera el desarrollo de las f acultades intelectuales y

morales de las alm as embrionarias. Prescindi endo de todo otro testim onio, los restos de

civilizaciones gigantescas que hace m ucho tiem po desaparecieron y que m uestran

habilidades y concepciones intelectuales m uy por encima de lo que era posible a la m asa

de la hum anidad, entonces en la infancia, bastan para aprobar que existían en al tierra a

cabo grandes em presas.

Continuem os estudiando la prim era etapa de la evolución de la conciencia. La

sensación era dueña absoluta de la m ente; los prim eros esfuerzos m entales estaban

estim ulados por el deseo. Y así lentam ente llevado, hizo el hom bre sus prim eros y

toscos ensayos de previsión y de planes para lo futuro. Em pezó a reconocer la

asociación de ciertas im ágenes m entales, y a la aparición de una espera la de otra, que

invariablem ente le había seguido en su pa so. Comenzó, pues, a hacer deducciones y

aun a determ inarse a obrar bajo la fe de estas deducciones: gran adelanto fue éste.

Tamb ién com enzó a dudar, en ocasiones, si seguiría las vehem entes sugestiones del

deseo, visto que una y otra vez se asociaba n en su pensamiento las satisfacciones por

aquél exigidas, con sufrim ientos sucesivos. Este efecto fue vivificado por la im posición

verbal de ciertas leyes: fuere prohi bido darse determ inadas satisfacciones,

advirtiéndosele que el sufrim iento seguiría a la desobediencia. Así, pues, cuando

después de alcanzado el objeto que provocara su deleite, experim entaba el dolor que al

placer seguía, el cum plimiento de la prevenci ón que se le había hecho im presionaba su

alma mucho m á s que lo hubiera verificado el mismo suceso no predicho e inesperado, y

por lo tanto para él fortuito. De este modo surgían continuos conflictos entre la

memoria y el deseo, que hacían m á s activa la mente, im pulsándola a funcionar con m á s

viveza. Estos conflictos determ inaban, en r ealidad, la transición a la segunda gran etapa

del progreso. Entonces em pezó a m anifestarse el germ en de la voluntad. El deseo y la

voluntad guían las acciones de los hom bres, y aun se ha definido la voluntad com o el

deseo de que triunfen en la lucha de deseos. Más éste es un concepto superficial e

imperfecto, que nada explica. El deseo es la energía del Pensador, provocada por el

incentivo de los objetos externos, m ientras que la voluntad es la m ima energía

determ inada por las deducciones que la razón s aca de las experiencias pasadas, o por la

intuición directa del Pensador. En otros térm inos: el deseo actúa de fuera d dentro, la

voluntad de dentro a fuera.

Al principio de la evolución hum ana, el deseo es dueño absoluto del hom bre y le

acosa por todas partes; en el punto m edio de la evolución, el deseo y la voluntad chocan

de continuo en alternadas victorias; al term inar la evolución, el deseo ha m uerto, y la

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voluntad dom ina sin oposición ni rivalidades. Mi entras el Pensador no está lo bastante

desarrollado para ver directam ente, guía a la voluntad por m edio de la razón; m as como

ésta sólo puede deducir sus conclusione s del acopio de im ágenes m entales que

constituyen su experiencia, y com o quiera que este acopio sea lim itado, la voluntad

ordena constantem ente acciones erróneas. Los sufrim ientos que de estos errores

proceden, aum entan el caudal de las im ágen es mentales, sum inistrando así a la razón

mayor copia de m ateriales de donde sacar sus conclusiones. Así se realiza el progreso;

así se origina la sabiduría. Más de tal m anera el deseo se m ezcla frecuentem ente con la

voluntad, que lo que aparece determ inado desde dentro, lo sugieren en realidad anhelos

de la naturaleza inferior, excitada por objetos que le brindan satisfacciones. En vez de

un conflicto declarado entre las dos, la inferi or se introduce de m odo sutil en la corriente

de la m á s elevada y desvía su curso. Si los deseos de la personalidad quedan derrotados

en campo abierto, conspiran arteram ente cont ra su vencedor, y a m enudo consiguen por

astucia lo que no pueden por fuerza. Durant e esta segunda etapa, en que las facultades

de la m ente inferior se hallan en proceso de evolución, la lucha es condición norm al: es

la batalla que se libra entre el predom inio de las sensaciones y el predom inio de la

razón.

El problem a consiste en resolver el conflicto conservando la voluntad libre;

determ inar la voluntad a lo m ejor, siendo lo mejor objeto de elección. Debe escogerse

lo mejor, pero por un acto de volición autonóm ica, que dim ane rectam ente de una

necesidad ordenada de antem ano. La certeza de una ley im pulsiva ha de obtenerse de

voluntades innum erables, cada una de las cuales sea libre de determ inar su propio curso.

La solución de este problem a es sencilla una vez conocido, por m á s que la contradicción

parezca irreductible a prim era vista. Que el hom bre sea libre de determ inar sus propios

actos, pero que cada uno de éstos produzca un resultado inevitable; que el hom bre

discurra librem ente entre todos los objetos de l deseo y escoja el que quiera, pero que

sufra las consecuencias de su elección, ag radables o penosas, y al cabo rechazará

espontáneam ente los objetos cuya posesión trae aparejado el dolor, no apeteciéndolos

ciertam ente desde el punto y hora en que haya adquirido la com pleta experiencia de que

su posesión acaba en quebranto. Luchando por lograr el placer y evitar la pena,

procurará que no le aplasten las tablas de la ley; y la lección se repetirá el núm ero de

veces que sea necesario, a cuyo fin proporci onarán las reencarnaciones tantas vidas

como requiera el m á s perezoso discípulo. Poco a poco desaparecerá el deseo de los

objetos que producen al cabo sufrim iento, y aunque la cosa se presente envuelta en todo

su tentador espejism o, la rechazará no por impulsión externa, sino por libre elección.

Ha dejado ya de ser apetecible; ha perdido su poder.

Así sucederá con cada cosa después de ot ra. La elección de los objetos m archa m á s y

má s en arm onía con la ley, conform e el tiem po avanza. “Muchos son los senderos del

error; el de la verdad es uno”; recorridos los prim eros y visto que todos term inan en

sufrim iento, no cabe perplejidad en escoger el cam ino de la verdad, trazado por el

conocimiento. Los reinos inferiores trabajan arm oniosamente a im pulsos de la ley; el

reino hum ano es un caos de voluntades en pugna, en rebelión y en lucha contra la ley;

pero llega el m omento en que se desenvuelv e dentro de él una unidad m á s noble, una

elección arm oniosa de voluntaria obediencia, que, por estar fundada en el conocim iento

y en el recuerdo de los resultados de la desobe diencia, es estable, sin que haya tentación

capaz de quebrantarla. El hom bre ignorante y falto de lecciones está siem pre en peligro

de caer; m á s, conocido el bien y el m al por pr opia experiencia, al escoger el bien está

eternam ente por encim a de toda posibilidad de cam bio.

En la esfera de la m oral se denom ina generalm ente conciencia a la voluntad, y está

sujeta a las m ismas dif icultades que en los dem á s campos de su actividad. Mientras las

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acciones recaen sobre asuntos m uchas veces repetidos, y cuyas consecuencias son tan

familiares a la razón com o al Pensador m ismo, la conciencia se expresa con prontitud y

firm eza. Pero cuando se presentan probl emas nuevos, sobre cuya solución guarda

silencio la experiencia, no puede la conciencia expresares con certeza; su respuesta será

vacilante, porque solo podrá deducir consecu encias dudosas, y el Pensador es incapaz

de expresarse, porque su experiencia nun ca se aplicó a las circunstancias que por

prim era vez se le ofrecen. De aquí que la conciencia resuelva a m enudo erróneam ente;

esto es, que la voluntad, falta de dirección se gura, ya por parte de la razón, ya de la

intuición, guíe las acciones por m al camino. Y no podem os omitir las influencias

externas que afectan a la m ente: form as de pensamientos de los dem á s, ya sean am igos,

individuos de la fam ilia o conciudadanos. Todos estos rodean y com penetran la m ente

con su propia atm ósfera, falseando el asp ecto de todas las cosas, desfigurando sus

verdaderas proporciones. Así influida la r azón, se ve privada con frecuencia del reposo

necesario para juzgar ni aun conform e a los dados de su experiencia propia, y acaba por

deducir conclusiones falsas, engañada por el instrum ento falaz de que se ha servido para

el estudio de asunto.

La evolución de las facultades m ora les está estim ulada por las afecciones, aun

animales y egoístas, de la infancia del Pensador. Las leyes de la m oral están

establecidas por la razón ilum inada, que discierne las en cuya conform idad la

Naturaleza se m ueve, e induce al hom bre a pro ceder en arm onía con la voluntad divina.

Pero cuando no interviene fuerza alguna exterior, el im pulso a al obediencia de estas

leyes radica en el am or en esa deidad ocu lta en el hom bre, que procura difundirse y

entregarse a los dem á s. La m oralidad com ienza para el Pensador niño, cuando por

prim era vez se siente m ovido por el am or haci a la esposa, el hijo o el am igo, cuando se

siente inclinado a hacer algo en provecho del ser querido, sin idea alguna de provecho

personal. Esta es su prim era victoria sobr e la Naturaleza inferior, en cuya com pleta

sumisión consiste la perfección m oral. De aquí la im portancia de no destruir las

afecciones ni empeñarse jam as en debilitarlas, según practican m uchas bajas especies de

ocultism o. Por groseros en im puros que sean los efectos, ofrecen siem pre posibilidades

de evolución m oral, la cual se im piden a sí mismos los fríos de corazón y los que se

aíslan dentro de sí propios. Es m á s fácil ta rea purificar el am or que crearlo. Por esto

dijeron los grandes Maestro, que m á s cerca está n del reino de los cielos los pecadores

que los fariseos y los escribas.

La tercera gran etapa de la conciencia comprende el desarrollo de los m á s elevados

poderes intelectuales. Ya no sólo se alim enta el pensam iento de las im ágenes m entales

suministradas por las sensaciones, ya no especula únicam ente sobre los objetos

concretos ni se lim ita a los atributos que diferencian unos de otros, sino que habiendo

aprendido a distinguirlos con claridad por la apreciación de sus desem ejanzas, com ienza

a agruparlos por razón de algún atributo esp ecial que es com ún a objetos diversos y

constituye su lazo de unión. Así deduce es te com ún atributo y lo extrae, colocando

todos los objetos que lo poseen aparte de los que carecen de él, y de este m odo

desarrolla la f acultad de reconocer la identidad en al diversidad: prim er paso hacia el

reconocim iento futuro de lo Uno com o funda mento de lo m ú ltiple. Así va clasificando

el Pensador cuanto le rodea, desarrollando, en consecuencia, la facultad de sintetizar,

aprendiendo a construir al m ismo tiem po que a analizar. Da entonces un paso m á s, y

concibe la propiedad com ún com o idea separa da de todos los objetos en que aparece;

form ando así im ágenes m entales de especie superior a las de los objetos concretos:

imágenes de ideas que no tienen existencia fenom enal en el mundo de las form as, sino

que existen en los niveles m as elevados de plano mental y ofrecen m ateria en que el

mismo Pensador ejerce su actividad. La m ente inferior alm acena la idea abstracta

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mediante la razón, y al hacerlo, tiende ra udo el vuelo hasta tocar los lím ites del m undo

sin form a, desee donde confusam ente vislum bra lo que hay m á s allá. El Pensador

considera estas ideas y vive habitualm ente en medio de ellas; y ejercitado y desarrollado

ya el poder de razonar sobre lo abstracto, el Pensador com ienza a encontrarse realm ente

en su propio m undo, com ienza la vida de acti vo funcionam iento en su propia esfera.

Los hom bres que esto alcanzan, se cuidan poco de los sentidos, de la observación

externa, de la aplicación del pensam iento a la s imágenes de los objetos exteriores; sus

poderes se dirigen hacia dentro, sin buscar fu era sus satisfacciones. Reposan tranquilos

en sí mismos, creciendo en el estudio de lo s problem as filosóficos, en la inspección m á s

profunda del pensam iento y de la vida, an tes procurando desentrañar las causas que

desvariar en al acum ulación de efectos, y acercándose día tras día al reconocim iento de

Uno, que se oculta tras las infinitas variedades de la Naturaleza visible.

En la cuarta etapa de la conciencia se ve el Uno; y al franquear las barreras levantad

por el intelecto, la conciencia abarca el m undo y ve todas las cosas en sí m isma y com o

partes de sí m ima, se ve a sí m ima como un rayo del Logos, y por lo tanto, com o una

con El. ¿ Q ué es el Pensador entonces? Ha llegado a ser Conciencia; y en tanto que el

alma espiritual puede usar a voluntad cualqui era de sus vehículos, no esta aquél forzado

a usarlos ni siquiera los necesita para su plen a y consciente vida. Ya han concluido las

reencarnaciones forzosas; el hom bre ha vencido a la m uerte: ha alcanzado la

inmortalidad. Desde entonces es “una colu mna del tem plo de Dios, de donde no saldrá

jam á s”.

Para com pletar esta parte de nuestro estudio, se requiere com prender la vivificación

sucesiva de los diferentes vehículos de la conciencia, y su ingreso, uno después de otro,

en la esfera de la vida activa, com o instrum entos arm oniosos del alm a hum ana.

Hem os visto que el Pensador, desde los comienzos de su vida separada, ha tenido

vestiduras de m ateria m ental, astral etérea y física densa. Por estos m edios su vida

trasciende al exterior com o puente de la conciencia, a lo largo del cual todos los

impulsos del Pensador llegan hasta el cuerpo físico denso, y todas las im presiones del

mundo externo le alcanzan a él. Pero este uno general de los cuerpos sucesivos, com o

partes de un todo encadenado es cosa m uy diferente de la vivificación de cada uno de

ellos para servir alternativam ente de vehículo a la conciencia, con independencia de los

inferiores. Esta vivificación de los vehículos es lo que vam os a considerar.

El que prim ero debe reducirse a orden arm onioso de actividad, es el vehículo inferior;

el cuerpo físico denso. Es preciso afinar el cerebro y el sistem a nervioso, y hacerlos

delicadam ente sensibles a todas las im presione s que caen dentro de al escala de su poder

vibratorio. En los albores de la especie hum ana, cuando este cuerpo físico se com ponía

de la m á s grosera clase de m ateria, la ga ma era m uy lim itada: el órgano físico de la

mente sólo podía responder a las m á s lentas vibraciones. Com o era natural, respondía

con mucha m ayor prontitud a las im presione s del m undo externo causadas por objetos

semejantes a él por su m ateria.

Su vivificación com o vehículo de la concie ncia, consiste en que se le haga sensible a

las vibraciones que parten del interior; y la rapidez de esta vivificación depende de que

la naturaleza inferior ayude en su obra a la má s elevada, de que se som eta lealm ente a

servir a su m isterioso director. Cuando después de m uchas y m uchas vidas, la

naturaleza inferior com ienza a colum b rar que ex iste sólo por el alm a, que todo ese valor

consiste en la ayuda que pueda proporci onarle y que sólo puede conquistar la

inmortalidad fundiéndose en ella, proseguirá su evolución a pasos de gigante. Antes de

esto la evolución ha sido inconsciente; al pr incipio el único objeto de la vida era la

satisfacción de la naturaleza inferior, y m ientras esto fue prelim inar necesario para

despertar las energías del Pensador, nada propendió directam ente a convertir el cuerpo

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en vehículo de conciencia. Su acción directa sobre ésta com ienza cuando la vida del

hom bre establece su centro en el cuerpo m ental, cuando el pensam iento com ienza a

dom inar la sensación. Los poderes m entales en ejercicio actúan sobre le cerebro y el

sistem a nervioso, por cuya virtud se expele gradualm ente la m ateria m á s grosera de que

se compone este organism o, para dar sitio a materiales m á s finos que sean capaces de

vibrar al unísono con las vibraciones del pensam iento que tratan de influirlo. El cerebro

llega a ser así de constitución m á s delicada, aum entando, en circunvoluciones m á s y

má s complicadas la superficie total que ha de responder a las vibraciones m entales. El

sistem a nervioso, a su vez, adquiere m á s sutil equilibrio, se hace m á s vivo y sensible a

las influencias de la actividad m ental, y cu ando llega la hora del reconocim iento de sus

funciones como instrum ento del alm a, de que antes se ha hablado, coopera activam ente

la desem peño de estas funciones.

Entonces com ienza la personalidad a som eterse deliberadam ente a disciplina y a

posponer sus pasajeras satisfacciones a los intereses perm anentes de la individualidad

inmortal. Em plea en el desarrollo de la s facultades m entales el tiem po que podía

malgastar en la consecución de groseros pl aceres; todos los días destina algunas horas a

estudios serios; el cerebro se entrega gus toso a las im presiones que proceden del

interior, en vez de las que recibe del exteri or; se siente arrastrado a responder a un orden

consecutivo de pensam ientos, y aprende a refren arse en la libre em isión de sus propias

imágenes, inútiles e inconexas, fruto de pasadas im presiones aprende a perm anecer en

reposo cuando no es requerido por su m aestro, para corresponder a vibraciones, no para

iniciarlas. Con el tiem po empezará a discernir los alim entos que m ejor pueden

suministrar al cerebro la substancia y proscr ibirá el uno de los m á s groseros, tales com o

la carne, la sangre, y el alcohol, form ándos e un cuerpo puro con alim entos puros. Y así,

poco a poco, las vibraciones de orden inferior dejarán de encontrar m ateria dispuesta a

responder a su acción, y en consecuencia, llega rá a ser el cuerpo físico un vehículo

idóneo de la conciencia, reflector delica do de las im presiones del pensam iento,

sutilm ente sensible a las vibraciones producidas por el Pensador.

El doble etéreo se conform a tan estric tam ente a la constitución del cuerpo denso, que

no precisa estudiar por separado su purif icación y vivificación. Norm almente no sirve

de vehículo separado de la conciencia, sino que actúa sim ultáneam ente con su

compañero m á s denso, y cuando se halla apartado de él por accidente o por m uerte,

responde m uy débilm ente a las vibraciones que parten del interior. Sus funciones no

son, en realidad, de vehículo de Prana, de la fuerza vital individualizada, y su

desencajam iento del cuerpo denso, al cual lle va las corrientes de vida, es, por tanto,

perturbador y dañino.

El segundo vehículo de conciencia que de be vivificarse es el cuerpo astral. Cuando

durante el sueño abandona al cuerpo físico y flota en el m undo astral, alcanzada ya su

completa organización, la conciencia que ha sta entonces ha actuado dentro de él,

comienza, no sólo a recibir por su m edio la s impresiones de los objetos astrales que

constituyen la llam ada conciencia del sueño, sino tam b ién a percibir, m ediante sus

sentidos, objetos de aquel plano: esto es , com ienza a relacionar las im presiones que

recibe con los objetos que las producen. Es tas percepciones son confusas al principio,

como en las prim eras percepciones que la m ente recibe cuando le sirve de instrum ento

el cuerpo físico de un niño, las cuales de ben corregirse en uno y otro caso por la

experiencia. El Pensador tiene que descubr ir paso a paso las nuevas facultades de que

puede hacer uso m ediante este vehículo m á s sutil, con el cual será capaz de dom inar los

elementos astrales y defenderse de los pe ligros de aquel plano. Y no queda abandonado

a sus propias fuerzas en este nuevo m undo, sino que seres experim entados en las

vicisitudes de la vida astral le instruyen, ayudan y aun protegen hasta que es capaz de

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valerse por sí m ismo. Y así de un m odo gradual, llega a adquirir com pleto predom inio

sobre el nuevo vehículo de la conciencia, hast a el punto de serle tan fam iliar la vida en

este plano com o en el físico.

El tercer vehículo de conciencia, el cuerpo m ental, es rarísim a vez vivificado para

actuar independientem ente, sin la instrucción directa de un m aestro, y su

funcionamiento pertenece entonces a la vida del discípulo, en el estado actual de al

evolución hum ana. Según ya hem os visto, se recom b ina para funcionar separadam ente

en el plano mental, y esto requiere tam b ién experiencia y educación a fin de que se halle

por com pleto bajo el dom inio de su dueño. Es un hecho com ún a estos tres vehículos de

conciencia, pero que en los sutiles induce m á s fácilm ente a error que en el denso, que

estos vehículos están sujetos a evolución, y que a m edida que progresan, aum enta su

capacidad para recibir y responder a las vibraci ones. ¿ Cuántos tonos no percibe el oído

amaestrado, que le pasan inadvertidos al que no lo está, el cual oye sólo la nota

fundam ental? A m edida que se aguzan los sentidos físicos, el m undo aparece m á s y

má s lleno; y en donde el cam pesino sólo ve el surco y el arado, la m ente cultivada se

fija en la flor del arbusto y del álam o tem b lón, en al arrebatadora m elodía de la alondra

y en el zum b ido de alas dim inutas en el vecino bosque; en los conejos que corren a

través de los entrelazados helechos, y en las ardillas que juguetean en las ram as de las

hayas; en los graciosos m ovim ientos de las cosas silvestres; en los fragantes arom as del

campo y de la selva; en los espléndidos cam biantes del cielo m atizado de nubes y en las

luces y som b ras fugaces de las colinas. Tanto el cam pesino como el hom bre culto

tienen ojos, am bos tienen cerebro; pero ¡cuán diferentes sus poderes de observación,

cuán distintas sus facultades para recibir impresiones! Lo m ismo sucede en otros

mundos. Cuando los cuerpos astral y m ental principian a funcionar com o vehículos

separados de conciencia, se encuentran, por decirlo así, en el grado de percepción del

campesino, y sólo llegan a su conciencia fr agm entos del m undo astral y m ental con

extraños y engañadores fenóm enos; pero rápidam ente se desarrollan abarcando m ayor

radio y aportando a la conciencia un reflejo cada vez m á s exacto de lo que les rodea.

Aquí, com o en otras partes, debem os tener presente que nuestro conocim iento no es el

límite de los poderes de la Naturaleza, y que en el mundo astral y m ental, lo m ismo que

en el físico, som os aún niños que nos ocupa mos en recoger conchas arrojadas por las

olas, m ientras quedan inexplorados los tesoros ocultos del Océano.

El desarrollo del cuerpo causal com o vehículo de conciencia, sigue en tiem po

oportuno el desarrollo del cuerpo m ental, y presenta al hom bre un estado de conciencia

aun má s maravilloso; retrocede hacia el pasado sin lím ites, y avanza hasta penetrar las

eventualidades del porvenir. Entonces el Pensador no sólo adquiere la m emoria de su

pasado, pudiendo rastrear el propio desarrollo a través de la larga sucesión de vidas

encarnadas y desencarnadas, sino que tam b ié n es capaz de recorrer su pasado en la

tierra, y aprender las grandes lecciones de la experiencia del m undo, estudiando las

leyes ocultas que rigen la evolución y los prof undos secretos de la ida, escondidos en el

seno de la Naturaleza. En este elevado ve hículo de conciencia, puede acercarse a la

velada Isis, levantar una punta del tupido velo y fijarse en sus ojos sin peligro de cegar

ante sus m iradas resplandecientes; y puede ta mb ién ver en la luz que irradia, las causas

del sufrim iento hum ano y su térm ino, sintie ndo piedad en el corazón, m á s ya no las

torturas del dolor sin consuelo. La fuerza, la serenidad y la sabiduría descienden sobre

aquellos que usan el cuerpo causal com o vehículo de conciencia, y contem plan con ojos

abiertos la gloria de la Buena Ley.

Cuando se desarrolla el cuerpo búdico com o vehículo de conciencia, el hom bre entra

en la dicha de la unión y conoce con certi dum bre com pleta, con realidad vívida, su

unidad con todo lo que es. Así com o en el cuerpo causal, el elem ento predom inante de

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la conciencia es el conocimiento y por últim o la sabiduría, así la felicidad y el am or son

los elementos predom inantes de la conciencia en el cuerpo búdico. La serenidad de la

sabiduría determ ina principalm ente al prim ero, al paso que la com pasión má s tierna

fluye de m odo inextinguible del segundo; cua ndo a esto se añade la fuerza divina y

reposada que caracteriza el funcionam iento de Atm a, entonces la Hum anidad se corona

con la divinidad, y el Dios-hom bre se m anifiesta en plenitud de poder, sabiduría y am or.

Al desarrollo apresurado sucesivo de los vehículos superiores, no sigue

inmediatam ente la f acultad de aportar a los in feriores toda la parte de conciencia de

aquellos que éstos pueden percibir. En este punto difieren grandem ente los individuos,

según sus circunstancias y según obren, pues este apresuram iento en el desarrollo de los

vehículos ocurre rara vez hasta que se alcan za el discipulado probatorio, y entonces los

deberes por cum plir dependen de las exigen cias del tiem po. Al discípulo y aun al

aspirante al discipulado se le enseña a poner sus facultades al servicio del m undo; y la

participación de la conciencia inferior en el conocim iento de la superior se determ inan

principalm ente por las necesidades de la obra en que el discípulo está ocupado. Es

necesario que el discípulo pueda usar por co mpleto de sus vehículos de conciencia en

los planos superiores, en tanto que su obra haya de efectuarse tan sólo en ellos; pero el

aportar el conocim iento de esta obra al vehículo físico, que no interviene para nada en

ella, es asunto sin im portancia, y el que pue da o no hacerlo, se determ ina generalm ente

por el efecto que una y otra circunstancia deba tener en la eficacia de su trabajo en el

plano físico. En el estado presente de la evolución, la violencia que se hace al cuerpo

físico cuando la conciencia superior le oblig a a vibrar en consonancia con ella, a m enos

que las circunstancias externas sean m uy favorables, puede ocasionar desarreglos

nerviosos y sensibilidad histérica con todas sus nocivas consecuencias. De aquí que la

mayor parte de los que poseen desarrollados los vehículos superiores de conciencia, y

que al m ismo tiem po deben efectuar sus tr abajos m á s importantes fuera del cuerpo,

perm anezcan apartados de los centros de poblaci ón, para traer a la conciencia física el

conocimiento que em plean en los planos superiores, preservando de este m odo al

vehículo f ísico sensitivo del uso grosero y del bullicio de la vida ordinaria.

Las preparaciones principalm ente necesarias para recibir en el vehículo físico las

vibraciones de la conciencia superior son: su purificación de los m ateriales groseros por

medio de alim ento puro y vida pura; el dom inio completo de las pasiones y la form ación

de carácter y m ente equilibrados, que no se af ect en por el tum ulto y las vicisitudes de la

vida externa; la costum bre de la m editaci ón tranquila sobre asuntos elevados, apartando

el pensamiento de los objetos de los senti dos y de las im ágenes m entales que provocan,

y fijándolo en cosas superiores; el abandono de toda precipitación, especialm ente de

aquella, desasosegada y excitable de la m ent e, que m antiene al cerebro en constante

trabajo, pasando de un asunto a otro; un am or real de las cosas del m undo superior, por

cuya virtud se nos presenten con m á s at ractivo que los objetos del bajo m undo,

haciendo que la m ente descanse satisfecha en su compañía, com o en la del am igo

predilecto. En resum en, las preparaciones son muy sem ejantes a las requeridas para la

separación consciente de “alm a” y “cuerpo”, las cuales he expuesto en otra parte y aquí

repito para aleccionam iento del estudiante com o sigue:

“Debe com enzar por extrem a sobrieda d en todas las cosas, cultivando un estado

mental uniform e y sereno; su vida debe ser pulcra y sus pensam ientos puros,

manteniendo su cuerpo estrictam ente sujeto al alma, y acostum brando a su m ente a

ocuparse en tem as nobles y elevados; debe practicar habitualm ente la com pasión. La

simpatía, el auxilio, m irando con indiferenc ia las penas y placeres propios, y cultivando

el valor, la firm eza y la devoción. En una palabra: debe observar la vida religiosa y

ética que la m ayor parte de la gente sólo tiene en los labios. Una vez que por asidua

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práctica haya aprendido a dom inar su m ente harta cierto punto, de m odo que pueda

mantenerla fija en una dirección determ inada de pensam ientos, debe em pezar una

educación m á s rígida de la m isma por el ejercicio diario de concentración en algún

asunto difícil o abstracto, o en algún objeto elevado de devoción; esta concentración

consiste en fijar la m ente con firm eza en un solo punto, sin vagar ni dejarse distraer por

los objetos externos ni por la actividad de los sentidos ni por la de la m ente m isma. Hay

que sujetar a ésta de m odo que se m antenga invariable y fija, hasta que aprenda por

grados a apartar su atención del m undo exter no y del cuerpo, de m anera que los sentidos

perm anezcan sosegados e inactivos, m ientras e lla esté en plena actividad, con todas sus

energías replegadas al interior, para c onvertirlas a un solo punto, el m as elevado que

pueda alcanzar el pensam iento. Cuando se sostenga en esta situación con facilidad

relativa, estará en aptitud de dar un paso m á s, y por un esfuerzo de la voluntad, potente,

pero reposado, será dueña de trascender el má s elevado pensam iento de que sea capaz

con el instrum ento del cerebro físico, con lo que se elevará y unirá con la conciencia

superior, viéndose libre del cuerpo. Cuando se llega a esto, no hay sensación alguna de

sueño ni de ensueño ni pérdida alguna de c onciencia; el hom bre se encuentra fuera del

cuerpo, com o si hubiera arrojado de sí un pe sado estorbo, y no com o si hubiese perdido

una parte de sí m ismo; no está realm ente “desencarnado”, sino que se ha elevado por

encima de la encarnación y del cuerpo gros ero, “en un cuerpo de luz”, que obedece a

sus má s ligeros pensam ientos y le sirve de herm osísimo instrum ento, perfecto e idóneo

para ejecutar su voluntad. En este cuerpo se encuentra libre en los m undos sutiles; pero

necesita ejercitar sus facultades por largo tiem po y con parsim onia, hasta ser apto para

verificar un trabajo útil en las nuevas condiciones.

“La libertad fuera del cuerpo puede obtener se de otras m aneras: por un arrobam iento

intenso de devoción, o por sistem as especiales empleados por un gran m aestro con sus

discípulos. Cualquiera que sea el m edio, el fin es el mismo: la liberación del alm a en

completa conciencia, pudiendo exam inar su nuevo m edio am biente en regiones fuera

del círculo de acción de la carne. A vol untad podrá volver al cuerpo; y en estas

circunstancias le será dado im prim ir en la m ente cerebral, y retener así en la conciencia

física, la m emoria de las experiencias por que ha pasado”.

Los que hayan com prendido bien las prin cipales ideas bosquejadas en las anteriores

páginas, verán que tales ideas son de por sí la mayor prueba de que la reencarnación es

un hecho en la Naturaleza. Es necesaria a fin de que la vasta evolución que im plica la

frase “evolución del alm a”, pueda llevars e a efecto. La única alternativa oponible –

dejando a un lado por un m omento la idea m ateri alista de que el alm a es sólo el

conjunto de vibraciones de una clase particul ar de m ateria física—es que cada alm a sea

una creación nueva hecha cuando nace el ni ño, e im presa con tendencias virtuosas o

viciosas, con habilidad o con estupidez, im puestas por el capricho del poder creador.

Como diría un m ahom etano, su destino pende de sde el instante de su nacim iento; pues

el destino del hom bre depende de su caráct er y del m edio en que vive, y cada nueva

alma lanzada al m undo, tiene que ser condenada al sufrim iento o a la dicha con arreglo

a las circunstancias que la rodean y al carácter impreso en ella. La predestinación en su

form a má s repulsiva, es la única alternativa de la reencarnación. En vez de considerar a

los hom bres evolucionando lentam ente, de m odo que el salvaje brutal de hoy haya de

lograr con el tiem po las nobles cualidades del santo y del héroe, apreciando de este

modo al m undo com o manifestación de un pr oceso de desenvolvim iento sabiam ente

concebido y dirigido, nos veríam os obliga dos a ver en todo ello un caos de seres

sencientes tratados con la m ayor injusticia, sentenciados a la dicha o a la m iseria, al

conocimiento o a la ignorancia, a la virtud o al vicio, a la riqueza o a la pobreza, al

genio o a la idiotez, por una voluntad externa, arbitraria, no inspirada en al justicia ni en

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la misericordia: sería todo un verdadero pa ndem ónium irracional y sin sentido. Y este

caos se supone ser al parte superior del cosmos, en cuyas regiones inferiores se

manifiestan todas las herm osísimas y ordenadas obras de una ley que siem pre

desenvuelve form as má s complejas y elevadas de las m á s ínfimas y sencillas, de una ley

quede m odo conspicuo “tiende siem pre a la justicia”, a la arm onía y a la belleza.

Si se adm ite que el Alm a del salvaje está destinada a vivir y a desarrollarse, y no

condenada por toda la eternidad a su presen te estado infantil, sino que su evolución se

verificara después de la m uerte y en otros m undos, entonces se adm ite el principio de la

evolución del Alm a, y sólo queda la cuestión del sitio donde tiene lugar. Si todas las

Alm as estuviesen en la tierra en el m ismo grado de progreso, m ucho pudiera decirse

sobre la necesidad de otros m undos para la evolución de las Alm as en los grados

superiores al estado inf antil. Pero nos vem os rodeados de Alm as muy avanzadas y

nacidas con nobles cualidades m entales y morales. Por paridad de razonam iento,

tenem os que suponer que han evolucionado en otros m undos antes de su único

nacimiento en éste, y entonces habría de sorprendernos el que un m undo que presenta

condiciones a propósito, así para las Alm as que se encuentran en la infancia, com o para

las má s avanzadas, sólo esté destinado a una so la visita pasajera de aquéllas durante el

período inm enso de su desarrollo, y que todo el resto de la evolución haya de verificarse

en mundos sem ejantes a éste, e igualm ente ap tos para proporcionarles la diversidad de

condiciones necesarias para su progreso en su s diferentes etapas, tal com o las vem os

cuando nacen aquí. La Antigua Sabiduría en seña, a la verdad, que el Alm a progresa a

través de m uchos m undos; pero tam b ién enseña que nace en cada uno de ellos una y

otra y otra vez, hasta que ha com pletado t oda la evolución posible en aquel m undo. Los

mundos m ismos, según sus enseñanzas, form an una cadena evolutiva, y cada uno tiene

su papel propio, com o campo adecuado de determ inado desarrollo. Nuestro m ismo

mundo ofrece cam po propio para la evolución de los reinos m ineral, vegetal, anim al y

hum ano, y por tanto, tiene lugar en él la r eencarnación colectiva o individual en todos

estos reinos. Ciertam ente, una evolución m á s vasta nos espera en otros m undos; pero

conform e al orden divino, no se abrirá ante nuestra m irada hasta que hayam os aprendido

y dom inado las lecciones que nuestro propio m undo ha de enseñarnos.

Al estudiar el m undo que nos rodea, observam os que podem os encaminar nuestros

pensamientos por diversas vías que nos lleva n a la misma meta de la reencarnación. Ya

hem os determ inado las inm ensas diferencias que separan al hom bre del hom bre, las

cuales implican un pasado evolucionario detrás de cada alm a; y hem os llamado la

atención sobre tales diferencias en cuanto distinguen entre la reencarnación individual

del hom bre (el cual constituye una sola esp ecie), y la reencarnación de las alm as en

grupos m onádicos, que corresponden a los reinos inferiores. Las diferencias

relativam ente pequeñas que separan los cuerpos físicos de los hom bres, reconocibles

todos externam ente com o tales hom bres, deben com pararse con las diferencias

inmensas que al salvaje inferior sepa ran del tipo hum ano má s noble en capacidad

intelectual y m oral. Muchas veces vem os salvajes de un desarrollo físico espléndido y

con grandes m asas cerebrales; pero ¡cuanto di fieren en m entalidad de un filósofo o de

un santo!

Si las cualidades m entales y m orale s se consideran com o acumulación de los

resultados de la vida civilizada, entonces nos vem os frente al hecho de que a los

hom bres de m á s talento del presente, sobrepuj an los gigantes intelectuales del pasado, y

de que ningún hom bre de nuestra época alcan za la altura m oral de algunos santos

históricos. Por otra parte, tenem os que cons iderar que el genio no tiene padre ni hijos;

que aparece repentinam ente y no com o la meta de una fam ilia que haya venido

desarrollándose gradualm ente, y que por regla ge neral es estéril, o bien que si tiene un

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hijo, es un hijo del cuerpo y no de la m ente. Más significativo aún es el hecho de que la

mayoría de las veces un genio m ú sico nace en una familia mú sica, porque esta form a

del genio necesita de una organización nerviosa de clase especial para m anifestarse, y el

organism o nervioso cae bajo la ley de la he rencia. Pero ¿ cuantas veces sucede que la

misión de tales fam ilias acaba tan luego como ha proporcionado un cuerpo para un

genio, y que luego degenera y desaparece, al cabo de una cuantas generaciones, en al

obscuridad y la insignificancia de la m asa general hum ana? . ¿ A caso han sido los

descendientes de Bach, de Beethoven o de Mozart iguales a sus padres?

Verdaderam ente, el genio no se transm ite de padres a hijos, com o sucede en los tipos

físicos de fam ilia de los Estuardos y Borbones.

¿ D e qué m odo, si no por la reencarnación, pueden explicarse los “niños prodigio”?

Considerem os, por ejem plo, el caso del doc tor Young, el descubridor de la teoría

ondulatoria de la luz, un hom bre cuyos m é rito s no han sido aún reconocidos en toda su

magnitud. A los dos años, sabía leer “con m ucha soltura”; y antes de los cuatro había

llegado a leer por dos veces toda la Biblia ; a los siete principió la aritm ética y dom inó

el Tutors Assistant (Ayuda del Maestro) de W alkingham , antes de llegar a la m itad del

mismo bajo la dirección de un preceptor; y unos cuantos años m á s tarde, aún en el

colegio, posee el latín, el griego, las m atem á ticas , la teneduría de libros, el francés, el

italiano, el m anejo y la fabricación del telescopio, y m uestra gran afición hacia la

literatura oriental. Destinado a los catorce años, en com pañía de otro m uchacho año y

medio m as joven que él, a estudiar bajo la dirección de determ inado m aestro, que no

llegó a tom arse a su cargo. Young enseñó al otro m uchacho.

Sir W illiam Rowan Ham ilton dem ostró facultades aun m á s precoces. Principió a

aprender el hebreo cuando apenas tenía tres años, y a los siete, según declaró uno de los

catedráticos del Trinity College de Dublí n, había dem ostrado m ayor conocim iento de

esta lengua que m uchos aspirantes a cátedra. A los trece años sabía trece idiom as, entre

los cuales, adem ás de las lenguas clásicas y europeas m odernas, se contaba el persa,

árabe, sánscrito y m alayo. A los catorce a ños dirigió una carta de bienvenida al

embajador persa en una visita de éste a Dub lín, el cual declaró “que no había creído que

hubiera en Inglaterra un hom bre capaz de escr ibir en su lengua”. Un pariente suyo

escribe lo siguiente: “Me acuerdo que cua ndo tenía seis años contestaba a cualquier

pregunta difícil de m atem á ticas, y luego co rría alegrem ente a jugar con un carrito. A

los doce años luchó con Colburn, el m uchac ho calculista am ericano, que entonces se

exhibía com o una curiosidad en Dublín, y no si empre llevaba lo peor de la contienda”.

A los dieciocho años el doctor Brinkley (Astr ónomo Real de Irlanda) dijo de él en 1823:

“Este joven no diré que será, sino que es el prim er m atem á tico de su siglo.” En el

colegio su carrera no tuvo precedentes, pues, entre m uchos com petidores de m á s que

ordinario m é rito, fue siem pre el prim ero en todas las m aterias y en todos los exám enes.

Compare el hom bre reflexivo estos m uch achos con algunos m edio idiotas y aun con la

generalidad de los chicos; observe cóm o pr incipiando con tales ventajas llegan a ser

directores del pensam iento, y pregúntese luego si tales Alm as no tienen pasado alguno

tras sí.

El parecido de f amilia se explica generalm ente por la “ley de la herencia”, pero las

diferencias en el carácter m ental y m oral que constantem ente se ven en una m isma

familia, se dejan sin explicación. La reencar nación explica el parecido por el hecho que

por m edio de la herencia física puede prov eerla de un cuerpo a propósito para expresar

sus características; y explica las diferencia s atribuyendo el carácter m ental y m oral al

individuo m ismo, al paso que dem uestra que los lazos forjados en el pasado le han

conducido a encarnarse en relación con algún ot ro individuo de la fam ilia. Un “hecho

significativo es el de los herm anos gem elos, los cuales durante la infancia son m uchas

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veces indistinguibles el uno de loro, aun para la vista penetrante de la m adre o de la

nodriza, al paso que m á s adelante, en el tr anscurso de la vida, el Manas obra en su

envoltura física y la m odifica de tal m odo, que dism inuye la sem ejanza física, y las

diferencias de carácter se estam pan en las mudables facciones”. La sem ejanza física

unida a las diferencias m ental y m oral, par ece implicar la unión de dos series distintas

de causas.

La diferencia sorprendente que, para la asimilación de cierta clase especial de

conocimientos, se nota entre personas de facu ltades intelectuales casi iguales, es otra

“huella” de la reencarnación. Tal reconoce en seguida una verdad, m ientras que otro no

llega a verla ni aun después de m ucho es tudio y observación; y sin em bargo, puede

suceder precisam ente lo contrario respecto de otra verdad que se asim ile el segundo y

no llegue a com prender el prim ero. “Dos pe rsonas m uestran afición a la Teosofía y

principian a estudiarla; al cabo de un año, una se ha fam iliarizado con sus conceptos

principales y puede aplicarlos, al paso que la otra se encuentra perpleja. A una le es

familiar cada concepto desde que se le presenta; para la otra es cosa nueva, extraña,

incomprensible. El creyente en la reencar nación, infiere de esto que la enseñanza es

antigua para la una y nueva para la otra; aquélla aprende pronto porque se acuerda, no

hace m á s que recobrar un conocim iento del pa sado; ésta aprende lentam ente, porque su

experiencia no encierra estas verdades de la naturaleza, y las em pieza a adquirir

trabajosam ente por vez prim era”. Del m ismo, la intuición es “m eram ente el

reconocim iento de un hecho fam iliar en una vida interior, aunque encontrado por

prim era vez en el presente”: otra huella de l camino por el cual ha viajado el individuo

en el pasado.

La principal dificultad que m uchos tienen para adm itir la doctrina de la reencarnación,

es la falta de m emoria respecto del pasado. Sin em bargo, cada día confirm an el hecho

de haber olvidado m ucho de la vida presente , pues los prim eros días de la niñez están

borrosos, y los de la infancia en vacío completo. Deben advertir tam b ién que los

sucesos pasados y por com pleto desaparecidos de su conciencia norm al, se encuentran,

sin embargo, escondidos en obscuras caverna s de la m emoria, y pueden presentarse

vívidam ente en ciertas enferm edades o bajo la influencia del m agnetism o. Hay ejem plo

de un m oribundo que habló una lengua sólo conoc ida en su infancia, y que le había sido

desconocida durante su larga vida; en el de lirio, sucesos largo tiem po olvidado, se han

presentado de un m odo vívido a la consciencia. Nada se olvida realm ente; pero m ucho

se halla oculto a la vista lim itada de nuestra conciencia ordinaria, la cual es la form a

má s restringida de nuestra conciencia gene ral, por m á s que sea la única conciencia

reconocida por la gran m ayoría.

Del m ismo modo que el recuerdo de una parte de la vida presente se halla fuera de los

límites de la conciencia ordinaria y sólo se muestra de nuevo cuando hallándose el

cerebro en estado súper-sensitivo, puede responder a vibraciones que ordinariam ente no

es capaz de percibir, así tam b ién el recuer do de las vidas pasadas se halla alm acenado

fuera del alcance de la conciencia física. Se halla todo en el Pensador, que es el único

que persiste vida tras vida y tiene el libro de m emorias a su alcance, pues es el único

“yo” que ha pasado por todas las experiencias que en él se registran. Por otra parte,

puede im prim ir el recuerdo del pasado en su vehículo físico, así que lo haya purificado

de m odo que responda a sus fugaces y sutile s vibraciones, y entonces el hom bre de

carne puede com partir el acum ulado conocim iento del pasado. La dificultad de la

memoria no consiste en el olvido, pues el vehí culo inferior, o sea el cuerpo físico, no ha

pasado nunca por las vidas anteriores de su dueño; consiste en la absorción del cuerpo

actual en su m edio am biente presente, en su grosera insensibilidad para responder a las

delicadas vibraciones, únicas por las cuales puede hablar el alm a. Los que quieran

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recordar el pasado, no deben tener concentra do todo su interés en el presente, sino que

deben purificar y refinar el cuerpo hasta que pueda recibir las im presiones de las esferas

má s sutiles.

Sin em bargo, la m emoria de las vidas pasadas la posee un considerable núm ero de

personas que han llegado a adquirir la sensib ilidad necesaria del organism o físico, no

siendo ya para ellas la reencarnación m era teoría, sino asunto de conocim iento personal.

Así saben cuánto m á s rica es la vida presente con el recuerdo de las pasadas, viendo que

los amigos de este breve día son los m ismos de hace m ucho tiem po con lo que los

recuerdos antiguos fortalecen los lazos del pasajero presente. La vida gana en seguridad

y en dignidad cuando se la ve con una extens a perspectiva tras sí, y cuando los am ores

de antaño reaparecen en los am ores de hoy. La m uerte se reduce a su propia

insignificancia, com o un simple incidente de la vida, el cam bio de un escenario por otro,

como un viaje que separa los cuerpos, pero que no puede separar al am igo del am igo.

Se ve que los lazos del presente no son m á s que eslabones de una cadena de oro que se

extiende en el pasado, pudiendo afrontarse el porvenir con la alegre confianza que

proporciona la idea de que estos lazos subsis tirán, y que form an parte de aquella cadena

no interrum pida.

De vez en cuando vem os niños que han aportado recuerdos de su inm ediato pasado,

las má s veces cuando han m uerto en la niñ ez y vuelven a nacer casi inm ediatam ente.

En Occidente son estos casos m á s raros que en Oriente, porque en Occidente las

prim eras palabras de tal niño serían esc ogidas con incredulidad, y pronto perder la

confianza en sus propios recuerdos. En Or iente, donde la creencia en la reencarnación

es casi universal, se escuchan los recuerdos del niño para com probarlos a su debida

oportunidad.

Hay otra consideración respecto de la m emoria, que m erece estudiarse. La de los

sucesos pasados, perm anece como hem os dic ho, únicam ente en el Pensador; pero los

resultados de estos sucesos, convertidos en facultades, se hallan al servicio del hom bre

encarnado. Si el total de estos sucesos pasados se lanza dentro del cerebro físico, com o

una vasta m asa de experiencias sin orden ni arreglo, el hom bre no podría guiarse por al

manifestación del pasado ni utilizarlo para su ayuda presente. Obligado a escoger entre

dos tendencias de acción, tendría que elegir sucesos sim ilares en carácter, entre los

desordenados hechos de su pasado, ver cuáles fueron sus resultados, y después de un

estudio largo y penoso, llegar a alguna conclu sión que probablem ente sería viciosa por

no haber tenido en cuenta algún factor im por tante que se recordó tiem po después de

haber pasado el m omento de la decisión. T odos los sucesos, triviales o im portantes de

algunos cientos de vidas, form arían m á s bi en una masa caótica de referencia que no

fuera posible m anejar en el m omento en que se requiriese una pronta decisión. El plan

mucho m á s eficaz de la Naturaleza, deja al Pensador la m emoria de los sucesos, provee

un largo período de existencia desencarnada pa ra el cuerpo m ental, durante el cual todos

los sucesos pueden com pararse sinópticam ente y clasificar sus resultados. Luego estos

resultados se cam bian en facultades, y éstas form an el cuerpo m etal siguiente del

Pensador. De esta suerte, las facultades acrecentadas y m ejorada, se hallan dispuestas

para le em pleo inmediato, y existiendo en ellas los resultados del pasado, puede llegarse

a una decisión inm ediata de acuerdo con tale s resultados. El golpe de vista claro y

rápido y el pronto juicio no son m á s que la expresión de la experiencia pasada,

moldeada en una form a efectiva de em pleo; son, seguram ente, instrum entos m ucho m á s

útiles que lo f uera una m asa de experiencias no asim iladas, de entre las cuales tendrían

que elegirse y com pararse las m á s salientes, y de la que habrían de hacerse deducciones

cada vez que se necesitase tom ar una resolución.

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Sin em bargo, desde estos puntos de vista, la mente vuelve a apoyarse en la necesidad

fundam ental de la reencarnación, para explicar la vida y no ver en ella al hom bre com o

mero juguete de la injusticia y la cruelda d. Con la reencarnación, el hom bre se ve a sí

mismo digno e inm ortal, evolucionando hacia un fin divino y glorioso; sin ella es una

arista que flota a m erced de la corriente de circunstancias casuales, irresponsable de su

carácter, de sus acciones y de su destino. Con ella puede m irar hacia adelante con

esperanza, libre de tem ores, por bajo que se encuentre hoy en la escala de la evolución,

porque se halla en la que conduce a la divinida d, y el llegar a su cúspide es sólo cuestión

de tiem po; sin ella no tiene fundam ento raci onal de seguridad acerca del progreso en el

porvenir, ni siquiera respecto a la realidad de porvenir alguno; porque (que porvenir

habría de aguardar una criatura sin pasado? Puede ser una m era burbuja en el océano

del tiem po. Lanzando al m undo desde el no ser, con cualidades buenas o m alas que

posee sin razón ni m erecim iento, ¿ por qué habr ía de luchar para m ejorarlas? ¿ N o será

su futuro, si es que tiene alguno, tan aislado, tan sin causa y tan falto de relación com o

su presente? El m undo m oderno, al desech ar de sus creencias la reencarnación, ha

privado a Dios de Su justicia y al hom b r e de su seguridad; puede ser “afortunado” o

“desgraciado”; pero carece de la fuerza y la di gnidad que inspira la confianza en una ley

inmutable, y se le abandona a m erced del insurcable océano de la vida.

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EL KARMA

Una vez seguida la evolución del alm a hum ana a través de vidas sucesivas, podem os

estudiar la gran ley de causalidad que preside los renacim ientos y que se llam a Karm a.

Karm a es un térm ino sánscrito que significa literalm ente “acción”.

Supuesto es que toda acción es efecto de causa s anteriores, y que cada efecto viene a ser

a su vez la causa de otros, esta noción de causa y efecto es elem ento esencial en la vida

de acción.

Por esto el térm ino acción o Karm a se usa en el sentido de “casualidad” y designa la

serie ininterrum pida, el encadenam iento de causas y efectos de que se com pone toda

actividad hum ana.

De ahí la frase que se em plea a veces al ha blar de un acontecim iento: “es m i Karm a”; es

decir, “este hecho es efecto de una causa puesta en juego por m í en el pasado.”

Ninguna existencia está aislada; cada vida es el fruto de cuantas la han precedido y el

germ en de todas las que siguen en el agre gado total de vidas de que se com pone la

existencia continua de la individualidad hum ana.

No hay “suerte” ni hay “accidente”.

Cada suceso está ligado a las causas ant ecedentes y a los efectos consiguientes,

pensamientos, acciones y circunstancias producen del pasado e influyen en el porvenir.

Como nuestra ignorancia nos vela igualm ente lo pasado y lo futuro, nos parece que los

sucesos surgen de repente del hado, que s on accidentales; pero esta apariencia es

ilusoria y proviene exclusivam ente de nuestro escaso saber.

De la m isma manera que el salvaje, ignorante de las leyes físicas del universo, considera

los sucesos como carecientes de causa y com o milagros las operaciones de las leyes

físicas, un gran núm ero de hom bres, desconoce dores de las leyes m entales y m orales,

consideran los acontecim ientos m entales y m orales com o sin causa y los m iran cual

resultado de las leyes desconocidas o com o buena o m ala “suerte”

Cuando surge por prim era vez en el horizonte del pensam iento hum ano la idea de

una ley intransgredible e inm utable, en el reino hasta entonces vagam ente atribuido al

azar, aparece en tal instante un sentim iento de im potencia, com o de parálisis m ental y

mor al.

El hom bre se siente sujeto por la férrea m ano de un destino inflexible y el “kism et” del

resignado m usulmán parece ser la única form a filosófica posible.

Lo m ismo puede sentir el salvaje cuando su adm irada inteligencia concibe por prim era

vez la idea de una ley física, al ver que cada m ovim iento de su cuerpo y cada

movim iento de la naturaleza exterior se efectúan por m edio de leyes inm utables.

Poco a poco llega a saber que esas leyes fijan las condiciones indispensables de toda

acción, sin prescribir por ello la acción m isma; de suerte que el hom bre perm anece

siempre libre, aunque lim itado en sus actividad es externas por las condiciones del plano

en que obra.

Aprende adem ás que estas condiciones le subyugan y frustran sus m á s vigorosos

esfuerzos cuando las ignora o cuando conociéndol as se opone a ellas; pero que las hace

sus esclavas y auxiliares cuando las com prende, conoce su dirección y calcula su fuerza.

En verdad, la ciencia es únicam ente posible en el plano físico, porque las leyes de

éste son inviolables e inm utables.

Sin leyes naturales no podría haber ciencia alguna.

Un investigador realiza cierto núm ero de experim entos para conocer cóm o opera la

naturaleza; y una vez adquirido este conocim iento, puede adoptar las disposiciones

necesarias para llegar a determ inado resultado.

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Si fracasa, sabe que ha olvidado seguram ente una condición im prescindible, o que su

conocimiento de las leyes no es com pleto todavía, o que se equivocado en los cálculos.

Vuelve al estudio, rectifica el m é todo y re pasa serenam ente las operaciones, convencido

de que a todo problem a bien planteado de be responder la naturaleza con exactitud

mat emá t ica.

El hidrógeno y el oxígeno no le darán agua hoy y ácido prúsico m añana; el fuego que le

quem a no le helara m añana.

Si el agua puede ser hoy líquida y sólida m añana, es porque han cam biado las

condiciones circunstanciales, y el regreso a las condiciones prim itivas restablecerá el

resultado originario.

Cada nueva inform ación respecto de las le yes de la naturaleza engendra un nuevo

poder, porque todas las energías de la natura leza se convierten en fuerzas utilizables en

manos del hom bre, a m edida, que las com prende.

Aquí tiene aplicación el proverbio: “Saber es poder”; pues el uso que puede hacerse de

las fuerzas depende del conocim iento que de ellas se tenga.

Escogiendo aquellas de que quiere servirse, equilibrándolas entre sí y neutralizando las

energías que se oponen a sus designios.

El sabio puede determ inar de antem ano el resultado y provocar la realización de los

cálculos.

Comprendiendo y m anipulando causas puede produc ir efectos; y así la rigidez de la

naturaleza, que al principio parece paralizar la acción hum ana, puede em plearse por el

hom bre para producir infinita variedad de resultados.

La perfecta rigidez de cada fuerza considerándola aisladam ente determ ina la perfecta

flexibilidad de sus com b inaciones; pues habiendo fuerzas de toda especie, que se

mueven en todas direcciones y están todas sujetas a cálculo, se puede operar una

selección comb inando las fuerzas elegidas de m anera que produzcan el resultado

apetecido, es preciso el conocim iento, pues el ignorante cam ina de tropiezo en tropiezo

contra las leyes inm utables, viendo fracasar t odos sus esfuerzos, m ientras que el sabio

sigue un orden m etódico, y prevé, provoca o im pide cuanto se relaciona con el anhelado

objeto, que al fin logra no por azar, sino porque conoce las leyes.

El uno es juguete y esclavo de la naturaleza; el otro es el dueño que utiliza las energías

cósmicas, dirigiéndolas en el sentido que su voluntad escoge.

Lo que es verdad en los dom inios físicos de la ley, tam b ién lo es en los m undos

moral y m ental que igualm ente son dom inios de la ley.

Tamb ién en ellos el ignorante es esclavo y el sabio dueño.

Tamb ién la inviolabilidad y la inm utab ilidad consideradas prim eram ente com o

paralizadoras de todo esfuerzo, se reconocen luego com o condiciones indispensables de

seguro progreso y de previsora dirección del porvenir.

El hom bre puede llegar a ser dueño de su destino tan sólo porque este destino yace en

los dom inios de la ley, en donde el conocim iento puede edificar una ciencia del alm a y

poner en m anos del hom bre la facultad de gobernar su porvenir y escoger igualm ente su

carácter y circunstancias futuras.

El conocim iento del Karm a que parecía parali zar todo esfuerzo, se convierte en fuerza

inspirante, en sostén y elevadora fuerza.

El Karm a es. Por tanto, la ley de causalidad, la ley de causa y efecto.

Form almente la anunció el iniciado cristia no San Pablo: “No os engañéis. Nadie se

burla de Dios; porque lo que quiera que el hom bre siem bre, aquello tam b ién recogerá.”

El hom bre adm ite constantem ente fuerza en los planos donde funciona.

Estas f uerzas que cualitativam ente son ef ectos de sus actividades pasadas, resultan al

mismo tiem po causas de él em anadas en cada uno de los m undos que habita.

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Producen determ inados efectos tanto en él m ismo como en los dem á s; y a m edida que

esas Causas, em anadas de él com o de un foco, irradian por todo el cam po de su acción,

es responsable de los efectos que engendran.

Así com o el imán tiene su cam po magnético, el am biente en que todas sus fuerzas,

mayores o m enores, actúan según su potencia, cada hom bre posee tam b ién un cam po de

acción en donde obran las fuerzas que em ite.

Estas fuerzas se trasm iten en líneas curvas que regresan al punto de partida, al foco del

cual emanaron.

Como el asunto es m uy com plicado, lo subdividirem os, y estudiarem os las

subdivisiones una por una.

En su vida ordinaria, el hom bre emite tres clases de energías, que pertenecen a los

tres m undos que habita.

En el plano m ental, las energías m ent ales originan las causas que llam amos

pensamientos; el plano astral, las energías astrales producen lo que llam amos deseos; y,

en fin, en el plano físico, las energías fí sicas suscitadas por las dos anteriores se

designan con el nom bre de acciones.

Convendrá estudiar sucesivam ente en sus oper aciones estas tres clases de energía para

comprender las tres clases de efectos que respectivam ente producen, si querem os cargo

del papel que cada una de esas categorías de fuerzas desem peña en las com plejas

comb inaciones que ponem os en juego, y cuyo conjunto podem os llamar “nuestro

Karm a”.

Cuando el hom bre, adelantándose a sus sem eja ntes, logra m á s elevados, llega a ser un

centro de elevadas fuerzas; pero por ahora podem os prescindir de estas fuerzas de orden

espiritual y lim itarnos a la hum anidad vulgar que efectúa su ciclo de reencarnación en

los tres m undos.

Al estudiar las tres clases de ener gía que hem os enumerado, debem os distinguir entre

su efecto en el hom bre que las em ite y los que se encuentran en su esfera de acción;

porque cualquier error en este punto podría sumir al estudiante en insuperables

dificultades.

Hem os de recordar, por lo tant o, que cada fuerza obra en su propio plano y

reacciona sobre el plano inferior proporcionalm ente a su intensidad.

El plano en que se engendra le da su especi al característica y al relacionar en los planos

inferiores determ ina vibraciones de la m ateria sutil o grosera de dichos planos, de

conform idad con su originaria naturaleza.

El m otivo generador de la actividad determ ina el plano a que pertenece la fuerza.

Es necesario ahora distinguir entre: 1º Él Karm a, pronto a m anifestarse en la vida

presente bajo la form a de sucesos inevitables; 2º. , El Karm a de carácter, que se

manifiesta por las tendencias provinentes de la experiencia acum ulada y susceptibles de

modificarse en la vida presente (el Ego) que las creó en el pasado; y 3º. , Él Karm a en

vías de form ación, destinado a influir, y Kriyam âna (en form ación.)

Adem ás hem os de tener en cuenta que sobre el carácter y los sucesos futuros. (El

estudiante conoce estas divisiones con el nombre de Prarabdha (com enzado), Sanchita

(acumulado), m anifestándose en parte en las tendencias del individuo al form ar su

Karm a individual, el hom bre se relaciona con los dem á s seres, pues entra en la

composición de grupos diversos com o la r aza, nación y fam ilia, participando del Karm a

colectivo de cada uno de estos grupos.

Se com prende desde luego que el estudio del Karm a es sumamente com plejo.

A pesas de ello, los principios fundam ental es de su operación, antes expuestos, bastan

para dar una idea coherente de su alcance general, pudiendo estudiarse los porm enores

según se nos ofrezcan ocasiones para ello.

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Lo esencial es no olvidar que el hom bre engendra su propio Karm a, que crea

paralelam ente sus facultades y sus lim itaciones, y que, trabajando siem pre m ediante las

facultades que ha creado y bajo el peso de las lim itaciones que se ha im puesto,

perm anece siempre el m ismo, la viviente alm a capaz de acrecentar o de reducir sus

limitaciones.

El mismo ha forjado las cadenas que le sujetan, y puede lim arlas hasta rom perlas o

rem acharlas m á s fuertem ente.

El m ismo ha construido tam b ién la casa que habita, y puede a su antojo em bellecerla,

derruirla o reedif icarla.

Sin cesar trabajam os en la plática arcilla que podem os modelar a nuestro gusto; pero la

arcilla se endurece y llega a ser com o el hierro, conservando la form a que le hem os

dado.

Un proverbio del Hitopadesa dice:

“Mirad: la arcilla se ha endurecido com o hierro;

Pero el alf arero m oldea la arcilla. El destino es

Hoy el dueño. El hom bre lo fue ayer.”

Así todos som os dueños de nuestro porvenir, cualesquiera que sean los obstáculos que

tengam os en el presente com o consecuencia del pasado.

Vam os ahora a seguir, en el orden i ndicado, las divisiones establecidas anteriorm ente

para f acilitar el estudio del Karm a.

Tres clases de causas ejercen sus efectos sobre su creador y en todo lo que éste

influye.

La prim era de estas causas está constituida por nuestros pensam ientos.

El pensam iento es el factor m á s poderoso en la creación del Karm a hum ano, porque

manifiesta la operación de las energías del Yo en la m ateria m ental, m aterias cuyas

modalidades m á s sutiles f orm an el vehículo m ismo de la individualidad y cuyas

especies má s densas responden todavía con prontitud a las m enores vibraciones de la

conciencia.

Las vibraciones que designam os con el nombre de pensam iento, consecuencia directa de

la actividad del Pensador, originan form a de substancia m ental o im ágenes m entales

que, según hem os visto, m odelan el cuerpo m ental del Pensador.

Cada pensam iento m odifica este cuerpo, y las facultades m entales innatas de cada vida

son el resultado del funcionam iento del pensam iento en las vibraciones anteriores.

No hay poder razonador ni m ental que no ha ya sido creado por el hom bre m ismo con el

auxilio de pensam ientos pacientem ente repetidos.

Adem ás, ni una sola de las im ágenes m ent ales así creadas se pierde; todas ellas

contribuyen a la form ación de las facultades, y la sum a de un cuerpo cualquiera de

imágenes m entales sirve para construir una facultad correspondiente, que se acrecienta

por cada pensam iento adicional, es decir, cada vez que se crea una im agen m ental del

mismo orden.

Conociendo esta ley el hom bre puede gradualm ente construir el carácter m ental que

desee poseer, pudiendo efectuar con precisión sem ejante a la del albañil que levanta una

pared.

La m uerte no interrum pe su obra; al cont rario, librándole de las trabas del cuerpo,

facilita el proceso de asim ilización de las im ágenes m entales en el órgano definido que

denom inamos facultad.

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El hom bre trae consigo esta facultad cuando vue lve al plano físico, presto a renacer, y

una parte del cerebro de su nuevo cuerpo se ad apta para servir de órgano a esa facultad,

del m odo que se verá m á s adelante.

El conjunto de esas facultades constituye el cuerpo m ental con el que com ienza su

nueva vida sobre la tierra; y su cerebro y su sistem a nervioso se conform an dé m anera

que sum inistran al cuerpo m ental los necesario s medios de expresión en el plano físico.

Así, las im ágenes m entales creadas en una vida aparecen com o características y

tendencias m entales en la siguiente.

Por eso dice uno de los Upanishads:

“El hom bre es un ser de reflexión; lo que refleja en esta vida llega ser en la siguiente”

Tal es la ley que pone en m ano la construcción de nuestro carácter m ental.

Si construim os bien, la ventaja y el honor se rán nuestro prem io; y si hacem os mal, nos

acarrearem os pérdida y disgusto.

El carácter m ental es, pues, un sorprendente ejem plo del Karm a individual en su acción

sobre el individuo que lo crea.

Adem ás, este mismo individuo que estudiam os, influye sobre los otros con su

pensamiento, pues las im ágenes que construyen su propio cuerpo m ental, originan en el

espacio vibraciones del m ismo orden y se reproducen en form as secundarias,

Los pensam ientos se encuentran, por lo general, m ezclados con algún deseo, y sus

form as contienen adem ás cierta porción de m ateria astral, por lo se designa aquí a esas

form as de pensam ientos secundarios con el nom bre de im ágenes astro-m entales.

Sem ejantes form as destácanse del ser que la s crea para vivir independientem ente, en

cierto m odo, perm aneciendo, sin em bargo, en relación con él por un lazo m agnético.

Se ponen así en contacto con los dem á s individuos a que afectan y establezcan lazos

kárm icos entre ellos y él, influyendo adem ás en cierta m edida sobre el am biente futuro

del individuo considerado.

Atase así los lazos que, en vidas ulteriores, han de agrupar a ciertas personas para el

bien o para el m al, los lazos que nos rod ean de parientes, am igos y enem igos, poniendo

en nuestro cam ino a los que están destinados a ayudarnos o a com b atirnos, a los que han

de favorecernos y a los que han de perjudicarnos.

He aquí por qué unos nos am an sin que haya mos hecho en esta vida nada para ello,

mientras que otros nos odian aunque tam poco hayam os hecho nada para m erecer su

odio.

El estudio de estos resultados nos perm ite form ular un principio fundam ental: al m ismo

tiem po que nuestros pensam ientos obran sobre nosotros, creando nuestro carácter

mental y m oral, determ inan, por su acción s obre el prójim o, nuestros futuros asociados

hum anos.

La segunda clase de energías se compone de nuestros deseos, de nuestro apetito

respecto a los objetos que nos atraen desde el m undo exterior.

Como quiera que en los deseos del hom bre haya siem pre un elem ento m ental, podem os

extender el térm ino “imá genes m entales” para incluir en él las que se m anifiestan en

gran parte en la m ateria astral.

Los deseos, al obrar sobre el que los crea, construyen y m odelan su cuerpo de deseo o

cuerpo astral, y labran su destino en el Kam aloka tras la m uerte, determ inando, en fin, la

naturaleza del cuerpo astral de su próxim a encarnación.

Cuando los deseos son bestiales, intem perante s, crueles o asquerosos, son causa fecunda

de enferm edades congénitas, de cerebros déb iles y enferm os que engendran la epilepsia

la catalepsia, y desórdenes nerviosos de toda suerte.

De ahí proceden tam b ién las deform idades y deform aciones físicas, y en los casos

extrem os las monstruosidades.

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Los apetitos bestiales de naturaleza anorm al pueden establecer en el m undo astral lazos

que retengan por algún tiem po al Ego, en un cu erpo astral form ado por dichos apetitos,

en sujeción al cuerpo astral de los anim ales en quienes sean peculiares dichos apetitos,

retardando así su reencarnación.

Cuando el individuo no sufre esta pena, su cu erpo astral, en form a de bestia, im prim e a

veces la huella de sus características en el cuerpo físico en form ación durante el período

prenatal.

Tal es el origen de los m onstruos sem i-hum anos que aparecen de cuando en cuando.

Siendo los deseos fuerzas de exteriorización que se apegan a los objetos externos,

impelen siempre al hom bre hacia el m edio en que pueda satisfacerlos.

El deseo de las cosas terrestres sujeta al al ma al mundo exterior y la arrastra hacia el

lugar donde los objetos deseados pueden obtenerse m á s fácilm ente.

Por eso se dice que el hom bre nace según sus deseos.

Los deseos son, pues, una de las causas determ inantes del lugar de la reencarnación.

Las im ágenes astro-m entales producidas por los deseos ejercen sobre nuestros

semejantes una acción análoga a la de las im ágenes de igual naturaleza producidas por

los pensamientos.

Los deseos, por consecuencia, nos ligan tam b ién a los dem á s hom bres.

Nos ligan com únm ente por los poderosos lazo s del am or y del odio, pues en el grado

actual de evolución, los deseos de un hom bre vulgar son, por lo general, m á s fuertes y

sostenidos que sus pensam ientos.

Desem peñan, pues, un gran papel en la dete rm inación del am biente social de las vidas

futuras y pueden ponerle en contacto con algunas personas y som eterle a ciertas

influencias, sin que pueda sospechar las relaciones, que hay entre ellas y él.

Supongam os que un hom bre que, em itiendo un pensamiento de odio terrible y

vengativo, haya contribuido a provocar en otro el im pulso del crim en.

El creador de sem ejante pensam iento está unido por su Karm a al autor del crim en,

aunque jam á s se hayan encontrado am bos en el plano físico; y él bajo la form a de un

perjuicio causado por el crim inal.

Con frecuencia, una desgracia im prevista, inesperada y en apariencia totalm ente

inmerecida, es efecto de causa sem ejante; y m ientras la conciencia inf erior se revuelve

bajo un sentim iento de injusticia, el alm a aprende una lección que no olvidará jam á s.

Nada inm erecido hiere al hom bre, pero su falta de m emoria no cohonesta la trasgresión

de la ley.

Vem os, pues, que nuestros deseos, en su acción sobre nosotros m ismos, form an nuestra

naturaleza astral e influyen en gran m anera, a través de ella, sobre el cuerpo físico de

nuestra próxim a reencarnación; que de sempeñan un im portante papel en la

determ inación de nuestro lugar de nacim iento; y finalm ente, que por su acción sobre los

dem á s, ayudan a atraernos, en cualquier vi da futura, a los seres hum anos a que nos

asociarem os.

La tercera clase de energías se m anifiesta en el plano físico bajo form a de acciones y

engendra Karm a por su efecto sobre los dem á s, pero no afecta sino m uy poco al hom bre

interior.

Las acciones son efectos de los pensam ientos y deseos del pasado, y el Karm a que

representan está en su m ayor parte agotado por el m ismo hecho que efectúan.

Pueden, sin em bargo, afectar al hom bre indir ectam ente, en cuanto suscitan en él nuevos

pensamientos, deseos y em ociones; pero en los deseos y no en las acciones m ismas

reside la fuerza generadora.

Es igualm ente cierto que las acciones frecuentem ente repetidas producen en el cuerpo

físico un hábito que tiene por efecto lim itar la expresión del Ego en el m undo exterior;

112.

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pero este acto no sobrevive al cuerpo, y el Karm a de la acción, en lo que respecta a su

efecto sobre el alm a, se contrae a una sola encarnación.

Otra cosa sucede cuando estudiam os el efect o de nuestras acciones sobre los dem á s, la

dicha o la desgracia que causan, y la influencia que ejercen com o ejem plos.

Nos ligan así a nuestros sem ejantes, gracias a esa influencia, y constituyen, por lo tanto,

un tercer factor en la futura determ inación de la que ha de rodearnos.

Son tam b ién el factor esencial en la de term inación de lo que podría llam arse nuestro

medio am biente no hum ano.

Generalm ente hablando, el am biente m ate rial, favorable o desfavorable, en el que

venim os al mundo, depende del efecto ej ercido por nuestras acciones pasadas al

derram ar la f elicidad o la m iseria entre los dem á s.

Los efectos físicos producidos sobre el prójim o por nuestros actos físicos, se neutralizan

en la operación del Karm a, al rodearnos de condiciones buenas o m alas para una

existencia f utura.

Si hem os de procurado a los hom bres dicha m aterial a costa de nuestros esfuerzos, esa

acción revierte sobre nosotros en form a de circunstancias felices que tienden a nuestra

vida m aterial; y si hem os sido causantes de la miseria física para nuestro prójim o,

recogerem os entonces el Karm a de circuns tancias físicas deplorables que llevan al

sufrim iento físico.

En am bos casos, las consecuencias del acto físico son independientes del m otivo del

acto, lo que nos lleva a considerar la segunda gran Ley:

CADA FUERZA OPERA EN SU PROPIO PLANO

Si un hom bre siem bra la dicha para los dem á s en el plano físico, cosechará condiciones

que propendan a su propia felicidad en el m ismo plano; y el m otivo que presidió a la

acción no intervendrá para nada en el resultado.

Un hom bre puede sem b rar trigo con intento de arruinar a su vecino, pero la perversión

de su propósito no hará que en vez de trigo nazca cizaña.

El m otivo es una fuerza m ental o astral, se gún se proceda de la voluntad o del deseo, y

reacciona, en consecuencia, sobre el carácter m ental o m oral o sobre la naturaleza astral.

La producción de la dicha física por la acción es una fuerza física que actúa en el plano

físico.

“Por sus acciones afecta el hom bre a sus sem ejant es en el plano físico; extiende en torno

a sí la dicha o la desgracia, acrecentando o dism inuyendo el bienestar hum ano que

puede proceder de m otivos m uy diversos, buenos, m alos o mixtos.

Un hom bre puede ejecutar una acción que dif unda el bien, por sim ple benevolencia o

por ardiente deseo de favorecer a sus sem ejantes.

Supongam os que por tal m otivo ceda un parque a una ciudad para esparcim iento de los

habitantes.

Otro hacer parecida acción por vanidad, para obtener, por ejem plo un titulo nobiliario.

Otro, en fin, lo hará por un m otivo m ixto, de sinteresado en parte y en parte egoísta.

Los m otivos afectarán respectivam ente a los caracteres de estos tres hom bres en sus

encarnaciones futuras, en bien, en m al, o de una m anera m ixta.

Pero el efecto que la acción produce al propor cionar solaz a gran núm ero de seres, no

depende del m otivo del donante.

Cualquiera que sea la causa del don, el efecto es el mismo y la gente goza por igual del

parque; y el gozo debido a la acción del donant e, da a éste un crédito kárm ico cuya

deuda se le pagará escrupulosam ente.

Nacem os en un medio confortable y hasta lujo so, según la alegría difundida por él, y su

sacrificio de bienes físicos le dará la reco mpensa debida y el fruto kárm ico de su acción.

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Esta en su derecho; pero el uso que haga de su posición, la dicha que encuentre en sus

riquezas, dependerá esencialm ente de su car ácter; aquí tam b ién alcanza la recom pensa

debida, porque cada sem illa fructifica según su especie.

Verdaderam ente los cam inos del Karm a son iguales.

No rehúsa el m alvado la justa reversión de una acción benéfica; pero le da tam b ién el

carácter que m ereció por su intención aviesa, de suerte que en m edio de sus riquezas es

pobre y queda descontento y taciturno.

El hom bre bueno no escapará al sufrim iento fí sico si extiende la m iseria física por

acciones erróneas debidas a un buen m otivo.

La m iseria que ocasione, le proporcionará m iseri a en su futuro am biente físico; pero la

intención pura ennoblecerá su carácter, haciendo m anar de él una fuente de dicha eterna,

de suerte que estará tranquilo y satisfecho en el seno de su turbación.

Muchos enigm as podrían resolverse por la aplicación de esos principios a los hechos

que observam os en torno a nosotros.

La diferencia entre el efecto del moti vo y el de la acción m aterial se debe a que cada

fuerza posee las condiciones del plano en que se ha engendrado.

Cuanto m á s elevado y poderoso sea éste, m á s poderosa será la fuerza.

El m otivo es, pues, m ucho m á s importante que la acción, y una m ala acción hecha con

buen propósito allega al agente m ucho m á s bien que una acción determ inada por m alas

intenciones.

Al reaccionar el m otivo sobre el carácter crea a la larga una serie de efectos, porque las

acciones futuras, determ inadas por dic ho carácter, quedarán influidas por el

mejoram iento o perversidad del m ismo carácter.

La acción, por el contrario, al allegar a su autor la dicha o la desgracia física según su

efecto sobre el prójim o, no entraña ninguna fu erza generadora, y se agota por su m ismo

esfuerzo.

Cuando un conflicto de deberes aparentes dificulta reconocer el sendero de la justicia, el

hom bre que reconoce el Karm a esfuérzase en escoger el m ejor cam ino, sacando el

mejor partido posible de su razón y su juicio.

Es absolutam ente escrupuloso en cuanto al m otivo, prescindiendo de toda consideración

egoísta, purifica su corazón, obra sin tem or, y si yerra, acepta voluntariam ente el

sufrim iento que resulta de ello, com o una lección que dará su fruto algún día.

Su elevada intención ennoblece su carácter en lo futuro.

Este principio general de que la fuer za pertenece al plano en que se engendra, tiene

un alcance inmenzo.

Si la f uerza em itida está determ inada por el anhelo de objetos m ateriales, obra en el

plano físico y atrae al actor a este plano.

Si aspira a objetos celestes, actúa en el pla no devachánico y lleva al actor a este plano; y

si la fuerza no tiene otro m óvil que el divino servicio, se engendra en el plano espiritual

y en nada puede sujetar al individuo puesto que nada ansía.

Las tres claves del Karm a.—El Karm a en sazón es el que está a punto de

cosecharse, siendo, por consiguiente, inevitables.

De todo el Karm a del pasad ta n sólo, una porción puede agotarse en el curso de una

misma existencia, pues ciertas clases de Karm a son de tal m odo incom patibles, que no

pueden cum plirse en un sólo cuerpo, sino que necesitan para su realización m uchos

cuerpos de tipo diferente.

Hay deudas contraídas con las dem á s almas, y todas esa alm as no se encontrarán

simultáneam ente encarnada.

Hay así Karm a que debe efectuarse en dete rm inado país o posición social, aunque el

mismo individuo tenga otro Karm a que necesite am biente enteram ente distinto.

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En consecuencia, el hom bre no podrá pagar, en una encarnación, sino parte de su Karm a

total.

Los grandes Señores del Karm a escogen esta parte, según direm os má s adelante, y el

alma va a donde ha de encarnar en fam ilia, país, situación y cuerpo apropiados para

agotar la acum ulación de causas escogidas, destinadas a producir sus correspondientes

efectos.

Estas causas determ inan el período de la encarnación, dando al cuerpo sus

características, poderes y lim itaciones, re lacionando con el individuo las alm as

encarnadas en la época en que contrajo oblig aciones con ellas, rodeándola de parientes,

amigos y enem igos.

Estas causa determ inan, adem ás, las condici ones sociales en que el individuo nace con

las ventajas e inconvenientes que de ello resultan; fijan los lím ites de las energías

mentales que podrá m anifestar, m odificando la organización cerebral y nerviosa que le

servirá de instrum ento; com b inan, en fin, todo lo que es, en su Karm a, puede

proporcionar penas y alegrías com patibles entre sí en el curso de la existencia presente.

Todo esto es el Karm a en sazón y puede form ularse en el horóscopo echo por un

astrólogo com petente.

En todo esto el hom bre no tiene facultad de elección, porque ya está hecha y fijada

desde el pasado.

No le queda m á s rem edio que satisfacer sus deudas hasta el últim o denario.

Los cuerpos físicos, astral y mental de que el alm a se revi ste para el nuevo período

de su existencia terrestre, son, com o he mos visto, resultado directo de su pasado y

constituyen una parte m uy im portante del Karm a en sazón.

Lim itan por todas lados el alm a del hom bre, y su pasado se presenta ante él para

juzgarle, señalando los lím ites que se ha im puesto a sí m ismo.

El sabio reconoce que no puede sustraerse a estas condiciones y las acepta gozosam ente,

tal com o son, esforzándose en am inorarlas de un m odo gradual.

Hay otra clase de Karm a en sazón que es de gran im portancia: el de las acciones

inevitables.

Toda acción es el térm ino final de una seri e de pensam ientos; tom ando de ejem plo la

quím ica, podem os referirnos al caso de las soluciones saturadas y considerar que

añadiendo pensam iento a pensam iento de la m isma especie, resulta al fin que un sólo

pensamiento nuevo, o un sim ple impulso o una vibración de fuera, basta para producir

la cristalización, es decir, el acto expresivo del pensam iento.

Si reiteram os con persistencia pensam ientos del m ismo género, de venganza por

ejem plo, alcanzarem os por fin el punto de saturación, y el m enor im pulso les hará

cristalizar en crim en.

O bien podem os almacenar persistentem ente pe nsamientos de auxilio al prójim o hasta

el punto de saturación, y cuando llegue la opor tunidad de estím ulo cristalizará en acto

de heroísm o.

Un hom bre puede traer al nacer un Karm a en sazón de este género, y la prim era

vibración que se ponga en contacto con este conjunto de pensam ientos dispuestos a

actuar, bastará para precipitarle inconscien tem ente y sin voluntad preconcebida en el

hecho.

No tiene tiem po de pensar, se halla en un estado en que la m enor vibración del m ental

provoca la acción, en una situación de equilibrio inestable en que el m enor choque

determ ina la caída.

En sem ejantes circunstancias se sorprende rá com únm ente el hom bre de haber podido

cometer un crim en tal o cual, o un acto de sublim e abnegación.

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“Lo he hecho sin pensar”, exclam a ignora ndo que la frecuencia de sus pensam ientos

hizo el acto inevitable.

Cuando un hom bre ha querido varias veces ejecutar una acción, su voluntad acaba por

fijarse irrevocablem ente en esta, y el m oment o de la realización es tan solo cuestión de

circunstancia.

Mientras piensa, es libre de elección, puede oponer a un pensam iento otro nuevo y

destruir de un m odo gradual la tendencia pr imitiva por la reiteración de pensam ientos

contrarios; pero si el inm ediato estrem ecimiento del alm a responde al estím ulo de

realizar el hecho, entonces se extingue la facultad de elección.

Esto entraña la solución del viejo problem a de la fatalidad y el libre albedrío.

Por el ejercicio de su libre albedrío se cr ea el hom bre gradualm ente fatalidades para sí

mismo, y entre estos dos extrem os se inter ponen todas las condiciones de libertad y de

fatalidad de donde resultan las internas luchas de que tenem os conciencia.

Continuam ente cream os hábitos por la repetición de las acciones deliberadam ente

efectuadas por la voluntad, y llegando a ser un hábito una lim itación, ejecutam os

autom á ticam ente las acciones.

Tal vez deduciendo que el hábito en cuestión es m alo, nos propongam os laboriosam ente

extirparlo m ediante pensam ientos de natura leza opuesta; y tras m uchas e inevitables

recaídas, la nueva corriente de pensam ientos tom a su curso y recobram os por entero

nuestra libertad, de la que nos aprovecham os para forjar enseguida nuevas ligaduras.

Así es com o los pensamientos-form as de otro tiem po persisten y vuelven a lim itar

nuestra capacidad m ental, m ostrándose en form a de prejuicios individuales y

nacionales.

Las m ayorías de las gentes no conocen que están lim itadas de este m odo, y perm anecen

serenam ente atadas a sus cadenas, ignorantes de su esclavitud; pero los que aprendan la

verdad acerca de su propia naturaleza, se libertan.

La constitución de nuestro cerebro y de nuestro sistem a nervioso es una de las m á s

señaladas fatalidades en la vida.

Los tenem os inevitablem ente así por efecto de nuestros pensam ientos pasados y se nos

presentan com o un obstáculo contra el cual nos sublevam os.

Dichos órganos pueden m ejorarse lenta y gradualm ente, am inorándose con ello las

limitaciones; pero es im posible destruirlas de repente.

Otra form a de Karm a en sazón se presenta cuando los m alos pensamiento del

pasado han form ado alrededor del hom bre una corteza de m alas acciones que le

aprisionan y contraen a una vida perversa.

Sem ejantes acciones son, com o hem os dicho, in evitables consecuencias de su pasado, y

algunas veces pueden quedar en suspenso dur ante m uchas vidas en que no han tenido

ocasión de m anifestarse, m ientras el alm a ha progresado y se ha desarrollado.

Llega una existencia en que la corteza de maldad pretérita encuentra ocasión de

manifestarse, y a causa de ello el alm a es impotente para que prevalezcan de pronto las

cualidades adquiridas después.

Como un polluelo pronto a nacer, esta oculta en el cascarón que la envuelve y que solo

es visible al ojo exterior.

Al cabo de tiem po se acaba este Karm a y cu alquier suceso aparente debido al azar, la

palabra de un gran Maestro, un libro, una conferencia, rom pe el cascarón de donde el

alma surge súbitam ente libre.

Tale son las conversiones prodigiosas, al mismo tiem po súbitas y perseverantes, los

milagros de la gracia divina de que oím os hablar en ocasiones, de cosas todas

completam ente com prensibles para quien conoce el Karm a y lo ajusta al dom inio de la

Ley

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El Karm a acumulado que se m anifiesta por el carácter, esta contrariam ente al Karm a

en sazón sujeto siem pre a m odificaciones.

Puede decirse que consiste en tendencias vi gorosas o débiles, según la fuerza m ental

que ha contribuido a su form ación.

Estas tendencias pueden ref orzarse o debilita rse por nuevas corrientes de f uerza m ental

dirigidas en el m ismo sentido o en el contrario.

Si encontram os en nosotros tendencias depl orables, podem os aplicarnos a la obra de

eliminarlas.

Comúnm ente, arrastrados por la ola im petuos a del deseo, som os impotentes para vencer

la tentación; pero cuando m á s tiem po resistam os, m á s seguros estarem os de la victoria.

Cada acontecim iento de esta naturaleza es un paso hacia el éxito, pues la resistencia que

oponemos destruye parte de la energía y dism inuye, en consecuencia la sum a disponible

para lo porvenir.

El Karm a en vías de form ación lo hem os estudiado ya.

El Karm a colectivo.—Considerem os la acción del Karm a sobre un grupo de

personas.

Las fuerzas kárm icas que obran sobre cada individuo en su calidad de m iembro del

grupo, introducen un factor nuevo en su Karm a individual.

Sabem os que cuando cierto núm ero de fu erzas obran sobre un sistem a o grupo de

puntos m ateriales relacionados entre sí, cada punto, adem ás de su m ovim iento peculiar,

participa del m ovim iento total del sistem a, que se efectúa en la dirección resultante de la

comb inación de todas las fuerzas.

Del m ismo modo, el Karm a de un grupo hum ano es la resultante de las fuerzas kárm icas

de los individuos que constituyen el grupo, y t odas siguen la dirección de la resultante.

Un Ego es atraído por su Karm a individua l hacia determ inada f amilia, a consecuencia

de los lazos contraídos en las vidas anteriores, que le sujetan estrecham ente a algunos

Egos que com ponen esa familia.

La f amilia, por ejem plo, es rica por here ncia, que se presenta a reclam ar un

descendiente del herm ano mayor del abuel o, herm ano a quien se suponía fallecido sin

hijos, la f ortuna se escurre de las m anos del padre de f amilia y le deja abrum ado de

deudas.

Es m uy posible que nuestro Ego no hay tenido jam á s la menor relación con ese

heredero, con quien el padre de f amilia ha contraído en el pasado ciertas obligaciones

que han provocado la catástrofe.

A pesar de eso, está am enazado de sufrirla porque se encuentra com prom etido en el

Karm a de f amilia.

Si hay en su pasado individual alguna falta susceptible de borrarse por el sufrim iento

que ocasiona el Karm a de fam ilia queda obligado a él; a m enos que lo solvente alguna

“circunstancia im prevista”, quizá por un extr año benévolo que se siente inclinado a

adoptarlo.

Ese hom bre desde luego ha sido su deudor en el pasado.

Este hecho resalta con má s claridad todavía las catástrofes colectivas, com o los

accidentes ferroviarios, naufragios, inundaciones, ciclones, terrem otos aéreos, etc.

Un tren choca con otro a causa, por ejem plo, de que los m aquinistas, conductores y

empleados de la línea, creyéndose m al rem unerados, enfocan contra la com pañía en

bloque sus pensam ientos o disgustos o de odio.

Aquellos que tengan en su Karm a acumulado (aunque no necesariam ente en su Karm a

en sazón) la deuda de una vida bruscam ente segada, m orirán en la catástrofe a fin de

pagar su deuda; pero quienes no tengan tal deuda en su pasado, llegarán

providencialm ente tarde para tom ar el tren o resultarán m ilagrosam ente ilesos.

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El Karm a colectivo puede englobar a un individuo en las desgracias resultantes de

una guerra encendida por un país.

Tamb ién en este caso, puede pagar cier tas deudas de su pasado que no estén

necesariam ente com prendidas en Karm a en sazón de su vida presente.

En ningún caso puede sufrir el hom bre lo que no ha m erecido; pero si surge una ocasión

imprevista para satisfacer una deuda del pasado, bueno es que la solvente.

“Los Señores del Karm a” son las grandes inteligencias espirituales que llevan las

cuentas del Karm a y efectúan las com plejas operaciones de la ley kárm ica.

H. P. Blavatsky m enciónalos en La Doctri na Secreta, distinguiendo de una parte los

Lipikas o registradores del Karm a y de otra los Mahârâjas (Los Mâhâdevas o

Chaturdevas (los cuatro grandes dioses) de los INDOS.) que son con sus cohortes los

“agentes del Karm a en la tierra”.

Los Lipikas ajustan las cuentas kárm icas de todos los seres hum anos; con una sabiduría

a la que nada escapa, escogen y com b inan una parte de esa cuenta para trazar el plan de

una existencia terrestre determ inada.

Sum inistran la idea del cuerpo físico que será la vestidura del alm a encarnada, de m odo

que sirva a la expresión de sus capacidades y lim itaciones.

Esta idea, recogida por los Mahârâjas, si rve de base a un m odelo al porm enor, que

después de elaborado transm iten a uno de sus agentes inferiores.

Esto últim o lo reproduce exactam ente en el doble etéreo, com o matriz del cuerpo denso;

y los m ateriales de uno y de otro se form an de la m adre, sujetos a la herencia física.

La raza, el país, los padres se escogen según su aptitud para sum inistrar al cuerpo

físico del Ego reencarnado los m ateriales apet ecidos y el am biente que le conviene en su

prim era edad.

La herencia física de las fam ilias produce ciertos tipos de fisonom ía y sirve para

proporcionar ciertas com b inaciones materiales especiales.

Las enf erm edades hereditarias y la sens ibilidad del aparato nervioso im plican

comb inaciones determ inadas de m ateria física, susceptibles de transm isión.

El Ego que ha desarrollado en sus cuerpos mental y astral ciertas peculiaridades,

necesita, para su expresión en el plano fí sico, peculiaridades especiales del cuerpo

físico, y tendrá de sus padres cuya herencia física responda a las condiciones requeridas.

Así un Ego dotado de facultades m usicales de orden elevado, encarnará en una fam ilia

de m ú sicos, donde los m ateriales que sirven para la construcción del doble etéreo y del

cuerpo denso habrán sido elaborados de antem ano y podrán prestarse a sus necesidades;

adem ás el tipo hereditario del sistem a nervioso le sum inistrará el aparato delicado

necesario para la expresión de sus facultades.

Un Ego de carácter perverso nacerá en una familia grosera y viciosa, donde los cuerpos

contengan las com b inaciones má s viles, capaces de responder a los im pulsos de su

naturaleza m ental y astral.

Y un Ego que se haya dejado arrastrar hasta el exceso por sus cuerpos astral y m ental

inferior, que se haya abandonado, por ejem plo, a la em briaguez, encarnará en una

familia donde el sistem a nervioso esté sum amente debilitado, y los padres ebrios le

suministrarán para su desarrollo físico m ateriales m alsanos.

Así es com o la dirección de los Señores del Karm a adecuan los m edios a los fines y

asegura el cum plimiento de la justicia.

El Ego trae consigo sus tesoros kárm icos, sus facultades y sus deseos, y recibe el cuerpo

físico má s conveniente a la expresión de sus características individuales.

Una vez indicado que el alma debe vol ver a la tierra hasta que haya satisfecho todas

sus deudas y agotado su Karm a individual; y que por otra parte, en cada existencia, sus

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pensamientos y sus deseos engendran nue vo Karm a, y se presenta el problem a

siguiente:

“¿ Cómo rom per definitivam ente estas ligaduras constantem ente renovadas?

“¿ Cómo puede conseguir el alm a su liberación? ”

Esto nos lleva a la “cesación del Karm a y al estudio de las condiciones necesarias para

la liberación.

Ante todo es preciso comprender con clar idad cuál es, en el Karm a, el elem ento que

nos sujeta.

Dirigiendo el alm a sus energías hacia lo exte rior, se sujeta hacia cualquier objeto, y por

este lazo se encuentra un día sujeta al luga r donde su deseo pueda realizarse por la unión

con el objeto cualquiera, tendrá que volver al lugar en donde pueda gozar de ese objeto.

El buen Karm a sujeta al alm a tanto com o el malo, porque todo deseo, ya tenga por

objeto las cosas de aquí abajo, ya las alegrías celestes, debe atraer al alm a hacia el lugar

de su satisfacción.

La acción está movida por el deseo; y un acto se efectúa no por él m ismo, sino por

algún objeto deseado, con el fin de conseguir los resultados, o en térm inos técnicos, a

fin de “gozar del fruto de la acción”.

Los hom bres trabajan, no porque quieran arar, construir o tejer, sino porque desean los

frutos del cultivo, de la construcción o del tejido, bajo form a de dinero o de bienes.

El abogado defiende, no porque quiera exponer los áridos detalles de un negocio, sino

porque está ávido de riquezas, de renom bre y de distinciones.

En todas partes, alrededor de nosotros, las gentes trabajan por algo, y el agujón de su

actividad está en el fruto que consiguen y no en el trabajo m ismo.

El deseo del fruto les im pele a la acción y el goce de este fruto viene naturalm ente a

recom pensar su esfuerzo.

El deseo es, por lo tanto, el elemento que nos liga al karm a, y cuando el alm a no

desea ningún objeto ni en la tierra ni en los ciel os, ha roto el lazo que la sujetaba a los

lazos que la sujetaba a la rueda de la reencarnación, ha cum plido sus revoluciones a

través de los tres m undos.

La acción por sí m isma no tiene ningún poder sobre el alm a, porque una vez efectuada

se desliza en el pasado; pero el deseo de l fruto, renovado sin cesar, suscita de nuevo la

actividad del alm a, forjando a cada m omento nuevas cadenas.

Haríam os muy m al, pues, en experim entar disgusto viendo a los hom bres

constantem ente im pelidos a la acción por el látigo del deseo, porque el deseo sirve para

despertar la inteligencia, sobreponerse a la pereza y a la inercia. (El estudiante recordará

que estos vicios indican la preponderancia de la cualidad Tâm asica, y que m ientras este

predom inio subsiste, el hom bre no puede salir del prim ero de los tres peldaños de su

evolución), y porque incita al hom bre a la actividad que le procura experiencia.

Ved al salvaje que sueña tendido perezosam ente sobre la hierba; estim ula su actividad

por el deseo de alim entarse, a fin de satisfacerlo ha de cultivar la tierra con paciencia,

habilidad y constancia.

Así es cóm o desenvuelve sus cualidades m entales.

Saciada el ham b re, cae en el estado bruto satisfecho.

Concíbese, pues, el papel preponderante que el agujón del deseo ha debido desem peñar

en la evolución de las cualidades m entales , y que servicios han prestado a la hum anidad

los deseos de fam a y gloria póstum as.

Hasta para aproxim arse a la divinidad, el hom bre necesita de las excitaciones del deseo;

y sus deseos se hacen m á s puros y m enos egoístas a m edida que se eleva.

Pese a ello, sujétanle siem pre a la rueda del nacim iento y para librarse debe destruirlos.

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Cuando el hom bre comienza a aspirar a la liberación, se le enseña la práctica de la

“renuncia a los frutos de la acción”, aprendi endo con ello a suprim ir gradualm ente el

deseo de posesión.

Prim ero se priva deliberada y voluntariam ente de un objeto, adquiriendo así el hábito de

prescindir de él sin violencia alguna.

Tras cierto tiem po no hecha de m enos el objeto y se da cuenta de que el deseo

desaparece de su espíritu.

Al llegar a este grado no ha de descuidar sus deberes, sino al contrario, cum plirlos todos

con cuidadosa atención, perm aneciendo com pletam ente indiferente al fruto que pudiera

allegarle.

Una vez conseguida la perfección en esto, cuando no tenga ni deseo ni repugnancia por

ningún objeto, no engendrará m á s Karm a

Al cesar de pedir cualquier cosa de la tierra o del cielo, ya no le llam arán ni una ni otro

No desea nada de lo que le puedan dar, y rom pe así todo lazo com ún entre ellos y él.

Tal es la cesación del Karm a individual, al menos en lo que respecta a la producción de

nuevo Karm a.

Pero el alm a no únicam ente ha de ces ar de forjarse nuevas cadenas, sino que debe

desem b arazarse de las viejas, ya perm itiendo que se desgasten gradualm ente, ya

quebrantándolas de un m odo sistem ático.

Para rom per las cadenas es necesario un conocim iento capaz de m irar hacia el pasado, a

fin de ver las causas puestas en juego que producen sus efectos en el presente.

Supongam os que una persona, m irando a través de sus vidas anteriores, encuentra

algunas causas destinadas a producir todaví a un suceso en lo futuro; y supongam os,

tam b ién, que sem ejantes causas sean pensam ient os de odio hacia quién le ha hecho m al,

y que, dentro de un año, deben ocasionar, en la tierra, un torm ento al autor del daño.

La persona en cuestión podrá introducir una nue va causa para com b inarla con las causas

del pasado cuya acción quiere m odificar; y podrá, por ejem plo, equilibrarlas por

esfuerzos de pensam ientos de am or y bene volencia que las neutralicen, im pidiendo así

el suceso, sin ello inevitable, que habr ía engendrado a su vez nuevos disgustos

kárm icos.

Así el hom bre que sabe, puede neutrali zar las fuerzas procedentes del pasado,

oponiendo fuerzas iguales y contrarias, y puede en este cam ino “quem ar su Karm a por

el conocimiento”.

Y de esta m anera análoga poner fin al Karm a engendrado en esta vida y destinado a

producir sus efectos en existencias futuras.

El hom bre que trata de libertarse puede todavía estar sujeto por obligaciones

contraídas con las dem á s almas en el pasado, por los perjuicios que les haya ocasionado

y por los deberes que le liguen a ellas.

Utilizando su conocim iento puede encontrar a esas alm as, ya estén en este m undo o en

los otros dos, y buscar la ocasión de serles útil.

Un alm a con la que tenga alguna deuda kárm ica, puede estar encarnada al m ismo

tiem po que él; puede pues, unirse a ella y pagar su deuda, desatando así un lazo que,

abandonado al curso de los sucesos, hubiera podido necesitar de nueva reencarnación o

embarazarle en una nueva futura.

Esto perm ite explicar la extraña y enig má tica línea de conducta que a veces adopta un

ocultista.

Si, por ejem plo, el hom bre sabio se une es trecham ente a una persona considerada por

los espectadores ignorantes com o absolutam ente indigna de su com pañía, es que aquél

está ocupado por com pleto de pagar una deuda kárm ica que sin extinguirla hubiera

impedido o retardado su progreso.

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Los que no tienen conocimientos ad ecuados para revisar sus vidas anteriores

pueden, sin em bargo, agotar num erosa causas que han puesto en juego en su existencia

presente.

Pueden exam inar con cuidado cuanto les ocurre y anotar todas las circunstancias en que

hayan ocasionado o recibido perjuicios; neutra lizarán las causa de la prim era categoría

prodigando pensam ientos de am or y de auxili o, realizando tam b ién en el plano físico

actos de socorro hacia la persona perjudi cada siem pre que sea posible; y las de las

segunda categoría podrán neutralizarse por pensam ientos de perdón y benevolencia.

Así es com o todos pueden aligerar su deuda kárm ica y acelerar el día de la liberación.

Las gentes pías que devuelven bien por m al, según el precepto de todos los grandes

Fundadores religiosos, agotan de un m odo inconsciente el Karm a engendrado en el

presente y destinado, si no, a producir sus efectos en el porvenir.

Nadie puede tejer con ellos un lienzo de odio, si rehúsan, sum inistrar al tejido, hilos de

odio y si persisten en neutralizar cada pe nsamiento de odio con un pensam iento de

amor.

Si un alm a irradia en todos sentidos la com pasión y el am or, los pensam ientos de odio

no hallarán sitio en donde atacarla.

“El Príncipe de este m undo llega y nada encuentra en m í.”

Todos los Grandes Instructores conocieron la ley y basaron sus enseñanzas en ella; y

aquellos que por veneración y por devoción hacia ellos obedecen sus preceptos, se

benefician de la aplicación de la Ley aunque no conozcan com o opera.

El ignorante que siga las instrucciones de un sabio obtendrá resultados sirviéndose de

las leyes de la naturaleza, aunque no las conozca.

El m ismo principio rige en los m undos súper-físicos.

Muchos hom bres que no tienen tiem po de estudiar, y que no pueden sino aceptar por

autoridad de los expertos las reglas que deben guiar su conducta diaria, satisfacen

inconscientem ente sus deudas kárm icas.

En los países donde el rústico y el labrador adm iten la reencarnación y el Karm a,

estas creencias extienden una aceptación tr anquila de los m ales inevitables, y

contribuyen a asegurar en la vida cotidiana la tranquilidad y el contento.

El hom bre agobiado por el infort unio no se rebela contra Dios ni contra sus sem ejantes,

pues considera sus desdichas com o resultado de pasados yerros.

Los aceptan con resignación sacando de ella s el mejor partido posible, evitando las

inquietudes y cuidados que el ignorante agrava su situación, ya penosa de por sí.

Comprende que sus existencias futuras depende n de sus propios esfuerzos, y que la ley

que le proporciona sufrim iento le dará igualm ente la dicha si siem bra la sem illa del

bien.

De aquí una gran paciencia y una c oncepción filosófica de la existencia que tienden

directam ente a asegurar la estabilidad social y el general contento.

El pobre y el ignorante no estudian m eta física sutil y profunda, pero com prenden a

fondo sus sencillísim os principios: que cada hom bre renace sobre la tierra repetidas

veces, y que cada vida siguiente se m odela sobre las que le han precedido.

Para ellos el renacim iento es tan cierto e inevitable com o el amanecer y el ocaso del Sol;

form a parte del orden natural de las cosas contra el que es inútil sublevarse.

Cuando la Teosofía coloque estas viejas verd ades en el lugar en que el pensam iento

occidental les pertenece, harán poco a poco su camino en el cristianism o, se infiltrarán

gradualm ente en todas las clases sociales y extenderán por todas partes la com prensión

de la vida y la aceptación de los resultados del pasado.

Entonces desaparecerá la inquietud que procede de la im paciencia y desesperación

del hom bre que ve la vida com o incomprensible e injusta, sin poder sacar de ella

121.

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provecho alguno; este disgusto dejará lugar a la calma y a la paciencia, fruto de una

inteligencia esclarecida por el conocim ient o de la Ley, fuerza que caracteriza a la

actividad razonable y equilibrada de los que sienten que están f orm ados para la

eternidad.

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LA LEY DEL SACRIFICIO

SABIDURÍA ANTIGUA

El estudio de la ley del Sacrificio sigue, natu ralm ente, al estudio de la ley kárm ica; y

como observaba un Maestro, es igualm ente necesario para el m undo conocer una y otra.

Por un acto de sacrificio espontáneo se m anifestó el Logos para em anar el Universo; por

el sacrificio alcanza el hom bre la perfección. (1)

(1) El indo recordará las prim eras palabr as del Brihadâranyakopanishad, proclam ando

que el Alm a universal nace del sacrificio; el discípulo de Zoroastro, recordará que

Ahura—Mazda produce tam b ién de un acto de s acrificio; el cristiano, en fin, recordará

el Cordero (sím bolo del Logos) inm olado desde el origen del m undo.)

Síguese de aquí, que toda religión procedente de la Sabiduría Antigua tiene com o

enseñanza fundam ental el sacrificio, y que en la ley del sacrificio radican algunas de las

má s profundas verdades del ocultism o.

Tratando de comprender, aunque imperfectam ente, cual es la naturaleza del

sacrificio del Logos, podeos evitar el general e rror de considerar el sacrificio com o algo

esencialmente penoso, ya que por esencia es una efusión espontánea y gozosa de la vida

a fin de que otros puedan participar de ella.

No sobreviene el dolor, a m enos que en el ser que sacrifica haya desacuerdo entre la

naturaleza superior, cuyo gozo consiste en dar, y la inferior cuya satisfacción es recibir

y guardar.

Sólo este desacuerdo introduce el elem ento dolor; y en la perfección suprem a, en el

Logos, no puede haber desacuerdo.

El Único es el acorde perfecto del Ser, síntes is de infinitos acordes m elodiosos, donde la

vida, la sabiduría y la belleza se funden en la tónica una de la existencia.

Al objeto de m anifestarse, se im pone el Logos un lím ite a su vida infinita.

Esto es lo que se llam a un sacrificio.

Sim bólicam ente en el océano de la luz infi nita cuyo centro está en todas partes y su

circunferencia en ninguna, surge una esfera inmensa, llena de luz viva, un Logos; y la

superficie de esta esfera es la voluntad que ha de lim itarse a sí m isma a fin de producir

su manifestación; es el velo en que se e nvuelve a fin que en el interior pueda tener

form a el universo.

(Esto es, el poder de auto—lim itación por el cu al se crean todas las form as. Su vida

aparece com o Espíritu, su Mâyâ com o Mate ria, siendo am bos inseparables m ientras

dura la m anifestación.)

Este universo, por el que se efectúa el sacrific io, no existe aún; su futuro SER yace en la

“MENTE” del Logos.

A él debe su concepción y deberá su vida m ú ltiple.

LA DIVERSIDAD NO PUEDE SURGIR EN EL “INDIVISIBLE BRAHMANA” SINO

POR EL SACRIFICIO VOLUNTARIO DEL SE R DIVINO AL IMPONERSE FORMA A

FIN DE EMANAR MIRÍADAS DE ELLA S DOTADAS CADA UNA DE UNA CHISPA

DE SU VIDA Y SUSCEPTIBLE POR ELLO DE EVOLUCIONAR HASTA SU IMAGEN

PERFECTA”.

Se ha dicho:

“El sacrificio prim ordial de que procede el nacim iento de los seres se llam a (Karm a)”.

Y este paso a la actividad fuera del reposo perfecto, de la existencia en sí, se ha

reconocido siem pre com o sacrificio del Logos.

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Este sacrificio se perpetúa a través de la duración del Universo, porque la vida del

Logos es el único sostén de cada vida separada.

El m ismo circunscribe su vida en cada una de las form as infinitas que engendra,

soportando todas las restricciones y lim itaciones que im plica cada una.

De cualquiera de ellas puede resurgir, no im porta en que m omento, el señor infinito,

llenando con su gloria el Universo; pero sólo por una sublim e paciencia, por una

expansión lenta y gradual, puede desarrollars e cada form a hasta ser, com o Él, un centro

independiente de ilim itado poder.

Por esto se encierra en form as, y soporta toda im perfección hasta que su criatura alcanza

la perfección y es sem ejante a Él, y una c on Él, conservando intacto el hilo de su

memoria individual.

Esta efusión de la vida del Logos en las form as, constituye parte del sacrificio original y

entraña la dicha del Padre Eterno al envi ar sus hijos al m undo en form a de vidas

separadas, a fin de que cada una pueda e nvolver una identidad im perecedera y acordar

su nota en arm onía con las dem á s para entona r el him no eterno de felicidad, inteligencia

y vida.

Esto indica la naturaleza esencial del sacrif icio, cualesquiera que sean los elem entos que

se entrem ezclen en esta noción fundam ental.

El sacrificio es la efusión espontánea de la vida divina, a fin de hacer de ella partícipes a

los dem á s seres, de traer otros a la exis tencia y de m antenerlos hasta que puedan

subsistir por sí m ismos, y esto es expresión de la alegría divina.

Porque siem pre es gozoso el ejercicio de la actividad com o expresión de la potencia del

operante.

El pájaro goza entonando sus gorjeos, y vibra entusiasm ado por su canto.

El pintor se regocija en las creaciones de su obra, en el plasm o de su idea.

La actividad esencial de la vida divina no puede ejercerse sino en don, puesto nada hay

que pueda recibir. Si necesita ser activa (y t oda vida m anifestada es m ovim iento activo)

debe necesariam ente efundirse. De aquí que el signo del espíritu sea el don, porque el

espíritu es la vida divina activa en todas las form as.

Pero la actividad esencial de la m ateria c onsiste, por otra parte, en recibir; y al recibir

las influencias vitales e organiza en f orm as mantenidas por la continuidad de dichas

influencias que al cesar las disgregan. Toda la actividad de la m ateria tiene este carácter

receptivo, y sólo por recibir subsiste com o form a; por esto siem pre tom a, sujeta y

retiene. La persistencia de la form a depe nde de su poder de abarque y contención. Así

atraerá hacia ella todo cuanto pueda, cediendo de mal grado lo que haya de dejar. Tener

y retener es su única alegría, y el dar es m uerte para ella.

Fácilm ente podem os ahora ver cóm o surge la idea de que el sacrificio fue sufrim iento.

Mientras la vida divina se deleita en el ejercicio de su actividad con la donación, aun

cuado incorporada en una form a no cuida de si esta form a perece por el don y

preocúpase únicam ente de que es una expres ión pasajera y un m edio de su individual

crecim iento. Por el contrario, la form a que si empre escapársele las fuerzas vitales clam a

angustiada y ejerce su actividad en retener la vida, resistiendo a la corriente de difusión.

El sacrificio dism inuye las energías v itales que la form a reclam a como suyas,

agotándolas totalm ente, deja que la form a perezca. En el m undo inferior, éste es el

único aspecto cognoscible del sacrificio; y la form a, al verse próxim a al suplicio, grita

tem erosa de su agonía. ¿ Q ué hay de sorp rendente, pues, en que los hom bres, cegados

por la form a, hayan identificado el sacrificio con la agonizante form a en vez de con la

vida libre que se entrega exclam ando aleg rem ente: “Hem e aquí, ¡OH Dios!, a tu

voluntad som etido y por ello gozoso”? ¿ Q ué hay, adem ás de sorprendente en que los

hom bres, conscientes de sus naturalezas s uperior e inferior e identificándose sin

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embargo con ésta m á s que con aquélla, haya n sentido las angustias de la naturaleza

inferior, de la form a, con angustias propias, sintiendo que ellos aceptan el sufrim iento al

resignarse a una voluntad m á s alta, y consideren el sacrificio com o la aceptación devota

y resignada del dolor? Mientras el hom bre, en vez de identificarse con su vida, se

confunda con la form a, no podrá elim inar del sacrificio el elem ento dolor. Pero el dolor

no puede subsistir en un ser perfectam ente ar monizado, porque la form a es entonces el

vehículo perfecto de la vida que con igua l complacencia recibe o abandona. El dolor

cesa al cesar la lucha, porque el sufrim iento procede de traqueteos, frotaciones y

movim ientos antagónicos, y cuando la natura leza opera en perfecta arm onía no existen

las condiciones de que el dolor dim ana.

Siendo así la ley del sacrificio la evolución de la vida en el universo, vem os que cada

peldaño de la escala se franquea por el sacrif icio. Así la vida se efunde para renacer en

una form a má s elevada, m ientras m uere la fo rm a que la contiene. Aquellos cuya m irada

se detiene en las form as perecederas no ven en la naturaleza sino un gran osario; pero

quienes ven que el alm a inmortal escapa pa ra anim ar form as nuevas y m á s elevadas,

escuchan en todo instante el gozoso him no de la renaciente vida. En el reino m ineral, la

Mónada evoluciona por la ruptura de sus fo rm as para la producción y m antenim iento de

las plantas. Los m inerales se disgregan a fi n de que sus m ateriales puedan reconstruir

las form as vegetales. La planta sacas del suelo sus elem entos nutritivos, disociándolos y

asimilándolos a sus propias substancias. Así las form as minerales perecen a fin de que

los vegetales crezcan; y esta ley de sacrificio es culpida en el reino m ineral, es la ley de

la evolución de toda vida y toda form a. La vida pasa y la Mónada evoluciona para

producir el reino vegetal, siendo el pereci miento de las form as inferiores condición

indispensable para la aparición y m antenim iento de las superiores.

El proceso se repite en el reino vegeta l, cuyas form as quedan a su vez sacrificadas

para que puedan producirse y crecer las form as animales. En todas partes, hierbas,

semillas y árboles perecen para que el m antenim iento de los cuerpos anim ales; sus

tejidos se disgregan a fin de que el anim al pueda asim ilarse los m ateriales que los

componen para edificar su cuerpo. De nuevo la ley del sacrificio rige en el m undo y esta

vez en el reino vegetal. La vida subsiste y las form as perecen. La Mónada evoluciona

para producir el reino anim al, y los vegetales se sacrifican a fin de que las form as

animales puedan engendrarse y m antenerse.

Hacia aquí la idea del sufrim iento apenas se asocia a la del sacrificio, pues com o visto

en el curso de nuestro estudio, los cu erpos astrales de las plantas no están

suficientem ente organizados para las sens aciones agudas de placer o de dolor. Pero

cuando consideram os la ley del sacrificio en el reino anim al, no podem os por m enos de

reconocer que el dolor se asocia a la ruptura de las form as. Puede decirse que la sum a de

dolor ocasionado cuando, en “el estado de naturaleza”, un anim al hace a otro presa

suya, es com parativam ente insignificante en cada caso particular, habiendo, sin

embargo, dolor; y en verdad se puede decir tam b ién, que en el papel que desem peña

ayudando a la evolución de los anim ales, acr ecienta el hom bre considerablem ente ese

dolor vigorizando los instintos depredatorios de los anim ales carnívoros en vez de

debilitarlos. Sin em bargo, no es {el quien ha infundido estos instintos en el anim al,

aunque los haya puesto a su propio servicio para sus propósitos; y en innum erables

variedades de anim ales carniceros en cuya evolución no ha ejercido el hom bre

influencia directa, las form as se sacrifican para el m antenim iento de otras com o en el

reino m ineral y vegetal. La lucha por la existencia siguió su curso desde m ucho antes

que el hom bre apareciese sobre la escena y acelerase la evolución de la vida y de las

form as, m ientras el dolor inherente a la de strucción de las form as comenzaba su larga

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tarea; hacer sentir a la Mónada evolutiva el carácter transitorio de todas las form as que

perecen y la vida que subsiste.

La naturaleza inferior del hom bre ha e volucionado según la m isma ley de sacrificio

que rige en los bajos reinos. Pero con la ef usión de la vida divina que da la Mónada

hum ana, sobreviene un cam bio en la m anera de operar la ley del sacrificio com o ley de

vida. En el hom bre, es preciso desenvolve r la volunta, la energía autom otora, la

iniciativa. El im pulso que fuerza en los rei nos inferiores el curso de la elevación, no

puede em plearse aquí sin paralizar el creci miento de ese poder nuevo y esencial. No se

pide al m ineral, ni a la planta ni al anim al la aceptación de la ley del sacrificio com o ley

de vida escogida voluntariam ente. Se le impone desde el exterior e im pele a su

desarrollo por necesidad ineludible. Pero el hom bre debe tener la libertad de escoger,

indispensable para su desarrollo de una inteligencia dotada de conciencia y

discernim iento. Entonces surge el siguiente problem a: “¿ Cómo esta criatura libre en

escoger, ha de aprender, sin em bargo, a escoge r la ley de sacrificio, cuando se halla aún

en estado de organism o sensible, tem iendo al dolor, que es inevitable en la ruptura de

las form as?

La experiencia de m uchas eternidades, analizada por una criatura de inteligencia

continuam ente creciente, habría podido, sin duda, llevar al hom bre a descubrir que el

sacrificio es la ley fundam ental de la vida. Pero en esto, com o en tantas otras cosas, no

quedó sin ayuda y abandonado a sus propios esfu erzos. Los divinos Instructores estaban

allí, al lado del hom bre, en su inf ancia. Proclam aron con autoridad la ley del sacrif icio,

y en form a rudim entaria fue incorporada a las religiones en que se sirvieron educar a la

naciente inteligencia de los hom bres. Inútil era exigir de aquellas alm as infantiles un

abandono espontáneo de los objetos que les parecían m á s apetecibles; objetos cuya

posesión garantizaba su existencia fo rm al. Había que conducirlos por un cam ino

destinado a elevarlos seguram ente, pero por grados, hasta las alturas sublim es del

sacrif icio voluntario. A tal f in se les enseñó que no eran unidades aisladas, sino que

como parte de un conjunto m ayor, su vida esta ba ligada a otras vidas así inferiores com o

superiores; pero su vida física estaba m anten ida por las vidas inferiores, por la tierra y

por las plantas, cuyo consum o constituía para la naturaleza un crédito que tenían que

saldar. Viviendo del sacrifico de los dem á s seres, necesitaban sacrificar en cam bio algo

que pudiera m antener otras vidas. Nutridos, debían nutrir. Y puesto que cosechaban los

frutos producidos por la actividad de las entid ades astrales presidentes en la naturaleza

física, tenían que com pensar con ofrendas adecuadas, las fuerzas gastadas en su

provecho. De aquí todos los sacrificios ofr ecidos e esas fuerzas, com o les llama la

ciencia, o según la constante enseñanza de las religiones, a esas inteligencias directoras

de la naturaleza física. El fuego disgrega rápidam ente la m ateria física y densa y

restituye al éter las partículas etéras de la ofrenda consum ida. Las partículas astrales

quedan, pues, f ácilm ente libertadas para que se las asim ilen las entidades astrales

encargadas de sostener la f ertilidad de la tierra y asegf urar el crecim iento de las plantas.

Así se m antiene el m ovim iento cíclico de la producción y el hom bre aprende que está

constantem ente incurso en deuda con la naturaleza y que debe constantem ente

satisfacerla. El sentim iento de la obligación queda así im plantado y nutrido por el

espíritu y el pensam iento hum ano recibe la estigm a del deber hacia todo, hacia la

naturaleza nutridota. Este sentim iento de obligación alíase estrecham ente con la idea de

que el cum plimiento del sacrificio es necesar io al bienestar del hom bre; y el deseo de

prosperidad continua le lleva pagar su de uda. No es todavía sino un alm a infantil, que

aprende las prim eras lecciones, y esta lección de interdependencia de las vidas, de la

vida de cada ser dependiente del sacrificio de los dem á s, tiene capital im portancia para

su desarrollo. No puede todavía experim entar la divina dicha de dar; es preciso que

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antes venza la repugnancia de la form a a dejar todo lo que la alim enta. El sacrificio se

identifica, pues, en el hom bre prim itivo, con el abandono de una cosa estim ada;

abandono provocado por el sentim iento de la ob ligación, por una parte, y por otra, por el

deseo de continua prosperidad.

La lección siguiente traslada la recom pensa del sacrificio a una región m á s allá del

mundo físico. Prim eram ente el sacrificio de los bienes m ateriales debe asegurar el

bienestar m aterial; luego el sacrif icio de esos mismos bienes m ateriales ha de

proporcionar dicha en el cielo m á s allá de la m uerte. La recom pensa ofrecida al

sacrifico es naturaleza m á s elevada, y el hom bre aprende que un bien relativam ente

perm anente puede adquirirse por el sacrific io de un bien relativam ente transitorio:

lección importante que conduce al discernim ient o. La sujeción de la form a a los objetos

físicos se trueca en apego a las dichas celeste s. En todas las religiones exotéricas vem os

empleados por los sabios este procedim iento de educación. Dem asiados sabios para

esperar de las alm as jóvenes el heroísm o sin recom pensa, se contentan con sublim e

paciencia a animar dulcem ente en la espinosa vía de la naturaleza inferior a los niños

indisciplinados confiados a su custodia.

Gradualm ente los hom bres se ven inducidos a subyugar su cuerpo, a dom inar su inercia

por el cum plimiento m etódico de cotidianos ritos religiosos, de carácter frecuentem ente

áspero; y sus actividades se reglam entan y canalizan en direcciones útiles. Se ven

impelidos a vencer la form a y a m antenerla sum isa a la vida, y el cuerpo adquiere el

hábito de prestarse a obras caritativas y benévolas, obedeciendo a las exigencias de la

voluntad aun cuando esta no se halle es tim ulada todavía sino por el deseo de

recom pensa en el cielo. Podem os ver entr e los indios, persas y chinos, com o los

hom bres aprenden a reconocer sus m ú ltiples obligaciones, a ofrecer por el cuerpo su

sacrificio de obediencia y de veneración hacia los antepasados, los padres y los

ancianos; a ser caritativos con delicadeza y buenos con todo el m undo. Poco a poco los

hom bres se ven obligados a desenvolver en el má s alto grado el heroísm o y la

abnegación, com o atestiguan los m á rtires que entregan con gozo sus cuerpos a las

torturas del potro antes que apostatar de su s creencias y traicionar su fe. Esperan, en

verdad, una “corona de gloria” en el cielo en recom pensa del sacrificio de su form a

física; pero ¿ no es ya bastante haber venci do el apego a la form a física y haber hecho el

mundo invisible de tan m odo real que se le puede tom ar por el visible?

La siguiente etapa se franquea cuando el sentim iento del deber está claram ente

establecido; cuando el sacrifico de lo inferior a los superior se considera com o bueno en

sí, independientem ente de todo estím ulo de recom pensa en otro m undo; cuando se

reconoce la obligación de la parte hacia el t odo; y en fin, cuando el hom bre siente que la

form a que existe para el servicio de los dem á s, debe en com pleta justicia a servir a su

vez sin derecho alguno de recom pensa. El hom bre com ienza entonces a com prender la

ley de sacrificio com o ley de la vida y a asociarse voluntariam ente con ella. Com ienza

igualm ente a distinguirse él m ismo con su pensamiento de la form a que habita, para

identificarse con loa vida evolucionante. Esto le lleva por grados a experim entar cierta

indiferencia por todas las actividades de la form a, m enos por las consistentes en deberes

que cum plir, y acaba por considerarlas a toda s como simples instrum entos para la

utilización de energías vitales debidas al mundo y no com o acciones cuyo m óvil sea el

logro de un resultado. El hom bre se eleva así hasta el punto antes ya señalado en este

estudio, punto en donde cesa de engendrar el Karm a que le sujeta a los tres m undos, y

en donde se unce a la rueda de la existencia porque es preciso que gire, pero no a causa

de los objetos deseables que su revolución le pueda procurar.

Más el pleno reconocim iento de la ley del sacrificio eleva al hom bre m á s allá del

plano mental donde el deber se considera como deber, com o “lo que debe hacerse

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porque es debido”; y le transporta al pla no má s elevado de Buddhi, donde se siente la

unidad de todos los “yos” y todas las energí a se despliegan en provecho de todos y no

de un yo separado. Únicam ente en este plano se siente la ley de sacrifico com o delicioso

privilegio, en vez de reconocerse sólo por la inteligencia com o verdadera y justa. En el

plano búdico el hom bre ve claram ente que la vida es una, que el Logos deriva

perpetuam ente en libre efusión de am or, y que la existencia aislada no puede ser sino

mezquina y pobre, sin hablar de la ingratit ud que apareja. Allí, el corazón se lanza

completam ente hacia el Logos en potente im pulso de am or y de adoración, y se entrega

en gozosa renuncia a fin de ser una de las vías por donde su vida descienda e irradie

sobre el m undo para ser portador de su Luz, un mensajero de su com pasión, un operario

de su reino, com o única vida digna de vivirs e para acelerar la evolución hum ana, servir

a la Buena Ley, y aliviar un poco la carga del Seño m ismo.

Únicam ente en este plano puede obrar el hom bre com o uno de los Salvadores del

mundo, porque allí es uno con los “yos” de todos . Identificado con la hum anidad una, su

fuerza, su am or y su vida pueden dirigirs e hacia cualquiera de los “yos” separados o

hacia todos. Se ha convertido en fuerza espiritual y acrecienta la energía espiritual

disponible en el sistem a del m undo al añad ir su propia vida. Las fuerzas que antes

empleara en los m undos físico, astral y m ental en busca de satisfacciones para su yo

separado, se reúnen para un acto de sacrificio, y transform as así en energía espiritual, se

difunden por todo el m undo com o oleada de vi da espiritual. Esta transform ación se

efectúa según el m otivo que determ ina el plano en el cual se descarga la energía. Si el

hom bre tiene por m otivo el logro de objetos físi cos, la energía descargada opera sólo en

el plano físico; si desea objetos astrales, des carga la energía en el plano astral; y si busca

goces m entales, su energía funciona en el pl ano mental. Pero si se sacrifica para ser un

canal de vida del Logos, descarga la energía en el plano espiritual, y esta energía opera

en todos los lugares con potencia y sutilid ad de fuerza espiritual. Para un hom bre

semejante, la acción y la inacción vienen a ser lo m ismo. Ocupa con gozo el lugar que

se le ofrece, porque el Logos es idéntico en todo lugar y en toda acción. Puede dirigirse

hacia toda form a y en toda acción. Puede di rigirse hacia toda form a y obrar en todo

sentido porque no conoce ni escoge ni diferencia . Por el sacrificio se ha hecho su vida

una con la del Logos y ve a Di os en todo y todo en Dios. ¿ Q ué le im portan los lugares o

la form a, si el m ismo es la vida conscien te? “Nada tiene, y posee todas las cosas”; nada

pide y el universo entra en él. Su vida es dichosa, porque es uno con su Señor

bienaventurado; al utilizar la form a para el servicio sin sujetarse a ella, “pone fin al

dolor”

Los que com ienzan a com prender las m aravillosas posibilidades of recidas al que se

asocia voluntariam ente a la ley del sacrific io, experim entarán sin duda el deseo de

comenzar esta asociación voluntaria antes de poder elevarse a las alturas cuya vaga

descripción acabam os de hacer. Com o toda ve rdad espiritual profunda, el sacrifico es

eminentem ente práctico en su aplicación a la vida cotidiana, y quien com prende su

belleza puede efectuarlo sin vacilar. Una v ez tom ada la resolución de com enzar la

práctica del sacrificio, el hom bre debe señala r con un acto de sacrificio el com ienzo de

cada jornada. Antes de que com ience la labor del día, él m ismo será la ofrenda hecha a

Aquél a quien consagro su vida. Así que de spierte, su prim er pensam iento será la

consagración de toda su fuerza a su Señor . Luego ofrecerá en servicio todos los

pensamientos, palabras y acciones de la vi da diaria, efectuándolo no por el fruto que

reporte, ni com o un deber, sino por ser en a quel instante la m ejor m anera de servir a

Dios. Todo lo que ocurra lo aceptará com o expresión de su voluntad. Gozo, pena,

inquietud, éxito, derrota, toda cosa debe bien recibirla com o indicadora del cam ino de

su servicio. Recibe con gozo las cosas que le llegan y las ofrece en sacrificio; las que se

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van, las pierde con gozo; puesto que se va n, es que el Señor las necesita. Todas las

potencias de que el ser dispone se consag ran con gozo al servicio; cuando le faltan,

acepta la privación con ecuanim idad dichosa; puesto que han dejado de ser disponibles;

no tendrá ya que em plearlas. Igualm ente el sufrim iento inevitable, fruto de un pasado no

redim ido aún, puede transform arse por la aceptación en sacrificio voluntario. El hom bre

que voluntariam ente acepta este sufrim iento puede ofrecerlo en don, y transform arlo así

en fuerza espiritual. Cada vida hum ana depara ocasiones innumeras de realizar la ley del

sacrificio y cada vida se convierte en una potencia a m edida que las ocasiones surgen y

se utilizan. Sin ninguna expansión de su c onciencia en estado de vigilia, el hom bre

puede llegar a ser un trabajador en los pla nos espirituales, porque descarga en ellos

energía que desde allí se esparcen prof usamente en los m undos inferiores. Su

renunciam iento aquí abajo, en su conciencia inferior, aprisionada en el cuerpo, despierta

responsivos estrem ecimientos de vida en el aspecto búdico de la Mónada, que es su

verdadero Yo y acelera la época en que esta Mónada será el Ego espiritual que, por su

propia iniciativa, gobierne y rija todos los vehículos, em pleándolos a voluntad según la

obra que quiera cum plir. Ningún otro m é todo asegura un progreso tan rápido ni tan

pronta m anifestación de todas las potencias latentes en la Mónada, com o la

comprensión y práctica de la ley del sacrific io. Por esto ha sido llam ada por un Maestro

“La Ley de la Evolución del Hom b re”. Tien e, en verdad, aspectos m á s profundos y m á s

místicos que todos los que se han estudiado aquí; pero estos se revelarán, sin palabras,

al corazón tranquilo y am ante cuya vida es por com pleto una ofrenda y sacrificio.

Pertenece al orden de cosas que nos sino oí das en la calm a interior; una de estas

enseñanzas que sólo la “Voz del Silenc io” puede exponer. Entre estas enseñanzas

tam b ién se encuentran las profundísim as ve rdades que tienen raíz en la Ley del

Sacrif icio.

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LA ASCENCION DEL HOMBRE

SABIDURÍA ANTIGUA

Tan imponente es la cuesta escalada por algunos y que otros tratan de escalar, que al

contem plarla por un esfuerzo de im aginación, se rinde extenuado el pensam iento ante la

sola idea de tan interm inable viaje. Desde el alm a embrionaria del ínfim o salvaje hasta

el alma espiritualm ente perfecta, libre y tr iunfante del hom bre divino, prosigue el largo

proceso, y apenas puede concebirse que una c ontenga en germ en todo lo que m anifiesta

otra, y que la diferencia entre am bas sólo sea de evolución, porque una está todavía en

el comienzo de la “ascensión del hom bre” que la otra concluye. Pero al pensar que por

debajo del salvaje se extienden largas series de razas infrahum anas, anim ales, vegetales,

minerales y esencias elem entales, y que por encim a del hom bre perfecto se elevan en

gradaciones inf initas las jerarquías s uperhum anas de Choans, Manús, Budas,

Constructores y Lipikas, las poderosas c ohortes que ningún m ortal puede contar ni

enumerar, entonces la evolución hum ana con sus grados tan diversos, se reduce a

proporciones m uy m odestas, considerada com o simple peldaño de una larguísim a

escala; y la ascensión hum ana es uno de los gr ados en la evolución de las vidas que,

como no interrum pida cadena, se extienden, desde la esencia elem ental hasta el

esplendor del Dios m anifestado.

Hem os seguido ya la ascensión del hom bre desd e el nacimiento del alm a embrionaria

hasta la efloración de la espiritualidad; hem os estudiado los peldaños franqueados por la

conciencia a medida que, desenvolviéndose, pasa de la vida de sensación a la del

pensamiento; hem os visto al hom bre recorrer incesantem ente el ciclo de nacim ientos y

muertes en los res m undos, recogiendo en cada uno cosecha apropiada y hallando

tam b ién en cada uno m uchas ocasiones de progr eso. Vam os a seguirle ahora a través de

los estados que finalizan su evolución y a lo s que está aún por llegar la m ayoría de la

hum anidad, pero que sus hijos prim ogén itos han ya franqueado y que un reducido

núm ero de hom bres y de m ujeres tratan actualm ente de escalar. Esto estados se han

subdividido en dos categorías: 1ª “El Sendero probatorio”; 2ª “El Sendero” propiam ente

dicho, o el “Sendero del discípulo”. Los estudiarem os por orden.

A m edida que se desenvuelve la natural eza intelectual, m oral y espiritual del hom bre

y que llega a tener conciencia del objeto de la vida, experim enta el anhelo de asegurar

en su propia persona la realización de este objeto. La repetida sed de goces m ateriales,

seguida de su com pleta posesión y de al in evitable laxitud que la acom paña, le hacen

sentir gradualm ente la naturaleza efím era y engañosa de los m ejores dones de la tierra.

Tantas veces se ha esforzado en el éxito y en el goce, seguidos del desengaño y del

hastío, que enojado se resuelve contra cuan to la tierra puede ofrecerle, exclam ando con

el alma dolorida: “¿ Para qué esto? Todo es vanidad y turbación. Miles y m iles de veces

lo poseí para sentir luego desconsuelo en la posesión m isma. Estas alegrías son

ilusiones semejantes a las burbujas que vagan en la superficie del agua; burbujas de

colores hechiceros y tonos irisados que se deshacen al m enor contacto. Estoy harto de

somb ras, necesito realidades; anhelante y a ngustioso busco lo eterno y lo verdadero;

quiero libertarm e de las cadenas que m e suje tan y retienen prisionero en este m undo de

cambiantes apariencias.”

Concebid la tierra tan bella com o la ha n soñado los poetas, suprim id todos los m ales,

aumentado todos los goces, dad a toda belleza un nuevo brillo, elevadlo todo a la

perfección y, sin em bargo, el alm a se hastiará apartándose, vacía de todo deseo, de este

paraíso terrestre. He aquí el sentim iento ín tim o que despierta en el fondo del alm a esta

prim era llam ada a la liberación. Si la tierra es una prisión, ¿ para qué adornarla? Lo

que el alm a quiere es el espacio libre sin límites que se extiende m á s allá de los m uros

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de su calabozo. El cielo m ismo no le atrae tanto m á s que la tierra. Los goces celestes

han perdido su atractivo, y ni las alegrías intelectuales y sentim entales del paraíso

pueden satisfacerle. Son “pasajeros, ef ímeros, lim itados, fugaces”, y com o los

contactos sensuales, no proporcionan satisfacci ón definitiva. El alm a abandona todo lo

que cam bia; en su laxitud clam a por la libertad.

Muchas veces este concepto de la vanidad de las cosas terrenas y celestes ilum ina un

instante, a m odo de relám pago fugaz, la conciencia del hom bre. Luego los m undos

exteriores afirm an nuevam ente su im perio, y la caricia engaladora de sus goces ilusorios

mece al alma contentándola por un m omento. Muchas vidas han de pasarse llenas de

nobles trabajos, de desinteresadas em pr esas, de puros pensam ientos, de acciones

sublim es, antes de que el sentim iento de an iquilación de toda cosa fenom enal llegue a

ser la actitud perm anente del alm a. Pero, tarde o tem prano, renuncia al cielo y a la

tierra, considerándolos incapaces de satisfacer sus necesidades; y ese instante en que se

aparta una vez para siem pre de lo pasajero, en que afirm a claram ente su voluntad de no

atender sino a lo eterno señala su entrada en el Sendero probatorio. El alm a abandona

desde entonces el cam ino llano y sencillo de la evolución norm al, para af rontar la

escabrosa pendiente que conduce a la cum b re del m onte, decidida a sustraerse de la

servidum bre de las vidas terrenas y celestes y alcanzar el libre am biente de la altura.

La tarea que se le im pone al hom bre en el Sendero probatorio es com pletam ente

mental y m oral. Debe prepararse gradualm ente para “encontrarse con su Maestro frente

a frente”. Pero expliquem os antes lo que significa la frase “su Maestro”.

Hay seres elevados pertenecientes a nuestra raza, seres que han concluido su

evolución hum ana, y a los que hem os aludido ya com o miembros de una Fraternidad

cuyo papel consiste en activar y guiar la e volución hum ana. Estos grandes seres, los

Maestros, continúan encarnando voluntariam ente en los cuerpos hum anos a fin de

constituir el lazo de unión entre nuestra hum anidad y los seres sobrehum anos. Ellos

perm iten que, m ediante ciertas condiciones, cualquiera sea su discípulo con objeto de

apresurar su evolución y ser apto de entrar a su vez en la gran fraternidad cooperando en

el glorioso y bienhechor trabajo a favor del hom bre.

Los Maestros velan siem pre por la raza y se fijan en todos los que por la práctica de la

virtud, el trabajo desinteresado, el esfuerzo intelectual consagrado al servicio de los

hom bres, la devoción sincera, la piedad y la pureza, destacan de la m asa de sus

semejantes y son capaces de recibir m á s especial asistencia que la concedida a la

hum anidad en m asa.

Antes de recibir socorro especial, el individuo debe dar prueba de receptividad

tam b ién especial, pues los Maestros presiden la distribución de las energías espirituales

que deben activar la evolución global de la hum anidad, y la utilización de estas energías

para el pronto crecim iento de una sola alm a no se perm ite sino en tanto que esta alm a

sea realm ente capaz de un progreso rápido y pueda enseguida ser a su vez uno de los

servidores de la raza y dar a sus sem ejantes los socorros que haya recibido. Así, cuando

un hom bre, utilizando com pletam ente el auxilio obtenido por m edio de la religión y de

la filosofía, ha llegado por sus propios es fuerzos a la cresta de la ola hum ana y

dem ostrado una naturaleza am ante, desinteres ada y auxiliadora, es objeto de atención

particularísim a por parte de los celosos Guardi anes de la raza. Se les suscitan adem ás

en su camino ocasiones especiales de proba r su fuerza y provocar el despierte de su

intuición. Tanto m á s aprovecha estas ocas iones, tanto m ostrarle de un m odo cada vez

má s claro la naturaleza engañadora e irreal de la existencia terrestre. De aquí esa

laxitud, ya indicada, que no deja al hom bre otro deseo que el de la liberación y le lleva a

la entrada del Sendero probatorio.

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La entrada en este sendero le convierte en un discípulo (chela) en expectación de

prueba. Uno de los Maestros le acoge ba jo su guarda, reconociéndole com o hom bre que

se aparte del cam ino ordinario de la evoluc ión para buscar al Instructor destinado a

guiar sus pasos a lo largo del áspero y angosto sendero. El Instructor le espera en la

entrada y, sin em bargo, el neófito no conoce a su Maestro; pero este conoce sus

esfuerzos, guía sus pasos, le coloca en las condiciones m á s adecuadas para favorecer su

progreso y vela por él con la tierna solicitud de una m adre, con la prudencia que nace de

la perfecta intuición. El cam ino puede par ecer solitario y som b río, pero “un am igo m á s

íntim o que el m ejor de los herm anos” está siem pre allí, y el alm a recibe directam ente

los socorros que los sentidos no perciben.

Hay cuatro cualidades m orales, perfect amente determ inadas, que debe adquirir el

chela en expectación de prueba. Tal es la condición im puesta por la sabiduría de la

Gran Fraternidad a quien quiere ser un discí pulo propiam ente dicho. No es necesario,

con todo, que estas cualidades se desenvuelvan en toda su perfección; pero el discípulo

debe esforzarse en adquirirlas y poseerlas en parte antes de la iniciación.

La prim era de estas cualidades es el dis cernim iento entre lo real y lo irreal; cualidad

que ya ha despuntado en el alm a del disc ípulo, puesto que es la que le condujo a la

entrada del sendero que seguirá en adelante. La distinción se acentúa entonces cada vez

con má s claridad en su espíritu, y llega gra dualm ente a liberarte en gran parte de las

trabas que le sujetan; pues la segunda cualida d, la indiferencia por las cosas exteriores,

es consecuencia natural del discernim iento que con toda claridad evidencia su poca

valía. El neófito aprende, que la laxitud que roba a su existencia todo su sabor, se debía

a las decepciones constantem ente procedente s de buscar su satisfacción en lo irreal,

cuando únicam ente lo real puede satisfacer el alma. Aprende que todas las form as son

ilusorias, que están desprovistas de estabilid ad, que se transf orm an incesantem ente bajo

el impulso de la vida, y que nada hay de real en el m undo son la vida Una,

inconscientem ente buscada y am ada bajo los mú ltiples velos que la ocultan a nuestra

vista. Al discernim iento estim ulan de un modo enérgico las m ú ltiples vicisitudes, el

torrente de circunstancias bruscam ente variable s, en m edio de las cuales se encuentra

envuelto ordinariam ente el discípulo, al objet o de hacerle sentir con m á s intensidad la

instabilidad de las cosas externas.

Las existencias sucesivas de un discípulo son ordinariam ente tem pestuosas y

atorm entadas, pues las m ismas cualidades que en el hom bre ordinario se desenvolverán

tras una larga sucesión de vidas en los tres mundos, deben desplegarse sin retardo en el

discípulo dirigiéndose a la perfección por un rápido crecim iento. A fuerza de pasar

bruscam ente de la alegría a la tristeza, de la calm a a la torm enta, del reposo al trabajo, el

discípulo llega a ver en esas vicisitudes form as ilusorias, y a sentir, a través de todas

ellas, una continua e invariable corriente de vida. Llega a serle indiferente el poseer o

no las cosas, y su vista s fija cada vez m á s en la inconmovible y perpetuam ente presente

realidad.

Al adquirir esta suerte de intuición y de estabilidad, el neófito trabaja en el desarrollo

de la tercera de las cualidades requeridas, cuyo conjunto de ser atributos m entales se les

exige antes de perm itirle a seguir el Sendero propiam ente dicho. No está obligado a

poseerlos todos con perfección; pero todos ellos deben haberlos adquirido, cuando

menos parcialm ente, antes de que se le perm ita ir m á s adelante.

En prim er lugar, el neófito debe adquiri r im perio sobre los pensam ientos que crea sin

cesar en su inteligencia, agitada y turbulenta , “tan difícil de subyugar com o el viento”.

La práctica sostenida y cotidiana de la m editación y de la concentración, háyase ya

establecida, desde antes de la entrada en el Sendero probatorio, y pone en orden a la

mentalidad rebelde; y así, con concentrada energía trabaja el discípulo para com pletar

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su obra, porque sabe que el inm enso acrecenta miento de potencia central que acom pañe

a su rápido crecim iento, constituirá un peligro para sus sem ejantes y para él m ismo, a

menos que no subyugue por com pleto la fuerza agigantada. Valdría tanto entregar

dinam ita a un niño para que jugase, com o el confiar los poderes creadores el

pensamiento en m anos de un egoísta o de un am bicioso.

En segundo lugar, el chela novicio debe añ adir la posesión exterior a la dom inación

interior; Debe regular sus palabras y sus acciones tan rigurosam ente com o sus

pensamientos. La naturaleza inferior debe obedecer a la inteligencia, com o ésta debe

obedecer al alm a. Los servicios que el di scípulo puede prestar en el m undo externo

dependen del puro y noble ejem plo que su conducta ofrezca a los hom bres, lo m ismo

que lo que puede hacer en el m undo inte rno depende de la estabilidad de sus

pensamientos. El descuido respecto a esas regiones inferiores de la actividad basta

muchas veces para estropear una buena obra. El aspirante deberá esforzarse en ir hacia

un ideal perfecto bajo todos conceptos, a fin de que m á s tarde, cuando huelle el sendero,

no tropiece y con ello excite los im properios del enem igo. Ahora bien, com o ha hem os

dicho, sem ejante grado de perfección no se exige todavía en ningún punto, pero si el

aspirante se conduce con prudencia va siem pre hacia la perfección, pues sabe que aun

haciéndolo lo m ejor quedará siem pre por debajo de su ideal.

En tercer lugar, el candidato a la inici ación debe edificar en su interior la sublim e y

amplia virtud de tolerancia: la aceptación pacífica de todo hom bre, de todo ser, tal com o

es, sin tratar de hacerle otro, sin querer que se pliegue a las exigencias de su gusto

particular. El aspirante com ienza a com pre nder que la Vida Una reviste apariencias

innumeras, todas ellas buenas en tiem po y en lugar, y acepta cada m anifestación

determ inada de esta vida sin querer transform arla en otra distinta. Aprende a venerar la

Sabiduría que ha concebido el plan de este universo cuya ejecución dirige, y considera

serenam ente los fragm entos, aún im perfectos , que desarrollan con lentitud la tram a de

su existencia parcial. El beodo en cam ino de deletrear el alfabeto de los sufrim ientos

que produce la suprem acía de la naturaleza in ferior hace en su etapa una obra tan útil

como el santo que acaba de aprender las m á s elevadas lecciones que la tierra pueda dar,

y será injusto exigir del uno o del otro m á s de lo que pueden cum plir. El uno está en la

escuela de párvulos asim ilándose, gracias a las lecciones de cosas, una instrucción

todavía rudim entaria; el otro, pronto a salir de la Universidad, está en el doctorado.

Am bos obran com o conviene a su edad y a su situación, y nos debem os poner a su nivel

para proporcionarles ayuda. He aquí una de las lecciones que enseña lo que en

ocultism o se llama “tolerancia”.

En cuarto lugar, el aspirante debe fo rtalecerse, cultivar la paciencia que lo soporta

todo, sin debilitarse jam á s y perseguir rectam ente el fin de su cam ino sin interrum pirla.

Nada ocurre sino por la Ley, y él sabe que la Ley es buena. Com prende que el

pedregoso sendero conduce directam ente a la cumb re, y sube los espinosos atajos que

no pueden seguirse con tanta com odidad com o el camino amplio y frecuentado que

como interm inable m eandro rodea los flancos del m onte. Com prende que ha de

satisfacer en brevísim as existencias todas las obligaciones Kárm icas acumuladas en su

pasado, y que la cuantía de los pagos acrece en proporción a la prem ura del

vencim iento.

Las continuas luchas en cuyo seno el aspirante se halla envuelto, desarrollan

gradualm ente en él la quinta cualidad atributiva: la fe. L a fe en su M aest r o y la fe en sí

mismo, una confianza serena y firm e que nada pueden conm over. Aprende a confiar en

al sabiduría, en el am or y en el poder de su Maestro, y com ienza a sentir –no ya sólo a

afirm ar verbalm ente—al Dios que reside en su corazón y que debe extender poco a poco

su imperio sobre todas las cosas.

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La últim a cualidad m ental, el equilib rio, se desenvuelve en cierta m edida, sin

necesidad de esfuerzo consciente, m ientras el aspirante trabaja en la adquisición de las

cinco anteriores. El m ero hecho de querer seguir el sendero indica que la naturaleza

superior com ienza a desplegarse y que el m undo externo definitivam ente se relega a

segundo térm ino. Después, los sostenidos esfu erzos ejecutados para dirigir la vida m á s

conveniente al discípulo, viene a desatar poco a poco el alma de todos los lazos que la

atan todavía a la vida de los sentidos. A m edida que el alm a aparta su atención de los

objetos inferiores, dism inuye la atracción que éstos ejercen sobre ella. “Cuando es

austero el m orador del cuerpo, los objetos de los sentidos se desvanecen” y pierden

enseguida todo el poder de producir el dese quilibrio. Aprende, pues, el discípulo a

moverse, serenam ente im pasible, entre los obj etos de los sentidos, no teniendo ni deseo

ni aversión por ellos. —Los disturbios intel ectuales de toda suerte, las alternativas de

alegría y sufrim iento m ental por m edio de las bruscas alteraciones introducidas en su

vida por los cuidados siem pre vigilantes de su Maestro, todas estas vicisitudes

contribuyen a la fortificación de la preciosa virtud del equilibrio en el aspirante.

Una vez adquiridos estos seis atributos mentales en suficiente m edida, el chela

probacionario sólo necesita la cuarta cu alidad: el intenso y profundo deseo de

liberación, la sed ardiente del alm a que quier e unirse a Dios, deseo que lleva consigo la

prom esa de su propia realización. He aquí al aspirante pronto a entrar en el estado de

verdadero discípulo, pues, una vez afirm ado claram ente este deseo, jam á s podrá

destruirse. El alm a que lo ha experim ent ado ya no podrá apagar su sed en las fuentes

terrenales cuyas aguas le parecerán insípidas, y m á s sediento aún se alejará de ellas

hacia la senda vivificante de la Vida real. Al llegar a este grado, queda “el hom bre apto

para recibir la iniciación”, presto para “entrar en la corriente” que le separará pro

siempre de los intereses de la vida terrenal, salvo en lo que en ella pueda servir a su

Maestro y ayudar a la evolución de la raza. Pa ra él no existe en adelante la separación;

su vida debe ofrecerse en el altar de la hum anidad, y gozoso sacrificio todo lo que es, a

fin de utilizarlo a f avor del bien com ún *.

Durante los años em pleados en adquirir las cuatro cualidades fundam entales, el chela

probacionario habrá realizado considerable s progresos en otros sentidos. Habrá

recibido de su Maestro m uchas enseñanzas dadas generalm ente durante el sueño

profundo del cuerpo. El alm a revestida de su cuerpo astral bien organizado, se

acostum brará a utilizarlo com o vehículo de su conciencia e irá f r ecuentem ente hacia su

Maestro para recibir de él instrucción e ilu minación espiritual. Estará acostum brado a

meditar, y esta práctica efectiva fuera del cuerpo físico vivificará y dirigirá m á s de un

poder superior al estado de función activa. Durante las horas de m editación en el plano

astral, la conciencia llegará a las cim as má s elevadas del ser, conociendo m ejor la vida

del plano m ental. El neófito aprenderá a em plear en servicio del hom bre sus

grandísim os poderes, y gran parte de las horas de libertad que le proporciones el sueño

del cuerpo las em pleará en socorrer a las alm as llevadas al m undo astral por la m uerte,

en auxiliar a las víctim as de los accidentes, en instruir a los herm anos menos avanzados

que él, y en ayudar en gran m anera a cuan tos necesiten ayuda. Así el alm a colabora,

según sus hum ildes m edios, en el trabajo bienh echor de los Maestros, y se asocia, en la

medida de su esfuerzo, a la obra de la Sublim e Fraternidad.

Mientras prosigue el Sendero de la pr ueba, o m á s tarde, se le ofrece al chela el

privilegio de cum plir uno de esos actos de renunciación que señalan el m á s rápido

ascenso del hom bre. Se le perm ite “renunciar al Devachán”, es decir, renunciar a la

gloriosa existencia que le aguarda en las regiones celestes, después de cruzar por el

mundo físico, existencia que en su m ayor parte hubiera pasado en la región m edia del

mundo “arupa” en com pañía de los Maestros y entre los puros y sublim es goces de la

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sabiduría y del am or. Si el chela renuncia a esta recom pensa de una vida noble y

devota, las fuerzas espirituales que hubiese empleado en el Devachán pueden aplicarse

al servicio del m undo, perm aneciendo el chela en el plano astral en espera de un casi

inmediato renacim iento en la tierra. En este caso su Maestro escoge el lugar a donde ha

de volver y preside su reencarnación. El chela es conducido así al m edio adecuado

para asegurar su utilidad en el m undo, en tre las condiciones m á s favorables para su

progreso y para el trabajo que en él le agua rda. Y consigue en este punto que todos sus

intereses individuales se subordinen a la obra divina, y que su voluntad se fije

inmutablem ente en el servicio sin inquietarse del lugar donde lo presta ni del género de

trabajo que le incum b e. Abandonase tam b ién gozosam ente en m anos de quien le inspira

confianza, aceptando de buen grado el lugar en que pueda prestar al m undo los m ejores

servicios y desem peñar su papel en la obra gloriosa de Aquellos que ayudan a la

evolución hum ana. Bendita es la fam ilia en que nace un niño con un alm a semejante,

pues trae consigo la bendición del Maestro que le vela, le guía constantem ente y le

presta todo su concurso, ayudándole para adquirir inm ediato im perio sobre sus

vehículos inferiores.

Ocurre a veces, si bien m uy raram ente, que un chela reencarna en un cuerpo que ha

atravesado ya la infancia y la prim era juventud com o tabernáculo de un “Ego” m enos

desarrollado. Y cuando un alm a viene a la tie rra para un período brevísim o, para quince

o veinte años, por ejem plo, se ve obligada a dejar su cuerpo al llegar a la adolescencia,

después de haber surgido todo el trabajo de prim era form ación y de hallarse en vías de

llegar a ser m uy pronto un vehículo verdaderam ente útil para la inteligencia. Si un

cuerpo tal es bonísim o y puede convertir a cu alquier chela presto a reencarnar, será

objeto de especial cuidado durante la vida del prim er ocupante, en vista de una

utilización posible cuando aquél no tenga neces idad de él. Al acabar el “Ego” su

período vital, desencarna para pasar al Kam aloka, y entonces el chela en expectativa de

reencarnación entra en la envoltura aba ndonada, y el cuerpo aparentem ente m uerto

revive bajo la acción del nuevo ocupante. Sem ejantes casos, aunque m uy raros, no son

desconocidos de los ocultistas, y en las obras ocultas se pueden encontrar pasajes

referentes a ello.

El progreso del alm a del chela conti núa, prescindiendo de que su reencarnación sea

norm al o anorm al; y según ya se ha visto, lle ga el m omento en que el hom bre “está

dispuesto a recibir la iniciación”. Por esta puerta de la iniciación entra en el Sendero

propiam ente dicho, com o chela ya definitivam ente aceptado.

El Sendero está constituido por cuatro etap as o grados distintos, y la entrada de cada

una está velada por una iniciación. Cada in iciación va acom pañada de una expansión de

la conciencia individual y da así la “clave del saber”, pertenece al grado

correspondiente. Al m ismo tiem po da tam b ién la clave del poder, porque en todos los

reinos de la naturaleza saber y poder m archan a la par.

Una vez en el Sendero, el chela viene a ser el hom bre sin hogar, porque o considera la

tierra com o su morada. No tiene tam poco residencia especial, y su única patria es el

sitio donde pueda servir a su Maestro. Mientras franquea este prim er grado del Sendero

debe evitar tres obstáculos llam ados técnicam ente “trabas” o “ligaduras”, pues com o

ahora se dirige a grandes pasos hacia la perfección, trata de elim inar radicalm ente los

defectos de carácter, llevando hasta el extrem o las tareas que se ha im puesto.

Las tres trabas de que debe librarse el discípulo antes de ser adm itido a la segunda

iniciación, son: la ilusión del “yo” personal, la duda y la superstición. El yo personal

debe conscientem ente sentirse com o una ilusión perdiendo para siem pre la facultad de

imponerse al alm a como realidad. El discí pulo debe sentirse uno con los dem á s; todos

los seres deben vivir y alentar en él com o él vive y alienta en ellos. La duda debe

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desaparecer de su corazón, desvanecida por el conocimiento y no por ciega repulsión.

Debe conocer la reencarnación, el Karm a y la existencia de los Maestros com o hechos

no sólo intelectualm ente necesarios, sino com o realidades de la naturaleza,

comprobadas por él m ismo, de suerte que en estos puntos no pueda en adelante turbar su

espíritu duda alguna. La superstición, por últim o, se desvanece por sí m isma a medida

que el hom bre progresa en el conocim iento de las realidades y a m edida que com prende

el papel desem peñado en la econom ía de la naturaleza por los ritos y las cerem onias.

Tamb ién aprenden entonces a utilizar estos diversos m edios sin que ninguno le ligue.

Quebrantadas estas tres ligaduras –tar ea que necesita a veces una labor de m uchas

encarnaciones, pero que puede reducirse para algunos a los lím ites de una sola vida –ve

el chela abrirse ante él la segunda iniciaci ón con nueva “clave del saber” y m á s amplios

horizontes. Ve dism inuir rápidam ente el pe ríodo de existencia obligatoria que aún le

espera sobre la tierra; porque al llegar a es te punto franqueará la tercera y la cuarta

iniciación en su encarnación actual o en la inmediata (El chela en el segundo grado del

Sendero es para el indo el Kutichaka: El hom bre que construye una cabaña y alcanza un

lugar de paz. El budista lo denom ina Sakridâgam in: el que sólo renacerá una vez m á s.)

En este grado el discípulo debe desarro llar y hacer m as activas las facultades internas,

aquellas que pertenecen a los cuerpos sutiles, porque en adelante necesitará de ellas para

su servicio en las regiones m á s elevadas del universo. Si las hubiese desenvuelto

anteriorm ente, este estado podrá ser entonces brevísim o. No obstante, el alm a puede

verse obligada a franquear una vez m á s las puertas de la m uerte antes de pasar al

siguiente grado.

La tercera iniciación hace del discípulo el “Cisne”, el ser que rem onta su vuelo al

Em píreo, la m aravillosa Ave de Vida, sobre la que existen tantas leyendas (En térm inos

indos, el Ham sa, el que concibe el “yo soy aquel”. Para los budistas el Anâgâm in: el

que ya no renacerá m á s.)

En este tercer grado del Sendero el hom b r e debe quebrantar aún dos trabas, la cuarta y

la quinta: el deseo y la aversión. Ve en t odos el Yo único, y no puede cegarle el velo

externo, por agradable que sea. Ve del mismo modo todos los seres, y el germ en

precioso de la tolerancia, ya cultivado en el Sendero probatorio, se desparram a ahora en

amor universal, cuya ternura irradia sobre todo lo existente. Es el “am igo de todas las

criaturas”, y “am a todo cuanto tiene vida” en un m undo donde todo vive.

Encarnación viva del am or divino, franquea en seguida la puerta de la cuarta

iniciación que le adm ite al cuarto grado del Sendero. Entonces es el Santo, el

Venerable, el que está “m ás allá de la individualidad” (Param aham sa en indo: el que

está m á s allá del Yo. El budista lo llam a Ar hat: venerable.) En este grado el discípulo

perm anece, tanto tiem po como desee, lim ando los últim os eslabones que le atan aún a

las regiones inf eriores y le interceptan con su red sutilísim a el camino de la liberación

final. Rechaza toda sujeción hacia la existenc ia “form al”, y toda sujeción hacia la vida

“sin form a”. Por sutiles que puedan par ecer, estas sujeciones constituyen graves

obstáculos, y el hom bre debe ser enteram ente libre. Debe m overse a través de los tres

mundos sin que nada pueda detenerle. Los esplendores del “m undo sin form a” deben

ser tan im potentes para seducirle com o las bellezas concretas de los m undos de la

forma.

Después el Arhat rechaza –la tarea m á s difícil de todas—el últim o lazo de la

separatividad, la facultad que crea el “Y o” (Aham kara, m á s generalm ente Mana,

orgullo, porque el orgullo es al m á s sutil m anifestación del Yo individual com o distinto

de los dem á s), tendencia perteneciente a la naturaleza del alm a individual, y por la que

el individuo se considera instintivam ente com o un ser aparte y distinto de los dem á s.

Deben desaparecer las últim as somb ras de esta tendencia, porque, en adelante, la

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conciencia del hom bre reside siem pre, aun en el estado de vigilia, en el plano búdico,

donde siente y conoce com o Uno el Yo de t odos. Esta tendencia (Aham kara), nacida

con el alma, es la esencia m isma de la indi vidualidad, y persiste hasta el día en que es

absorbido por la Mónada todo lo que en el alma individual tiene algún valor. En el

umbral de la liberación debe abandonarse la separatividad, dejando a la Mónada su

resultado inestim able, aquel sentim iento de id entidad individual tan puro y sutil, que ya

no má s oculta en el Ser la conciencia de la Unidad. Entonces desaparecen fácilm ente

todos los elem entos susceptibles de responder a los contactos irritantes del exterior, y el

chela queda revestido del glorioso vestido de inmutable paz que nada puede conturbar.

En fin, la com pleta destrucción de la sepa ratividad ha barrido del cam po de la visión

espiritual las últim as somb ras capaces de vela r su penetrante intuición, y al contem plar

la Unidad, desaparece por siem pre la ignoranci a (Avidya, el prim er Nidâna, la prim era y

últim a de las ilusiones por que aparecen separados los m undos. Se desvanece al

conseguir la liberación) o sea la lim itación que da origen a la separatividad. El hom bre

es perfecto; ha conquistado la libertad.

Entonces llega al f in del Sendero, al dintel del Nirvana. Ya durante la últim a etapa del

Sendero había logrado el chela pasar a este m aravilloso estado de conciencia norm al,

porque el Nirvana es la m orada del ser lib erado (Jivanm ukta, “vida libertada” de los

indos; el Asekha: “El que nada tiene que apre nder” de los budistas). Ha term inado la

ascensión hum ana y toca el lím ite de la hum anidad. Sobre él se extienden las cohortes

de poderosos seres sobrehum anos. Ha concluido la crucifixión en la carne, ha sonado la

hora de la liberación, y el triunfante grito: “¡Todo se ha consum ado!” resuena en los

labios del vencedor. ¡Ved!. Ha franqueado el um bral, ha desaparecido en el resplandor

de la luz nirvánica. No sabem os que m ister ios vela esa luz; vagam ente sentim os que allí

se halla el Yo suprem o y que el am ador es uno con el Am ado. Concluyó el prolongado

anhelo, se apagó para siem pre la sed del cor azón, y el hom bre se sum ió en la alegría de

su Señor.

Pero ¿ h a perdido la tierra su criatura? ¿ L a hum anidad queda privada de su hijo

triunfante? No. Vedle que surge del seno de su divino resplandor. Reaparece en el

umbral del Nirvana com o encarnación viviente de la suprem a luz, vestido de gloria

indecible, Hijo de Dios m anifiesto. Pero Su rostro está vuelto hacia la tierra, Sus ojos

irradian com pasión infinita sobre los hijos de los hom bres, Sus herm anos en la carne.

No puede dejarles sin consuelo, dispersos como ovejas sin pastor. Revestido de la

majestad de renunciación sublim e, glorioso c on la fuerza de la perfecta sabiduría y el

“poder de vida eterna”, vuelve a al tierra a bendecir y guiar a la hum anidad com o

Maestro de Sabiduría, Instructor real y Hom b re divino.

Vuelto a la tierra, el Maestro se consagra al servicio de la hum anidad con m ayores

fuerzas disponibles que cuando erraba por el Sendero de la iniciación. Se dedica al

auxilio de los hom bres, y em plea todas sus pot encias en activar la evolución del m undo.

Satisface con los que se aproxim an al Sendero la deuda contraída en el discipulado,

guiándolos, confortándolos e instruyéndolos como a El le guiaron, confortaron e

instruyeron.

Tales son las etapas, los peldaños de la ascensión hum ana. Desde el ínfim o de los

salvajes hasta el Hom b re Divino se extiende la escala y llega la m eta a que propende la

raza toda, hasta la gloria sin lím ites que todos alcanzarem os algún día.

*- El estudiante querrá sin duda conocer los nombres técnicos que designan en

sánscrito y en pali los grados del Sendero de prueba. Esto le perm itirá hallarlos en las

obras especiales. –Véase al efecto la obra “Prot ectores Invisibles”, de C. W . Leadbeater.

Biblioteca Orientalista. –Traducción de Federico Clim ent Terrer.

137.

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PALI

(Em pleado por los Budistas)

1- Manodvaravajjna , apertura de las

puertas de la inteligencia;

convicción adquirida de la

fr agilidad de las cosas terrenales.

2- Parikamma , preparación para la

acción, indiferencia hacia los

frutos de ella.

3- Upacharo , conducta; con las

mismas subdivisiones de los

indos.

4-Anuloma , orden o sucesión directa,

virtud que procede de las tres

procedentes.

4- El hom bre es el Gotrabhu

SANSCRITO

(Em pleado por los indos)

1- Viveka , discernim iento de lo real

y lo no real

2- Vairâgya , indiferencia hacia lo

no real transitorio.

3- Shama , dom inio del

pensamiento

Dama , dom inio de la conducta.

Uparati , tolerancia.

Titiksha , paciencia.

Shraddhâ , fe.

Samâdhna , equilibrio.

4- Mumuksha , deseo de liberación.

El hom bre es el Ahikar i.

138.

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LA CONSTRUCCIÓN DE UN COSMOS

SABIDURÍA ANTIGUA

En nuestro presente estado de evolución, tan sólo podem os indicar sum ariam ente

algunos puntos en el vasto exam en del bos quejo cósm ico, en el que nuestro globo

desem peña insignificante papel. Ente ndem os por “cosm os”, un sistem a que, según

nuestro punto de vista, parece form ar un todo completo, procedente de un Logos único y

mantenido por Su Vida. Tal es nuestro si stem a solar, y así el sol físico puede

considerarse com o la últim a manifestación del Logos al actuar en el centro de Su

cosmos. En realidad, cada form a es una de Sus m anifestaciones concretas; pero el sol

es su últim a manifestación com o poder central, fuente de vida y de fuerza que penetra,

dirige, regula y coordina todas las cosas en su sistem a.

Un com entario oculto dice: “Surya (el so l)..., en su reflejo visible, exhibe el últim o

estado del séptim o, el estado superior de la PRESENCIA universal, lo puro de lo puro,

el prim er Hálito m anifestado del Siem pre Inm anifestado SAT (Seidad). Todos los soles

centrales físicos y objetivos son, en su subs tancia, el estado últim o del prim er Principio

del Hálito” (La Doctrina Secreta, I, pág. 268, edición prim era española).

Más claro: cada sol es el últim o aspecto del “cuerpo físico” del Logos

correspondiente.

Todas las f uerzas y energías f ísicas son tr ansform aciones de la vida em itida por el sol,

Señor y fuente de toda vida en el sistem a. De aquí que en m uchas religiones antiguas el

sol fuese símbolo del Dios Suprem o; sím bol o que, en verdad, estaba m enos expuesto a

las falsas interpretaciones del ignorante.

Mr. Sinnett dice con razón:

“El sistem a solar es indudablem ente en la Naturaleza un área cuyo contenido nadie,

excepto los m á s elevados seres que nuestra hum anidad pueda concebir, se halla en

situación de investigar. Teóricam ente podem os creernos seguros –com o lo vem os en el

cielo durante la noche— de que el sistem a solar no es m á s que una sim ple gota de agua

en el océano del gran Kosm os (“Cosmos” con C se refiere a un solo sistem a solar, y

“Kosm os” con K al Kosm os universal, o conjunto de todos los sistem as solares

existentes en el incom prensible e infinito Espacio.—N.del E.); pero gota que a su vez es

un océano desde el punto de vista de la conc iencia de seres tan poco desarrollados com o

nosotros, y, por lo tanto, sólo podem os esperar al presente adquirir nociones vagas e

imperfectas acerca de su origen y constituci ón. Sin em bargo, por im perfectas que sean,

nos perm iten señalar el orden de las seri es planetarias a que nuestra evolución

pertenece, su lugar especial en el sistem a del cual form a parte, y, sobre todo, nos dan

amplia idea de la relativa m agnitud de todo el sistem a, de nuestra cadena planetaria, del

mundo en que al presente evolucionam os y de los respectivos períodos de evolución en

que com o seres hum anos estam os interesados.

Porque, en verdad, no podrem os concebir intelectualm ente nuestra posición sin tener

alguna idea, por vaga que sea, de nuestra relación con el conjunto. Mientras algunos

estudiantes se contentan con trabajar en la esfera de su deber, y dejan a un lado m á s

amplios horizontes para el día en que hayan de trabajar en ellos, otros necesitan darse

cuenta de que ocupan un puesto en un sist ema má s vasto, y experim entan un placer

intelectual en elevarse m uy alto para obten er la vista general de todo el cam po de la

evolución. Sem ejante necesidad ha sido reconoc ida por los guardianes espirituales de la

hum anidad en la m agnificente delineación de l cosmos trazada desde el punto de vista

ocultista por su discípulo y m ensajero H.P.Blavatsky, quien ha dado un m agnífico

esbozo del cosm os en La Doctrina Secreta, en cuya obra, los estudiantes de la sabiduría

139.

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antigua, descubrirán cada vez m á s luminosas enseñanzas a m edida que exploren y

dom inen las regiones inferiores de nuestro m undo en evolución.

Se nos ha dicho que la aparición del L ogos es el anuncio del nacim iento de nuestro

cosmos.

“Cuando aparece, todo aparece después de El; por su m anifestación, todo se

manifiesta”

Lleva consigo los resultados de un cosm os pasado, es decir, las inteligencias m á s

espirituales que han de ser sus agentes auxiliares en la construcción del nuevo universo.

Las cosas elevadas entre ellas son “Los Si ete”, a que tam b ién se da con frecuencia el

nombre de Logos, porque cada una tiene su lugar en el centro de una región distinta del

cosmos, com o el Logos es el centro del conjunto. El com entario oculto, que ya hem os

citado antes, dice:

“Los Siete Seres en el Sol son los Si ete Santos nacidos por sí m ismos del poder

inherente a la Matriz de la Substancia Madre. Ellos envían las siete Fuerzas principales,

llamadas Rayos, que al principio del Pralaya se encontrarán en siete nuevos Soles para

el próxim o manvántara. A la energía de la cual rotarán a la existencia consciente en

cada Sol llam an algunos Vishnú, o sea el Aliento de lo Absoluto. Nosotros la llam amos

la Vida única m anifestada. Es un reflejo de lo Absoluto” (La Doctrina Secreta, I, pág.

269, edición prim era española).

Esta Vida única m anifestada es el Logos, el Dios m anifiesto.

De esta división prim ordial tom a nuest ro Cosm os un carácter septenario, y de todas

las divisiones siguientes, en su orden des cendente, reproducen esta escala de siete

claves. Bajo cada uno de los siete Logos s ecundarios se agrupa una séptuple Jerarquía

descendente de Inteligencias que form an el cuerpo gobernante de su reino. Entre ellas

están: los Lipikas, que son los cronistas del Karm a del reino y de todas las entidades que

contiene; los Maharajas o Devarajas, que presiden el cum plimiento de la ley Kárm ica; y

el gran ejército de los Constructores, que modelan y ejecutan todas las form as según las

ideas contenidas en el tesoro del Logos, en al Inteligencia Universal, y que de El se

transm iten a los Siete, cada uno de los cuales traza el plan de su propio reino, bajo la

dirección suprem a de El y con el auxilio de las fuerzas de esa Vida om ninspiradora,

dándole al propio tiem po su propia coloración individual.

H.P.Blavatsky llama a los Siete Reinos constitutivos del sistem a solar, los siete

centros de Laya. Y dice así:

“Los Siete Centros de Laya son los si ete puntos cero, em pleando la palabra cero en el

mismo sentido que los quím icos para indicar el punto en que en esoterism o comienza la

escala de diferenciación. Desde estos Centros –m ás allá de los cuales nos perm ite la

filosofía esotérica percibir los vagos contornos metaf ísicos de los “Siete Hijos” de Vida

y de Luz, los Siete Logos de los filósofos—com ienza la diferenciación de los elem entos

que entran en la constitución de nuestro sist ema solar” (La Doctrina Secreta, I, pág. 141,

edición prim era española.)

Cada uno de estos siete reinos planetar ios form a un prodigioso sistem a de evolución,

teatro grandioso en el que se desarrollan los estados de una vida de la cual un planeta

físico, com o Venus, sólo es encarnación pa sajera. A fin de evitar confusiones,

llamarem os Logos planetario al ser que gobierna y dirige la evolución de cada reino. La

meteria del sistem a solar, producida por la actividad del Logos central, sum inistra al

mismo Logos planetario los m ateriales brut os que necesita y que elabora por m edio de

sus propias energías vitales. Adem ás, cada L ogos planetario especializa para su reino la

materia com ún. Com o el estado atóm ico en cad a uno de los siete planos de Su reino es

idéntico a la m ateria de un subplano del sist ema entero, establece la continuad a través

del conjunto. Así H. P. Blavatsky observa que los átom os cambian “sus equivalentes de

140.

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comb inación en cada planeta”, quedando idénticos los átom os, pero form ando

comb inaciones diferentes. Y enseguida dice:

“Así, no solam ente los elem entos de nuestro planeta, son aun los de todos sus

herm anos en el sistem a solar, difieren tanto unos de otros en sus com b inaciones como

de los elem entos cósm icos de m á s allá de nuestros lím ites solares.... se nos enseña que

cada átom o tiene siete planos de ser o de exis tencia”. (La Doctrina Secreta, I, págs.

144-150, edición prim era española.

Estos son los subplanos de cada gran plano, com o los hem os llamado antes.

En los tres planos inferiores de Su re ino de evolución, el Logos planetario establece

siete globos o m undos. Para m ayor com odi dad, y según la nom enclatura aceptada los

llamarem os A, B, C, D, E, F y G. Son, la s “Siete Ruedas giratorias que nacen una de

otra”, según dice la VI estancia del Libro de Dzyan.

“Los construye a sem ejanza de viejas Ruedas, colocándolas en los Centros

Im perecederos.”

Im perecederos, porque cada rueda no sólo da nacim iento a la siguiente, sino que,

aunque no lo veam os, se reencarna en el m ismo centro.

Se pueden representar estos globos dispuestos en tres pares sobre un arco de elipse

con el globo central en el punto extrem o.

En general, los globos A y G, el prim er o y el séptim o, están en los niveles arúpicos

del plano m ental; los globos B y F, segundo y se xto, en los niveles rúpicos; los globos C

y E, tercero y quinto, en el plano astral; y el globo D, cuarto, en el plano físico.

H.P.Blavatsky dice de estos globos “que cons tituyen una gradación en los cuatro planos

inferiores del m undo de form ación”, es decir, en los planos físico y astral y en las dos

subdivisiones rúpica y arúpica del plano m ental.

Esto puede representarse por el esquem a siguiente (Es de notar que aquí el m undo

arquetípico no es el m undo tal com o existe en el pensam iento del Logos, sino

sencillamente el prim er m odelo construido):

Arupa A G Arquetípico

Rupa B F Creador o intelectual

Astral C E Formador

Físico D Físico

Tal es el orden típico, pero se m odifica en ciertos períodos de la evolución. Estos

siete globos form an una cadena planetaria (Para m á s detalles sobre el estudio de

cadenas y Rondas planetarias, Razas, etc., etc., (Véase la notable obra de la m isma

autora Genealogía del Hom b re. —Biblioteca Or ientalista. – Traducción de D. Federico

Climent Terrer.), que considerada com o un todo, com o una entidad o una vida

individual planetaria, pasa en su evolución por siente períodos distintos. Los siente

globos en conjunto form an un cuerpo planetario que se disgrega y reúne siete veces en

el curso de la vida planetaria. Esta caden a planetaria tiene, pues, siete encarnaciones, y

los resultados de cada una se transm iten a la siguiente:

141.

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“Cada una de tales cadenas de m undos es la progenie y la creación de otra anterior y

ya m uerta; es su reencarnación por decirlo as í” (La Doctrina Secreta, I, pág. 152, edic.

prim era española.)

Estas siete encarnaciones (m anvántaras) c onstituyen la evolución planetaria, el cam po

de acción de un Logos planetario. Com o hay si ete de estas evoluciones planetarias (Mr.

Sinnett las llam a “siete esquem as de evolución”) distintas las unas a las otras,

constituyen el sistem a solar. Esta em anación de los siete Logos procedentes del Uno, y

de las siete cadenas sucesivas de siete gl obos cada una, está indicada com o sigue en un

comentario oculto:

“De una luz, siete luces; de cada una de las siete, siete veces siete” (La Doctrina

Secreta, I, pág. 140).

Se enseña que las encarnaciones o m anvá ntaras de una m isma cadena se subdividen

tam b ién en siete períodos. Una oleada de vida procedente del Logos planetario recorre

la cadena por com pleto, y siete de estas grandes oleadas de vida sucesivas –siete rondas,

como se las llama técnicam ente –constituyen un m anvántara. Así, durante un

manvántara, cada globo tiene siete períodos de actividad, en los que cada uno de ellos, a

su vez, cum ple la evolución.

Si consideram os ahora un globo solo, ve rem os que durante cada período de actividad,

evolucionan en él siete razas –raíces de una hum anidad, al m ismo tiem po que seis

reinos no hum anos, en m utua dependencia unos de otros. Estos siete reinos

comprenden las norm as en todos los grados de la evolución, y ante todos ellos se

extiende la perspectiva de un desenvolvim iento superior. Así, cuando el período de

actividad del prim er globo llega a su fin, las form as evolutivas pasan al globo siguiente

para continuar su desarrollo. Yendo, pues, de globo en globo hasta que term ina la

ronda, y siguen su curso de r onda en ronda hasta el térm ino de los siete m anvántaras.

Continúan, em pero, ascendiendo de m anvántar a en manvántara hasta el fin de las

reencarnaciones de la cadena planetaria, cu ando ya los resultados de la evolución

planetaria están definitivam ente reunidos por el Logos planetario. Es inútil decir que no

sabem os casi nada de sem ejante evolución. Los Maestros nos han indicado tan sólo los

puntos m á s salientes de este prodigioso conjunto.

Tampoco conocemos el proceso evoluti vo durante los dos prim eros m anvántaras de

los siete globos de la cadena planetaria de que form a parte nuestro globo. En cuanto al

tercer m anvántara, sólo sabem os que nuestra luna fue el globo D de la cadena. Este

hecho puede ayudarnos a com probar lo que significan las reencarnaciones sucesivas de

las cadenas planetarias. Los siete globos que constituyeron la cadena lunar term inaron

su séptuple evolución cíclica. La oleada de vida, el Soplo del Logos planetario, dio

siete vueltas a la cadena, despertando, a su v ez, cada globo a la vida, com o si el Logos,

al guiar su reino, dirigiese su aten ción prim eram ente al globo A, haciendo

sucesivam ente surgir a la existencia las innúm eras form as cuyo conjunto constituye un

mundo. Cuando la evolución en el globo A lle ga a cierto punto, dirige su atención al

globo B, y el globo A se sum e lentam ente en pacífico sueño. La oleada de vida va así

de globo en globo hasta term inar la ronda. Una vez term inada la evolución en el globo

G sigue un periodo de reposo (Pralaya), durante el que cesa la actividad evolutiva

exterior. Al fin de este período vuelve a manifestares la actividad, em pezando la

segunda ronda por el globo A. Es te proceso se repite seis veces; pero en la séptim a o

últim a ronda sufre una m odificación, pues ha biendo cum plido el globo A su séptim o

período de vida, se disgrega gradualm ente , y sobreviene el estado de centro laya

imperecedero. Al despuntar la aurora del m anvántara siguiente, se desenvuelve un

nuevo globo A (tal com o un cuerpo nuevo), en el que vuelven a habitar los “principios”

del anterior. Pero decim os esto tan sólo pa ra dar idea de la realización entre el globo A

142.

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del prim er m anvántara y el globo A del se gundo, porque la naturaleza de esta relación

perm anece oculta.

Menos conocem os aún la que hay ente el globo D del m anvantara lunar (nuestra

Luna) y el globo D del m anvantara terrestre (nuestra tierra). Mr. Sinnett, en su

conferencia acerca de El sistem a al cual pertenecem os (Folleto publicado en español por

la Biblioteca Orientalista), ha dado un buen resum en de los escasos datos que poseem os

sobre el particular. Dice así:

“La nueva nebulosa terrestre se desa rrolló alrededor de un centro que poco m á s o

menos conservaba la m isma relación con el moribundo planeta que los centros de la

Tierra y de la Luna conservan actualm ente entre sí. Pero esta agregación de m ateria

ocupaba en su condición nebulosa un volum en inmensamente m ayor que el que ahora

ocupa la materia sólida de la Tierra. Se ex tendía en todas direcciones lo suficiente para

abarcar dentro de su ígneo perím etro al viej o planeta. La tem peratura de una nueva

nebulosa parece ser m ucho m á s elevada que cualquiera de las que nos son conocidas, y

debido a esta circunstancia el viejo planet a recibió nuevam ente de un m odo superficial

un grado de calor de naturaleza tal, que toda la atm ósfera, agua y m ateria volatilizable

que contenía, se convirtió en gases, y de es ta suerte fue supeditado a la influencia del

nuevo centro de atracción establecido en el punto central de la nueva nebulosa. De este

modo la atm ósfera y m ares del viejo planeta pasaron a form ar parte de la constitución

del nuevo, por cuya razón la Luna es al pres ente una m asa árida, estéril y sin nubes,

inhabitable para toda clase de seres físicos. Cuando el presente m anvantara toque a su

térm ino en la séptim a ronda, la Luna se desintegrará com pletam ente, y la m ateria que

todavía en ella se conserva unida, se conver tirá en polvo m eteórico”. (A. P. Sinnett.

Obra citada, traducción española de J. Granés, Págs. 28 y 29)

En el tercer volum en de La Doctrina Secreta, donde se han reunido algunas enseñanzas

orales que H. P. Blavatsky dio a algunos de sus m á s adelantados discípulos, se dice:

“En el com ienzo de la evolución de nue stro globo, la Luna estaba m á s cerca de la

tierra y era m ayor que ahora. Se ha alejado de nosotros y sus dim ensiones se han

reducido bastante. (La Luna dio todos sus principios a la Tierra...). Durante la séptim a

ronda aparecerá una nueva Luna, y la nuestra se disgregará hasta desaparecer” (La

Doctrina Secreta. III, Pág. 562).

La evolución durante el m anvantara luna r produjo siete clases de seres, llam ados en

térm inos técnicos Pitris (Antepasados), porque engendraron los seres del m anvantara

terrestre. Se les m enciona en La Doctrina S ecreta con el nom bre de Pitris Lunares. Más

avanzados que éstos se encuentran adem ás (con los diversos nom bres de Pitris Solares,

Hom b res y Dhyânis inferiores) otras dos cat egorías de seres, dem asiado adelantados

para entrar en las prim eras etapas del m anvantara terrestre, aunque necesitaban para su

desarrollo futuro del auxilio de condiciones físicas ulteriores. La m á s elevada de estas

dos categorías está form ada por seres indi vidualizados, exteriorm ente parecidos a los

animales, y tienen alm a embrionaria, es decir, que han alcanzado el desarrollo del

cuerpo causal. La segunda categoría está pr óxim a a la form ación de este cuerpo. En

cuanto a los Pitris Lunares, su prim er a clase está en el com ienzo del período

preparatorio para la form ación del cuerpo cau sal; pero sin em bargo m anifiesta ya la

mentalidad, m ientras que las clases segunda y tercera sólo han desenvuelto el principio

Kám ico. Las siete clases de Pitris Luna res son producto de la cadena lunar que se

enlaza con el desarrollo ulterior de la terrena o sea la cuarta reencarnación de la cadena

planetaria. Com o mónadas –con el prin cipio Kám ico desenvuelto en la segunda y

tercera, en germ en en la cuarta, inicial en la quinta e im perceptible f inalmente en la

sexta y séptim a—, estas entidades entran en la cadena terrestre para dar alm a a la

esencia elemental y a las form as modeladas por los Constructores. (H. P. Blavatsky, en

143.

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La Doctrina Secreta, no coloca a los Pitris de las dos prim eras clases en la “jerarquía de

las mónadas procedentes de la cadena luna r”. Los considera aparte, com o hom bres,

como Dhyânis Chohans.)

En este nom bre de “Constructores” se incluyen las in-num eras Inteligencias

jerárquicas cuyo poder y estado consciente va rían a lo infinito, según su grado de

desenvolvim iento. Estos son los seres que en cada plano realizan la construcción

efectiva de las form as. Los m á s elevados dirigen y vigilan, m ientras los inferiores

labran los m ateriales, según los m odelos que se les dan. Ahora se com prende

claram ente el papel de los globos sucesivos de la cadena planetaria. El globo A es el

mundo arquetípico, en el que se construyen lo s modelos de las form as que habrán de

elaborarse durante la ronda. Los Construc tores m á s elevados tom an del Pensam iento

del Logos planetario las ideas arquetipos y diri gen el trabajo de los Constructores que en

los niveles arrúpicos elaboran las form as arque tipos para la ronda. En el globo B, estas

form as se reproducen de diversas m aneras en m ateria m ental por los Constructores de

categoría inferior, y evolucionan lentam ente en distintas m odalidades, hasta que están

prontas a recibir la inf iltración de m ateria m á s densa. Entones los Constructores en

materia astral ejecutan en el globo C las form as astrales, cuyos detalles de construcción

se efectúan con m ayor detenim iento. Cua ndo las form as han evolucionado tanto com o

las condiciones del m undo astral lo perm ite n, los Constructores del globo D em prenden

el trabajo de m odelar las f orm as en el plano físico. Las últim as modalidades de la

materia se ejecutan así en tipos apropiados, y las form as alcanzan su m á s densa y

completa condición.

A partir de este punto m edio, la natural eza de la evolución cam bia en cierto m odo.

Hasta aquí la atención se ha dirigido, sobr e todo, hacia la construcción de las form as;

pero al ascender en el arco se dirige esencialm ente hacia la utilidad de la f orm a como

vehículo de la vida evolutiva. Durante la segunda m itad de al evolución en el globo D,

y luego en los E y F, la conciencia se m anifiesta, prim ero, en el plano físico, y después

en los planos astral y m ental inferior por medio de los equivalentes de las form as

elaboradas en el arco descendente. En el arco descendente obra la m ónada en la m edida

de su fuerza en las form as evolucionantes, y su influencia se m anifiesta de un m odo

vago bajo la form a de im presiones, intuiciones, etc. En el arco ascendente, la m ónada

se manifiesta a través de las form as como su principio director interno. En el globo G

se alcanza la perfección de la ronda, y la m ónada reside en las form as arquetipos del

globo A y de ellas se vale com o de vehículos.

Durante estos diversos estados, los Pitr is Lunares actúan com o almas de las form as,

cobijándolas prim ero para luego habitarlas. A estos Pitris de la prim era clase incum b e

la má s ruda tarea durante las tres prim eras rondas. Los Pitris de la segunda y tercera

clase no tienen m á s que infundirse en las form as elaboradas por los anteriores. Estos

preparan las form as animándolas durante cierto tiem po; después pasan ellos a otras y

abandonan esas form as para el uso de la se gunda y tercera categoría. A la conclusión de

la prim era ronda, todas las form as arqueti pos del m undo universal se han colocado en

los planos inferiores y sólo resta elaborarla s a través de las rondas sucesivas, hasta que

alcancen su má xim um de densidad en la cuar ta ronda. El “Fuego” es el “elem ento” de

la prim era ronda.

En la segunda ronda, los Pitris de la prim era clase prosiguen su evolución hum ana,

apuntando tan sólo los estados inferiores, com o el feto los apunta hoy t odavía. Al fin de

esta ronda, los de la segunda clase han alcanzado ya el estado de hum anidad rudim entaria.

La gran tarea de esta ronda consiste en el descenso de los arquetipos de la vida

vegetal, que alcanzarán su perfección en la qui nta ronda. El “aire” es el “elem ento” de

la segunda ronda.

144.

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En la tercera ronda, la prim era clase de Pitris adquiere definida form a hum ana.

Aunque su cuerpo sea gelatinoso y gigantesc o, se vuelve, sin em bargo, en el globo D

bastante com pacto para com enzar a m antener se en posición vertical; su aspecto es

simiesco y están cubiertos de cerdas. Los Pitris de la tercera categoría alcanzan el

comienzo del estado hum ano. En esta ronda, los Pitris solares de la segunda categoría

aparecen en el globo D y van a la cabeza de la evolución hum ana. Las form as

arquetipos de los anim ales descienden para ser elaboradas y alcanzan su perfección al

fin de la sexta ronda. “El “agua” es el “elem ento” característico de la tercera ronda”.

La cuarta ronda, ronda central o interm edia de las siete que constituyen el m anvantara

terrestre, es m uy distintam ente hum ana, co mo sus precursoras fueron respectivam ente

animales, vegetales y m inerales. Está car acterizada por apartar al globo A las form as

arquetipos de la hum anidad. Todas las posib ilidades de la f orm a hum ana se manifiestan

en los arquetipos de la cuarta ronda; pero su realización com pleta se efectuará en la

séptim a. La “Tierra” es el “elem ento” de es ta cuarta ronda, la m á s densa y m aterial.

Puede decirse que los Pitris solares de la prim era categoría se ponen, en cierto m odo,

alrededor del globo D durante sus periodos prim itivos de actividad en esta ronda, pero

no encarnan definitivam ente antes de la tercera gran efusión de vida del Logos

planetario, que acaece en m edio de la tercera r aza. A partir de ese m omento se encarnan

poco a poco, pero cada vez m á s, a m edida que progresa la raza; la generalidad llega al

comienzo de la cuarta raza.

La evolución de la hum anidad en el gl obo D, nuestra Tierra, ofrece de m anera m uy

señalada esta constante diferencia septenar ia de que tan frecuentem ente hem os hablado.

Siete razas de hom bres se habían ya m ostrado en la tercera ronda, y en la cuarta, estas

divisiones fundam entales llegaron a ser clar ísimas en el globo C, donde evolucionaron

siete razas, con sus sub-razas. En el gl obo D, la hum anidad com ienza por una Prim era

Raza –ordinariam ente llam ada Raza-Raíz—, que apareció en siete puntos diferentes:

“Eran siete, cada uno en su lote”. (La Doctri na Secreta, Vol. II. —Libro de Dzyan, 13).

Estos siete tipos, que aparecen sim ultáneam ente y no sucesivam ente, constituyeron la

prim er raza raíz, y cada raza raíz tienen a su vez siete subdivisiones o sub-razas. De la

prim era raza raíz (criaturas gelatinosas amorfas), evolucionó la segunda raza m adre,

cuyas form as tuvieron consistencia m á s defini da; de ésta procedió la tercera, form ada

por criaturas sim iescas que luego fueron hom bres de form as pesadas y gigantescas.

Hacia el prom edio de la evolución de esta tercer raza raíz (llam ada lem uriana), vinieron

a la tierra Seres pertenecientes a otra cad ena planetaria, la de Venus, m ucho m á s

avanzada en su evolución.

Estos m iembros de una hum anidad altam ente evolucionada, Seres gloriosos a quienes

su aspecto radiante les valió el título de “Hijos del Fuego”, constituyen una orden

sublim e entre los Hijos de la Mente. (Mânas aputra; esta vasta jerarquía de inteligencias

semiconscientes, com prende gran núm ero de órdenes). Habitaron en la tierra com o

Instructores divinos de la joven hum anida d. Algunos de ellos obraron com o vehículos

de la tercera efusión de vida y proyectaron en el hom bre anim al la chispa de vida

monádica que dio nacim iento al cuerpo causa l. Así se individualizaron los Pitris

Lunares de las tres prim eras clases que form an la gran m asa de nuestra hum anidad. Las

dos clases de Pitris Solares ya individualizados (la prim era antes de dejar la cadena

lunar y la segunda m á s tarde) form an dos órdene s inferiores de Hijos de la Mente. La

segunda se encarna hacia el prom edio de la te rcera raza; la prim era, m á s tarde y por la

mayor parte, en al cuarta raza o de los Atlantes.

La quinta raza, la aria, que actualm ente está guiando la evolución hum ana, fue

seleccionada en la quinta sub-raza atlante, se gregando de ella, en el Asia Central, las

familias má s escogidas, y el nuevo tipo de raza evolucionó bajo la dirección inm ediata

145.

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de un gran Ser que, en térm inos técnicos, se llam a un Manú. Al salir del Asia Central la

prim era sub-raza, se estableció en la India al Sur de los Him alayas, y con sus cuatro

castas de instructores, guerreros, com ercia ntes y obreros (Brahm anes, Kshattryas,

Vaishyas y Shudras) llegó a ser la raza dom inante en la gran península India, después

de haber sojuzgado las naciones de la ter cera y de la cuarta raza que la poblaron en

época rem ota.

Al fin de la séptim a raza de la séptim a ronda, es decir, al concluir el m anvantara, la

cadena terrestre estará en disposición de transm itir a la que ha de sucederle los f r utos de

su vida. Estos frutos serán, por una part e, hom bres perfectos y divinos, los Budas,

Manús, Chohans y Maestros, prontos a em prender la tarea de guiar la evolución bajo las

órdenes del Logos planetario; y por ot ra parte, m ultitud de entidades m enos

evolucionadas en sus respectivos estados de conciencia, que tendrán aun necesidad de

experiencias f ísicas para actualizar sus posibilidades divinas. Después de nuestro

manvantara, que es el cuarto, vendrán el quinto, sexto y séptim o, que aun se hallan

envueltos en el m isterio de lo porvenir. Des pués, el Logos planetario reunirá en sí todos

los frutos de su evolución y entrará con sus hijos en un período de reposo y de felicidad.

Nada podem os decir de este sublim e estado. ¿ Cómo podríam os, en la actual etapa de

evolución, soñar siquiera su gloria inim agin able? Tan sólo sabem os, vagam ente, que

nuestros espíritus felices “entrarán en la aleg ría del Señor”, y al reposar en Él verem os

extenderse ante nosotros infinitos horizontes de vida y de am or sublim e, cum b res y

abism os de poder y de goce, ilim itados com o la Existencia Una, inagotables com o el

Único que Es.

 

 

 

 

 

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